Casa desolada
Hay una casa adosada a la muralla en la que siempre, al pasar, inevitablemente, he reparado. Nunca he entrado en ella y ni siquiera llego a adivinar la distribución de sus estancias. Apenas tengo una vaga idea de la planta baja, lo que se puede —o se podía— divisar de la planta baja desde el exterior: un triángulo marcado por las irregularidades de una arquitectura tan estricta como mezquina y por los enigmas de una insondable penumbra. Hubo un tiempo, hace años, en que ese triángulo fue taberna, una taberna de aspecto sombrío y portuario en la que los parroquianos, tan fieles como escasos, siempre los mismos, podían permanecer la tarde entera ante unos botellines de cerveza o unos vasos de vino dignos de la mejor catalogación arqueológica y desgastar las horas entre la paciencia y la quietud, o entre el silencio y una conversación común, pausada y sentenciosa, sobre los males del mundo, una suerte de ontología crepuscular. Me hubiera gustado sumarme alguna vez a la parroquia, pedir una cerveza, formar parte del paisaje interior, gente de barrio a la que en modo alguno le sentarían mal un semblante adusto y varios tatuajes marineros, anclas, sirenas, ecos de un mundo aventurero y remoto. Me hubiera gustado contemplar desde un rincón el paso apresurado de la gente, el modo huidizo y arrugado con que miraban al interior, pero nunca entré, siempre formé parte del exterior, de quienes miraban con recelo y esquivaban las miradas: ningún transeúnte formaba parte de las manifestaciones del subsuelo. Con el tiempo, la taberna cerró y la casa fue sólo ya vivienda, aunque todavía siguió acogiendo por las tardes a los viejos, perpetuos parroquianos. De eso hace mucho tiempo. Últimamente sólo vivía en ella un hombre, el único al que he reconocido desde siempre como vinculado a la casa. Este hombre se apostaba en la acera, como guardián de un panorama interior adscrito a la degradación: un amontonamiento indiscriminado y creciente de cartones y basuras. Cabía suponer que la casa carecía de luz, de agua corriente, y que, si siempre tuvo algo lóbrego y tenebroso, ahora se había convertido en una cueva inmunda guardada por su único habitante, el individuo cada vez más desgreñado que se pasaba las horas en la puerta como los antiguos parroquianos. Tal vez por eso, de pronto, un día apareció la casa clausurada, con unos tablones cruzados y claveteados impidiendo la entrada. Y desapareció el guardián. Las macetas del balcón se fueron secando y en la ventana fue creciendo la maleza. El abandono es el principio o la continuación de la ruina. Yo he sido testigo de esa continuación. Pero he aquí que ahora, al cabo del tiempo, surgido de no sé dónde, ha vuelto a aparecer el guardián. Desde primeras horas de la mañana hasta el atardecer, siempre que cruzo la calle lo veo en el marco de la puerta, apoyado en los tablones o sentado en el umbral, en el ámbito de una larga querencia. Sin duda, me digo cada día, son grandes las tentaciones literarias, pero cualquier conjetura sería apenas un reflejo pálido y tal vez inmoral de los hechos y, peor aún, una falsificación retórica de las circunstancias.
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