23.4.06

Vía de la Plata

Según resolución del BOE (08-02-2006), «la Vía de la Plata constituye uno de los itinerarios históricos más antiguos y mejor documentados en la Península Ibérica, que en su origen, como calzada romana que unía las ciudades de Emerita Augusta (Mérida) y Asturica Augusta (Astorga), sirvió de vía de comunicación cruzando de sur a norte el oeste peninsular y salvando los cauces de los ríos Tajo y Duero. A lo largo de la Edad Media y la Edad Moderna, el trazado de la vía fue ampliándose y consolidándose, desde Andalucía hasta Asturias o hasta Santiago de Compostela, incrementando asimismo su importancia a partir de sus múltiples usos como ruta de movimientos de personas y mercancías, ruta de peregrinación jacobea, o ruta comercial en sentido norte-sur», aceptable definición legislativa que trata de combinar con prudencia institucional las diversas interpretaciones que en torno a la célebre calzada se manejan.

Porque, naturalmente, la Vía de la Plata no fue fruto de un arrebato histórico puntual ni caprichoso. Se construye sobre lo que se destruye: se reconstruye. Así, la red de caminos prerromanos se fue acomodando a las necesidades viales de la romanización y convirtiendo en el trazado propiamente conocido como Iter ab Emerita Asturicam; por razones estratégicas y económicas se amplió hacia el sur, hasta Itálica e Hispalis; después, con los fervores jacobeos, fue la ruta mozárabe por la que subían los peregrinos hasta la tumba del apóstol; sirvió más tarde a las trashumancias de la mesta; y llegó a identificarse finalmente en gran medida con la N-630, dos líneas verticales que recorren la península de norte a sur, que se juntan y se separan, que a veces discurren paralelas y a veces se distancian, que se entrecruzan o se solapan, según imposiciones del trayecto, de la orografía o de las poblaciones emergentes. Hay, pese a todo, cierta incertidumbre original, con ecos de leyenda, como demuestra, por ejemplo, la oscuridad etimológica de la denominación, dado que los especialistas no aciertan a discernir si el nombre proviene del latín o del árabe, si se trata, en suma, de una vía ancha (lata) o pública (platea), pavimentada (balath) o empedrada (balata), propuestas posibles todas ellas y que, en su imprecisa equidistancia, no hacen sino acentuar el origen difuso del camino y su utilidad estadística, porque la etimología popular no es tanto un enigma filológico como la certificación lingüística de una evidencia: que la necesidad de nombrar lo que se usa no admite imposición de autoridades.

Sea, en cualquier caso, como fuere, lo cierto es que la ruta se desdobla hoy en dos conceptos dispares y complementarios, el ocio o la necesidad, la excursión o el transporte, el recreo o la intendencia industrial, y que, según se imponga uno u otro, se hablará de la N-630 o de la Vía de la Plata, sinónimos adversos, cara y cruz de un mismo y diferente itinerario. Necesidad, transporte e intendencia justifican la densidad motorizada de la N-630 y subrayan su magnitud comercial. Ocio, excursión y recreo acentúan la dimensión cultural de la Vía de la Plata y engrandecen sus proporciones históricas. Así lo demuestran los modernos peregrinos, caminantes o ciclistas, que, militantes de una piedad laica y ecológica, movidos por una devoción inmanente, disfrutan minuciosamente, con lentitud antigua, de las alegrías y satisfacciones del trayecto y ponen en Santiago la ensoñación poética y remota y universal de Ítaca.

Peregrinos al margen, de dos maneras se puede recorrer la Vía de la Plata: verticalmente o en círculos concéntricos. Y ambas deben acogerse al principio del viaje transversal que da cabida a los paisajes cambiantes y las fisonomías urbanas, los caminos prerromanos, la arqueología, la toponimia, los puentes, las mansiones, los miliarios, los dólmenes y los restos mejor conservados de la calzada primitiva. El procedimiento circular fija el centro de actuación en un punto urbano, como Plasencia, o Cáceres, o Mérida, desde el que llevar a cabo excursiones radiales, batidas periféricas por la geografía de una cómoda y accesible circunferencia. El recorrido vertical, en cambio, que es el que en verdad reclama la naturaleza de la vía, se asemeja a una novela del siglo XIX, larga y sinuosa, lineal y llena de recovecos, de lectura inagotable, en la que al hilo de la historia central van surgiendo personajes narrativamente secundarios, de mínima presencia, y acaso funcionales, pero cuya relevancia singular y autonomía los hace perdurables en la imaginación del lector.

En un recorrido vertical estricto, de norte a sur (tanto da de norte a sur como de sur a norte, pero hoy, de hecho, el turismo es septentrional y la emigración, como las peregrinaciones, meridional), el tramo extremeño empieza en Baños de Montemayor y termina en Monesterio. En la calzada original se encuentran hitos de diverso tamaño y policromía según contengan información sobre las peculiaridades del camino, las características del trazado o aclaraciones contextuales, así como albergues y diversos centros de interpretación general o particular sobre la ruta o el entorno. Puestos en camino, o se sigue sin discusión la autoridad vertical de la N-630 o se avanza en zigzag y se abandona a conveniencia la senda rectilínea para certificar la existencia de los distintos ingredientes que configuran la fisonomía de la ruta. No se pueden dejar de lado las grandes poblaciones, naturalmente, las catedrales de Plasencia, la arquitectura señorial de Cáceres, la monumentalidad romana de Mérida, pero tampoco deben anularse los desvíos ni eliminar los aledaños, porque las pequeñas poblaciones también exhiben su propia grandeza, las termas de Baños, el barrio judío de Hervás, el puente de La Buitrera en Aldeanueva del Camino, Abadía, la solitaria solidez del arco de Cáparra, la muralla de Galisteo, la diminuta dimensión mística del Palancar, los restos de Alconétar, la plaza de Garrovillas, Los Barruecos, la basílica visigótica de Alcuéscar, el dolmen de Lácara, la lenta travesía de las dehesas, la quietud bucólica y centenaria de los encinares, la anchurosa Sierra de San Pedro, el Parque Natural de Cornalvo, el monasterio de Tentudía, la plaza Grande y la plaza Chica de Zafra...

