30.6.05

Morales

Muere, a los 85 años, Rafael Morales, autor de «Poemas del toro», dicen los periódicos, un ejemplo menor, pero seguro, añado, de escritor perseguido por la gloria o el acierto de la obra primera, ahogado definitivamente en ella. «Poemas del toro» es de 1943, cuando lo del arraigo y el desarraigo, ¡mala época! ¿Quién sabe algo más de libros posteriores, de su «Obra poética completa» (2001)? El viejo tema de la cultura y la hojarasca. Apenas se celebra con cierta unanimidad el revés del tópico renacentista del soneto «A un esqueleto de muchacha», de 1946, un ejercicio didáctico. Aquí va.

En esta frente, Dios, en esta frente
hubo un clamor de sangre rumorosa,
y aquí, en esta oquedad, se abrió la rosa
de una fugaz mejilla adolescente.
Aquí el pecho sutil dio su naciente
gracia de flor incierta y venturosa,
y aquí surgió la mano, deliciosa
primicia de este brazo inexistente.
Aquí el cuello de garza sostenía
la alada soledad de la cabeza,
y aquí el cabello undoso se vertía.
Y aquí, en redonda y cálida pereza,
el cauce de la pierna se extendía
para hallar por el pie la ligereza.

29.6.05

Trillo

No comprendía Steiner (o se negaba a comprender) que alguien pudiera compatibilizar el trabajo diurno en los hornos crematorios con las plácidas audiciones nocturnas de Mozart o con la serena lectura crepuscular de Goethe. Nos engañamos pensando que el arte mejora al hombre o que lo dignifica. He ahí Trillo. Ha leído y estudiado cum laude administrativo a Shakespeare, pero ha salido indemne de su genio poético y dramático. Ni la vehemencia trágica ni la viveza cómica del dramaturgo inglés han hecho mella en él, chusco figurante ahora de una tragedia grotesca ideada por Arniches o de un astracán de Muñoz Seca. La estética costumbrista sembró en el siglo XIX moralidades cuyo fruto perdurará todavía (según creo) tres generaciones.

28.6.05

La que no tiene nombre

Tengo enfrente desde hace años la estantería en que se amontonan los llamados «niños de la guerra» o generación del 50: Aldecoa, Ferlosio, Benet, Martín Santos, García Hortelano, Martín Gaite, Matute, Goytisolo & Goytisolo, Marsé. Madrileños arriba y catalanes abajo: cuestión de edades, no de ideología geográfica. Y justo en la balda que queda a la altura de los ojos descansa el más olvidado de todos, el que desapareció de los catálogos tras «la» muerte, tras «su» muerte: Jesús Fernández Santos. Como fui buen lector de Fernández Santos, tengo varios libros suyos, curiosa y exactamente trece (los cuento ahora), uno de los cuales, precisamente el trece, «yace» sobre los otros en posición horizontal desde hace varios años, no sé cuántos, los mismos, en cualquier caso, que llevo haciéndome una pregunta cuando advierto su incómoda disposición. El título: «La que no tiene nombre» (Selecciones Austral, nº 107). La pregunta: ¿Si no tiene nombre, por qué «la», en femenino? Se trata, naturalmente, de una pregunta gramatical. La respuesta es evidente y su género ni es neutral ni es neutro.

Carroll vs. Monterroso

Galicia es el país de las maravillas

24.6.05

Chevrolet

Ao volante do Chevrolet pela estrada de Sintra... (La glosa es comercial, publicitaria, delatora. Seducción de los nombres, máscara de motor, claudicación, coartada. Léase a Hirschman.)

21.6.05

Dura lex

Hay frases que se graban en la memoria, porque produjeron alguna vibración intelectual o cierta agitación estética, y que se reproducen siempre que nuevas situaciones las reclaman, porque iluminan la penumbra, la opacidad o la ligereza del presente. Pongo un doble ejemplo, el retrato que traza Bertrand Russell en «Historia de la filosofía occidental» sobre Schopenhauer cuando escribe: «Estima la paz más que la victoria», y el memorable diálogo que mantienen padre e hijo al final de «Las bicicletas son para el verano», de Fernando Fernán-Gómez (directed by Jaime Chávarri): «Ahora ha llegado la paz», dice Gabino Diego; «No, Luisito», responde Agustín González, «no ha llegado la paz, ha llegado la victoria». Ni Russell ni Fernán-Gómez necesitan glosa para erigirse en prudentes, sabias y justas contrafiguras de quien, como presidente de la AVT, no dice literalmente pero proclama cada día entre banderitas: «Prefiero la justicia (dura lex, por supuesto; es decir, la victoria) a la paz».

