12.9.05

Secuelas

Hace demasiados años, viviendo en un piso de estudiantes, cayó en mis manos una revista femenina (Telva, o así) que hojeé con escepticismo. Casualmente, caí sobre el principio de un relato de autor para mí desconocido y cuyo primer párrafo me produjo un raro efecto. He leído desde entonces decenas de veces ese comienzo:

Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándoe por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara —sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años— hacia fuera, hacie el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, enseguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bosillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.

Durante un par de años busqué el libro (novela, relato o lo que fuere) sin éxito alguno. Encontré finalmente a alguien que conocía a alguien que me lo prestó. Lo leí con entrega, con juvenil y faulkneriana fascinación. Lo devolví, porque suelo devolver los libros, pero fui comprando después, con el tiempo, distintas ediciones: para prevenir. O para regalar. Todavía tengo un par de ellas.