Sinestesia
Guardando turno en las consultas externas del hospital llega a mis oídos, aislada y volandera, la palabra ‘sinestesia’. ¿Cómo?, me digo atónito. Interrumpo la lectura y atiendo desde lejos, con disimulo, al hilo de la conversación. Tres son los pacientes que hablan, dos señoras y un señor, aunque el hombre no pronuncia palabra y una de las mujeres casi tampoco. Es la tercera, sentada en medio, la que lo dice todo. Lo que no entiendo es a qué viene la palabra ‘sinestesia’ en su discurso: un sinfín de penalidades hospitalarias y de adversidades médicas con la sintaxis del bolero de Ravel. Por eso, porque hay además contradicción entre la apariencia y la terminología, atiendo en vano al historial médico durante varios minutos, buscando dónde encajar la cuña léxica, el tropo (digamos) neurofisiológico. Y, cuando al cabo de un rato me doy por vencido y vuelvo a la lectura (habrá sido una ensoñación, me digo, ecos o añoranzas de la profesión), me entero al fin de que ahora, por fortuna, dice la mujer que habla, sólo les espera —le espera al hombre— una intervención rutinaria, ambulatoria y sinestesia.
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