Greguería

La heterosexualidad es roja y gualda.

19.6.05

Borrasca

«Borrasca en el Valle del Euro», anuncia (no es broma, será lapsus) un hombre del tiempo.

Undécimo

«No atentarás», dijo Yavé. «Si otros hacen entre ellos lo que hacéis vosotros entre vosotros será un atentado contra vosotros», tradujo el profeta con voz rouca el mandamiento divino.

18.6.05

X

«No es exo, no es exo», dijo el alfil, dijeron los alfiles.

16.6.05

57

Aunque carece de toda justificación, puede llegar a comprenderse la celebración universal de los números redondos: he ahí los centenarios, los cincuentenarios o la algarabía del milenio. Pero tienen más vigor novelesco los números singulares, aquellos con los que cada cual establece una vinculación carente de razones aritméticas. Si alguien, por puro azar narrativo, escribe una primera novela «Mísera fue, señora, la osadía» en 57 capítulos, sentirá ya siempre, en principio, una afinidad llamémosla capitular (y, por tanto, favorable) con todos los libros llevados por su propio azar o su propia razón a un mismo y distinto 57 y experimentará con regocijo un sobresalto al advertir la coincidencia («Ensayos, I», de Montaigne, «Los años imaginarios», de Alonso Guerrero, «Los papeles póstumos del club Pickwick» [se nota que ando en ello], de Dickens) así como una íntima y primera decepción frente a aquellos otros que bordean esquivamente el número («Rayuela»: 56 imprescindibles, «El testimonio de Yarfoz»: 54, «El Quijote I»: 52, etcétera), como si tuvieran algún empeño contumaz en llevar la contraria y fastidiar. Ciertamente, como dijo alguien, el revés de un prejuicio es un prejuicio. Así también estas minucias.

15.6.05

© Dickens

—«Adorable criatura...» —repitió Sam.
—¿No estará en poesía, eh? —interrumpió el padre.
—No, no —dijo Sam.
—Me alegro de saberlo —dijo el señor Weller—; la poesía no es cosa natural; nadie ha hablado nunca en poesía, salvo el anunciador en el boxeo, o el de la crema pa el calzado Warren, o el del aceite pa el pelo Rowland, o esos otros tipos desgraciados; no caigas nunca tan bajo como pa hablar en poesía, hijo mío.
(«Los papeles póstumos del club Pickwick», Cap. XXXIII)

Antojo

Vi de joven una película de Claude Chabrol. No recuerdo el título, ni la trama, de donde deduzco que no se trataba de una obra maestra, pero no he olvidado la presencia, como actor, de Orson Welles contando una historia poderosa. Un sabio se casó con una mujer hermosa. Sólo una casi imperceptible imperfección enturbiaba su hermosura: un lunar en la mejilla. El sabio, entonces, puso su sabiduría al servicio de la belleza y, encerrado en el laboratorio, compuso una sustancia prodigiosa que aplicaba cada día sobre el rostro de la mujer. Pronto el ungüento se reveló eficaz, pues el lunar, en efecto, disminuía poco a poco, hasta que finalmente desapareció. Cuando el lunar desapareció por completo, la mujer murió. Y es este el momento de la película que mejor recuerdo, la conclusión del cuento, la frase final de Orson Welles. «La imperfección era la vida», dice. Durante mucho tiempo he recordado la historia y el final, sin mayor preocupación, pensando que sería una invención del propio Welles, a la manera como dicen que hizo en «El tercer hombre» con su reflexión sobre los suizos y el reloj de cuco. Sin embargo, hace tres o cuatro años, en una encuesta de esas que se hacen a veces a escritores, alguien dijo que su cuento preferido era «El antojo» y no sé por qué el título del cuento me hizo evocar la historia de la película de Chabrol. Durante un tiempo anduve investigando, buscando cuentos con ese título, pero sin tener la menor idea sobre el autor. Hasta que me cansé. El verano pasado, leyendo «El libro de las ilusiones», de Paul Auster, me encontré de nuevo con la historia. «La marca de nacimiento es ella misma. Si desaparece, ella también desaparece», escribe Auster. Pero ahora ya se mencionaba a Nataniel Hawthorne. Busqué entonces «El antojo», de Hawthorne, en la red, inútilmente, hasta que de pronto, y casi por azar, lo encuentro en librodot.com como «La marca de nacimiento». Lo tengo, pues: quince folios. Pero, al cabo de los años, no sé si leerlo o quedarme definitivamente con la versión mínima y esencial de Chabrol & Welles.

