27.4.05

Guadalupe

Los caminos que conducen a Guadalupe, por Trujillo, por Los Ibores, por el paisaje abrupto de Las Villuercas, reconcilian con la creación a quienes no admiten la primacía verde como paradigma exclusivo de belleza natural. Tal vez esa sucesión de tierras broncas y arboledas frescas resuman historia y escenario, el florecimiento y la sequía, la vigorosa sobriedad de la fortaleza y la exuberancia ornamental interior, cierta desmesura anacrónica de tesoros marianos cuyo eco amarillo multiplica la artesanía local en cobre por los soportales. Así, al hervor primario de la leyenda, cuando la Virgen se apareció al pastor Gil Cordero para indicarle el lugar de la imagen oculta, cimiento del primer humilde santuario, sucedió el imperio político y religioso de la historia, esto es, la potestad de los favores regios, desde Alfonso XI hasta Carlos II, y la diligencia monacal de los jerónimos. La construcción del monasterio y sus derivaciones, la estancia solemne de reyes y notables, el agradecimiento secundario de cautivos redimidos o de marineros rescatados, la afluencia de peregrinos, las cuantiosas donaciones y privilegios materiales prolongaron durante siglos su esplendor. Pero, por perdurables que sean los fulgores de la historia, siempre, al fin, se desvanecen, y con el siglo XIX sonó la hora del declive: largo tiempo de penuria y de añoranza, impulsos de leve recuperación, los ojos en el surco antiguo. Se sucedieron épocas de devoción neorrealista, muchedumbres de peregrinos caminando en septiembre hacia el Camarín de la Virgen, penitentes descalzos por los caminos, pecadores subiendo de rodillas la escalinata, ejercicios anuales de una fe terca y rural, hasta que el fervor ilustrado y la autonomización de los trofeos, al viento de las transformaciones posmodernas (ser es haber sido y conservar las cicatrices), adaptaron al consumo las nieves de antaño, convirtieron en parador el colegio de gramática y se acogieron al patrimonio universal para exhibir tan insignes vestigios, méritos y condecoraciones de una épica extinguida. A despecho de los caprichos de la historia, sin embargo, el tiempo protege los signos perennes: un humilladero, calles tortuosas y escarpadas, una plaza triangular, una fuente, el ascetismo de Zurbarán y, por acudir a Cervantes, que subió desde Argel, «el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos».