23.4.05

El tiempo de la lectura

Surgen una vez más, al filo de la primavera, con plantos o con alharacas, según la ideología oficial de los sociólogos, los índices de lectura de los españoles, las reticentes cifras de quienes no leen ni compran nunca un libro y los anémicos porcentajes de quienes leen o compran un libro al año, al mes, o a la semana, y la recurrencia estadística, esa especie de IPC (o, ajustando las siglas, ILC) de la industria cultural que señala siempre una tasa de inflación interanual tan deprimente como invariable, me lleva a plantearme las sutiles variaciones del tiempo verbal de la lectura, porque, según creo, los hábitos lingüísticos reflejan el rumbo de las cosas mejor que cualquier estadística oficial o alternativa.

La pintura y la literatura han asentado, desde siempre, unos moldes indelebles para los modos y los tiempos externos de la lectura. Basta ver y leer las primeras páginas de «Una historia de la lectura», de Alberto Manguel, para advertir cómo desde antiguo se han propuesto modelos pictóricos y escultóricos, distintas representaciones (más miméticas que normativas, seguramente, pero sumamente eficaces) de las formas de leer. Basta recordar, por ejemplo, las palabras que, a mediados del siglo XIX, puso Flaubert en boca del pasante de notario que pretendía seducir con lirismos trasnochados a Emma Bovary: «¿Hay nada mejor que pasarse una tarde con un libro junto al fuego, mientras el viento azota los cristales, y la lámpara se consume?». Y basta, en fin, evocar levemente la tiranía comercial del cine y de la publicidad, esas imágenes de retórica hueca y coercitiva donde los libros y la lectura actúan, de fondo, como subrayado enfático de un perfume o de un whisky, un joven y brillante profesional de las finanzas leyendo junto al fuego de la chimenea de la casa de campo secundaria o una chica semidesnuda maltratando informalmente un libro en un sofá o en una alfombra o, tal vez en biquini, en una tumbona junto a la piscina, en el chalé de una urbanización privilegiada.

A tenor de estas imágenes cabría pensar que a cada modo de lectura le corresponde un tiempo de lectura. Así, cabe decidir, por ejemplo, que en las reproducciones antiguas el tiempo de la lectura era matinal y luminoso, con manifiesta decisión intelectual, a la hora en que la mente está abierta y preparada para recibir la más ardua información, y que la lectura nocturna preindustrial, a la luz de una lámpara, cegándose, no buscaba correspondencias temporales, sino que mostraba espíritus poseídos, el fuego de la sabiduría robando horas al día y al sueño para prolongar el festín del conocimiento más allá de toda medida moderada. En cambio, de los ejemplos del cine y de la publicidad, cabe deducir que la lectura es un hecho solar, como las cremas bronceadoras, o crepuscular, suplementario, con luz cálida y mobiliario de diseño, con cierto informalismo decadente, cierto elegante desorden, cierta lánguida dejadez, el falso prestigio de la razón ilustrada y sin ilustración.

No es, sin embargo, del tiempo matinal, crepuscular o nocturnal de la lectura (ni de los estereotipos derivados, ni de la escenografía que conllevan) del que yo quiero hablar, sino, más sencillamente, del tiempo verbal, del procedimiento lingüístico con que se marca verbalmente el presente y el pasado de la lectura. De un tiempo a esta parte (tal vez siete años, tal vez diez) vengo observando que no sólo los jóvenes lectores obligados por prescripciones escolares, sino incluso los jóvenes lectores voluntarios y singulares, cuando se les pregunta su opinión sobre un libro recién leído (mi estadística procede tanto de los cientos de exámenes que cada curso se hacen sobre lecturas obligatorias en la enseñanza secundaria como de las numerosas conversaciones accesorias que vienen a recaer sobre este asunto), tienden a responder, según les haya gustado más o menos, en el siguiente sentido: «no ha estado mal» o «ha estado bien». Y es en ese mayoritario «ha estado», cuyo sujeto es el propio libro, donde se fija mi atención con extrañeza, porque la elección del tiempo verbal (ese pretérito perfecto) indica toda una actitud social frente a la lectura.

La sustancia de los libros ha pertenecido siempre al presente. Por muy remoto que sea un libro en el tiempo («La odisea», pongamos por caso, o «Edipo rey»), siempre ha tenido vigencia en el momento de la lectura, siempre la lectura lo ha hecho presente, cabe incluso definir la lectura como la actualización de un texto, de modo que, hasta ahora, la valoración correspondiente había sido «no está mal» o «está muy bien», nunca «ha estado». Era a otros acontecimientos y a otras diversiones a los que correspondía el pretérito perfecto. De un partido de fútbol recién terminado (un Arsenal-Deportivo, por ejemplo) nunca se podrá decir «está bien», sino «ha estado bien», porque el partido es irrepetible y, en el momento en que concluye, se sitúa definitivamente en el pasado. Lo mismo cabe decir de una sesión de circo, de una etapa del «tour», de una final del Rolland Garros. «Están» bien o mal mientras se desarrollan y «han estado» bien o mal cuando concluyen.

Bien es verdad, ciertamente, que, gracias a las reproducciones audiovisuales, todos estos acontecimientos pueden adquirir la sustancia del presente y hacerse en sí mismos perdurables, y cualquiera que tenga un vídeo con una etapa en Alpe d’Huez, una final de Copa de Europa o un partido agónico sobre tierra batida, puede pasarlo una y otra vez y siempre podrá invitar a sus amigos y decirles «venid a ver tal partido o tal etapa, que están muy bien», porque ese «están» ya no se refiere exactamente al partido o a la etapa original, sino al documento histórico, a la expresión audiovisual de un acontecimiento deportivo relevante.

Llegamos así, pues, a una notable paradoja, porque, mientras los medios audiovisuales han convertido en presente y perdurable lo efímero, lo que era irremediable materia del pasado, porque nunca hay dos partidos ni dos etapas iguales, al mismo tiempo, en sentido contrario, la vertiginosidad de los tiempos y el acusado sentido del espectáculo de las audiencias han enviado de vuelta al pasado aquello que desde siempre había sido perdurable y había tenido el sello intemporal de la eternidad. Y, naturalmente, este trueque, ese desajuste entre el tiempo y la sustancia, esa exaltación de lo fugaz y lo perecedero en detrimento de lo permanente, no obedece a un simple capricho. Detrás del hábito lingüístico se esconde una actitud cultural.

Hay unas siglas norteamericanas, WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant), sobradamente conocidas, que expresan el rechazo directo de las raíces dominantes de la cultura y la política por parte de las grandes capas marginadas del poder. Supongo que a partir de estas siglas ha surgido una variante cultural, algo que en ámbitos académicos e intelectuales y feministas norteamericanos llaman no sé si DWM (Dead White Males) o DWG (Dead White Guys) o ambas cosas indistintamente, esto es, «hombres blancos muertos», y que se refiere a los grandes escritores canónicos, a las listas obligatorias de lecturas para los universitarios, sus cervantes, sus quevedos o sus lazarillos.

Pues bien, ese rechazo inicialmente contracultural se ha extendido sin aspavientos, por inmersión, a todos los autores del planeta, vivos o muertos, porque es el mismo acto de leer el que ha adquirido una nueva dimensión. En la medida en que los productos audiovisuales han elevado al presente a lo ocurrido en el presente, un presente extenso que se proyecta cómodamente hacía un pasado abarcable y que produce un comercio futuro de cotización predecible, los jóvenes, destinatarios inmediatos del presente y del consumo, han devuelto al pasado no sólo lo que venía del pasado (los libros), sino el modo presente de apropiarse de lo que sólo literalmente pertenecía al pasado (la lectura). En consecuencia, la lectura, que es una forma solitaria de placer intelectual permanente y que no puede combinar la soledad del individuo con la naturaleza colectiva del espectáculo, se ha convertido en el trámite de un espectáculo individual, fungible, aburrido, pretérito y perfecto, con fecha (y hora) de caducidad incorporada.

Asegurar, pues, que un libro «ha estado» (añadir «bien» o «mal», a estas alturas, es un detalle anecdótico, un suplemento superfluo y venial) no hace sino confirmar una vez más que todo proceso de interiorización lingüística se deriva de una realidad previa socialmente asumida como normal y, más aún, que ante la inercia de la lengua no caben campañas ni estadísticas. En este sentido, las evidencias que, a modo de conclusiones inmediatas, pueden subrayarse son apenas, en rigor, un par de axiomas: que leer ya no es lo que era y que, si los tiempos cambian, cambian los tiempos.