14.6.05

Sinonimia

Comoquiera que, según afirman los portavoces políticos, lo que incomoda a los católicos es que se aplique la palabra «matrimonio» al matrimonio de parejas homosexuales, lo que, si hablan en serio, reduce la cuestión, a la postre, a la supremacía de una moral léxica, de puritano rigor etimológico, sugiero a los altavoces episcopales que, para evitar las agrias críticas que su participación en la protesta callejera anunciada para el sábado está provocando, sustituyan la palabra «manifestación», tan sindical, por su equivalente parroquial: «procesión». Que se imponga la liturgia a las pancartas.

11.6.05

On ne peut pas

Georges Perec escribió un «Je me souviens» que ha generado luego una cosecha inagotable. Cada vez que oigo ahora hablar a ciertos personajes públicos pienso que el ingenioso militante del OuLiPo debería haber escrito «On ne peut pas». Estoy seguro de que encontraríamos más desafueros en la actividad civil (Blues & Buffs) que nostalgia o souvenirs en la memoria personal.

ADNónimos

¡Cuánta razón tiene! Sería reveladora una encuesta del CIS sobre el hábitat, los hábitos y las psicopatías de esa fauna de bitácora, infame turba.

10.6.05

Sartori

Entrevistan a Giovanni Sartori en distintos periódicos y, al margen de sus opiniones (que tampoco me seducen), aprecio, sin asombro ya en estos tiempos de mercancía ideológica, la gravedad de un síntoma: mientras Sartori duda en ocasiones y admite su confusión, el entrevistador está en posesión profesional y laboral del dogma. Supongo que es esa incertidumbre la que justifica el galardón astur. Pero no sé. No lo tengo claro.

8.6.05

Misisipí

«Epílogo para un crimen racista», en la última página de El País, cuenta la última parte de la historia de Emmett Till, un muchacho negro secuestrado y asesinado en 1955 por silbar a una mujer blanca. Dada la popularidad forense del ADN, van a reabrir el caso. Sus asesinos confesos (confesos tras la blanca absolución) ya han muerto. Tal vez viva todavía algún cómplice, asegura el único testigo del secuestro, un primo de la víctima. Poco arregla, sin embargo, esta justicia retroactiva, apenas símbolo de un consuelo inútil: alimentar in extremis la improbable creencia de que existe cierto progreso moral. Por lo demás, no me ha atraído la noticia por su azar narrativo, sino por una evocación distinta, la «Elegía a Emmett Till», de Nicolás Guillén, cuyo principio recuerdo de memoria, «En Norteamérica / la Rosa de los Vientos / tiene el pétalo sur rojo de sangre», y cuyo estribillo, esa reiteración de «El Mississippi pasa / y mira el Mississippi cuando pasa», no me ha parecido nunca un mero ejemplo de onomatopeya.

7.6.05

© Kundera

«¿Cómo definir el provincianismo? Como la incapacidad de (o el rechazo a) considerar su cultura en el ‘gran contexto’. [...] Franz Kafka habla de ello en su ‘Diario’: observa la literatura yídish y la literatura checa desde el punto de vista de una gran literatura, a saber, la alemana; una nación pequeña, dice, manifiesta un gran respeto por sus escritores porque le brindan orgullo ‘frente a la mundo hostil que la rodea’; para una nación pequeña, la literatura es más ‘cosa del pueblo’ que ‘cosa de la historia de la literatura’. [...] La pulsión posesiva de la nación con respecto a sus artistas se manifiesta como un ‘terrorismo del pequeño contexto’ que reduce todo el contenido de una obra al papel que desempeña en su propio país.» (Milan Kundera, «El telón», Tusquets, Barcelona, 2005)