Sólo deteniéndose en estos parajes y recreándose en su contemplación se puede captar y apreciar la verdad del recorrido, sentir la emoción histórica, porque el viaje no es erudición sino sentimiento, recuperación del tiempo en los lugares. El sobrecogimiento del arte tiene su equivalente viajero en la evocación histórica, que no es sino un modo de saberse incluido en la especie humana y en su peripecia. Los recorridos por los escenarios de la historia (o de la intrahistoria) tienen esa particularidad precisa: permanece el escenario tras la desaparición del acontecimiento. Que el escenario esté a tramos maltrecho sólo prueba que nuevos acontecimientos han sucedido a los antiguos, de modo que el viajero se encuentra frente a la manifestación dolorida del escenario y la abstracción de los hechos. Sucedieron. Hubo fundamentos militares, urgencias de gobernación, supersticiones, rutina pecuaria, pero quedan sólo los restos de la historia y el vigor de la naturaleza en los trechos en que la carretera y la vía se distancian. Puede decirse, pues, que la Vía de la Plata adquiere una doble dimensión: lo que fue y lo que es. Gracias a lo que fue es históricamente sugestiva, porque conserva la sombra del tiempo, las huellas del heroísmo y la leyenda, el testimonio de la vida y de la muerte, de la alegría y del dolor, de la fe y de la fatiga. Y gracias a lo que es tiene presente, añade comodidad a la complacencia, pone la distancia necesaria para convertirnos en testigos interpuestos de la representación, de la fantasía personal del tiempo y de la historia. Ese es el verdadero sentido del viaje. Que haya, además, productos ibéricos, tortas extremeñas o vinos del Guadiana es apenas un complemento proustiano, la asociación de un sabor autóctono al escenario permanente, pero el recorrido habrá sido un aprendizaje, conciencia de otros tiempos, apropiación de la belleza de un camino único e indeleble.

El viajero, 22-04-2006

19.4.06

Ramiro Pinilla

Hay peripecias literarias que tienen tintes épicos. Por ejemplo, la de Henry Roth (1906-1995), que publicó «Llámalo sueño» en 1934 y desapareció después en sucesivas y pintorescas profesiones (fontanero, profesor, enfermero, criador de patos) hasta que de pronto, en 1994, poco antes de morir, publicó el primer volumen de «A merced de una corriente salvaje», al que seguirían el segundo, el tercero y el cuarto, con títulos tan sugerentes como «Una estrella brilla sobre Mount Morris Park», «Un trampolín de piedra sobre el Hudson», «Redención» y «Réquiem por Harlem», una vasta ficción autobiográfica que los editores españoles no dudaron en calificar de torrencial. Pensaba yo que la hazaña era irrepetible, pero me equivocaba. Ahora mismo tengo sobre la mesa dos montones de libros: a un lado de la pantalla los libros de Roth y al otro, como en una balanza cuantitativa, los tres volúmenes de «Verdes valles, colinas rojas», de Ramiro Pinilla, cuyos títulos, «La tierra convulsa» (744 pp.), «Los cuerpos desnudos» (782 pp.) y «Las cenizas del hierro» (646 pp.), pertenecen a otra poética. A Ramiro Pinilla lo tenía yo en el limbo literario desde «Las ciegas hormigas» (premio Nadal en 1960 que tendré que releer no vaya a ser que esa Nerea y ese Cosme y ese Ismael...), de modo que asistir ahora a la desmesurada irrupción de «Verde valles, colinas rojas», y seguir las voces narrativas de Josafat Baskardo, de Asier Altube y de Roque Altube (tres narradores distintos y una sola narración verdadera) me ha tenido enviciado en la lectura y la lectura y la lectura de una epopeya que es invención de un pueblo y de una mitología y de una religión y de un nacionalismo y de una industria y de una revolución y de un Walden y de una guerra y de un terrorismo y de una trama, en fin, que, en sus ramificaciones, podría ser infinita. El mérito, sin embargo, no está sólo en el empeño o la ambición, ni en el tiempo empleado, ni siquiera en la libertad de un texto escrito hacia dentro, sin destino, con la desmesura de la propia felicidad, sino en el resultado final de una novela absoluta.

18.4.06

De rerum natura, III, 1080

Hay un verso de Lucrecio que siempre me ha gustado, tal vez porque define con fría exactitud la naturaleza de las cosas, y que me ronda la cabeza siempre que a un final le sucede un principio: «Propterea uersamur ibidem atque insumus usque» (por lo demás, volvemos a lo mismo y partimos de lo mismo). En ese cerco giramos, vivimos y volvemos.

8.4.06

Argumento ad dictum

«Lo que debe hacer Qwert es callarse», dijo Asdfg.

[De política ordinaria y viceversa]

3.4.06

Paranolla

En dos ejercicios escolares sobre «El túnel», de Sábato, encuentro un preciso diagnóstico sobre Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne: «paranolla». Como me interesan más la causas que la heterografía y como paranoia no deja de ser perturbación mental, me pregunto si estos alumnos (yeísmos y ultrayeísmos al margen, que es torpe explicación) no estarán inventando su propia y aguda y candorosa etimología al sustituir el griego «noia» (de «nóos»: mente) por el castellano, y figurado, «olla», algo que tanto gente pierde y a tanta gente se le va.