6.6.05

ACP

1. Versos clásicos, prosas breves, miniaturas métricas, juegos fónicos y tenues fantasías retóricas dan forma física a la poesía de Ángel Campos Pámpano, una obra lenta y madura (los libros mayores, «La ciudad blanca», «Siquiera este refugio», «La voz en espiral», trazando acaso voluntarias simetrías, requieren periodos de composición de cinco años), de justas proporciones, cargada de claridad vocálica y de afinidades objetivas, que se percibe como síntesis de motivos elementales y como expresión visual del lenguaje. La naturaleza y las palabras, de una parte, y el sujeto que contempla y habla (que, sólo a veces, desde el refugio secreto, se vence al sentimiento y a la melancolía), de otra, son los polos en torno a los que gira la voz en espiral, blanca e ilesa. La ciudad, la casa, el río, los árboles (la encina, la higuera y el olivo), el aleteo de un pájaro, una nube o la tarde se suceden como signos primordiales de una sintaxis superior, la articulación real del mundo y la existencia. A veces hay un cuerpo, hay nombres propios, brota la sombra del dolor o la memoria de la herida. El silencio y el canto tejen, como antítesis concordantes, la negación contraria e imponen su cualidad primaria original, trama y urdimbre del texto sucesivo. La luz y el agua adquieren carácter de sustancia poética y, desde su cimiento, las palabras, abiertas, usurpan a los objetos sus propiedades minerales para combinar firmeza y solidez, levedad y transparencia. Así, cada poema, en la exactitud lingüística del límite, esculpe su perfección de piedra y de cristal, segura voluntad de estancia y permanencia, perdurable materia del olvido.

2. Cima y culmen de todo lo anterior, «La semilla en la nieve» (2004) obtiene hoy el Premio Extremadura a la Creación. Copio un poema:


TU NOMBRE

este desorden busca otro lugar
donde poner tu voz
la pausa de los días
la casa que fue tuya
todo este miedo

ahora la forma esquiva de una nube
va perfilando
tu nombre o el reflejo de tu nombre

y lo digo en voz alta
y me lo digo
hacia adentro
balbuceando casi
y lo he de repetir aún
después de que el viento lo deshaga

no podré con su ausencia
··········································· con el hueco
que han dejado en mí
fugaces sus dos sílabas

nadie responderá si llamo

habrá sólo un vacío
como hierba que brota dondequiera

imantada mudez
······························ eje inmóvil
que me hace huérfano
taladas las raíces para siempre

4.6.05

Localismo

De la misma manera que todas las actitudes trascendentes, individuales o colectivas, significan, en su raíz, un límite y acentúan una carencia, así el localismo trascendente, en su denodada exigencia de certificados, en la gimnasia onanista y complaciente de las autoafirmaciones, se define, más que como presencia, como aspaviento fatuo y reaccionario. El localista trascendente, que es como una caricatura rancia de abertzale costumbrista, sólo se encomienda a la certeza histórica de un pasado que considera glorioso y fundacional. De este modo, el presente, tan disperso e incrédulo, se justificará únicamente si se convierte en recuperación minuciosa de ese pasado o, en todo caso, si, en las inevitables innovaciones de los tiempos, no se desvía del sendero ortodoxo de la historia. Al futuro, a su vez, se le asignará un emotivo ejercicio original: ser repetición exacta y uniforme de la memoria, sin que para ello, por otra parte, resulte obstáculo insalvable ni objeción consistente que la memoria sea nueva, importada o artificial. El localista trascendente, pues, no es un hombre de su tiempo, sino un residuo, un epígono de las crónicas, un alma en pena (también, a veces, un fantasma) que añora los anales y que, arrebatado por un furor mesiánico, se empecina, con el talante iracundo del fanático, en la repetición escueta e imperativa de los nombres, como si en la sola ejecución fonética, en el énfasis rotundo (a la par, sin duda, que noble, leal y benéfico), en la prosodia amenazante, se cumpliera la misión del profeta. El localista trascendente es, en definitiva, un funcionario de la tradición y como tal se comporta: altivo, perdonador y obnubilado. Pero que nadie le ofenda los lugares, que nadie le use los nombres en vano, porque entonces bufará, escarbará en la arena y, armado de santa ira local, embestirá: la ciudad sagrada bien merece la sangre del hereje. Por fortuna, sin embargo, frente a estos autociudadanos inquisitoriales, se agradece el sigilo de las personas reales y presentes que, desde su inmanencia, sin altavoces ni alharacas, e inadvertidas, sostienen con vigor y firmeza, en expresión certera de un poeta que sabe de qué habla, el lugar del elogio.

3.6.05

Síndrome de Babel

«Yo soy yo y mis lecturas», puede parafrasearse razonablemente el ortegajo (no sé quién reconocía que el setenta o el ochenta por ciento de su experiencia provenía de los libros). Hay, sin embargo, un algo de claudicación y de adolescente fanatismo en muchos literatos postborgianos que reducen la máxima y la escritura a una renuncia: «Yo soy mis lecturas». Suprimido el yo, sobran las lecturas y sobra todo. Al fin y al cabo, Borges imponía el «yo» de Borges (incluso el de Pierre Menard) a las lecturas. Los postborgianos a los que me refiero no son, con frecuencia, más que un catálogo.