7.5.05

De Extremadura salió un hidalgo

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo» es frase universalmente conocida, mucho más, desde luego, que esta otra que dice: «No ha muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles...». En ambas se advierte no sólo la repetición de una fórmula narrativa clásica (enumeración inicial de los elementos de la trama: espacio, tiempo y personaje), sino también el eco de una misma mano o una misma pluma (la indeterminación de «un lugar», la proximidad de los hechos: «no ha mucho tiempo / no ha muchos años» y la inexorable presencia de «un hidalgo»), pluma y mano que han terminado convirtiéndose en máxima representación de la literatura castellana y, por lo mismo, en una suerte de dogma nacional, pero no muchos lectores podrían prolongar en su memoria los puntos suspensivos de la segunda frase, la historia de ese hidalgo que salió de Extremadura, que gastó años y hacienda por tierras de España, de Italia y Flandes, que se embarcó más tarde para Indias, que se enriqueció en el Perú, que volvió a casa viejo y solo, y que se llamaba Filipo de Carrizales, el celoso extremeño. Los celos como tema literario (y todo tema literario obedece a un conflicto social o a un padecimiento humano) debieron de tener notable interés para Cervantes, especialmente el tema de «el setentón que se casa con quince», como prueba que, además de las dos versiones de «El celoso extremeño», escribiera un entremés titulado «El viejo celoso». Como, por otra parte, no era infrecuente en el siglo XVII reducir la función de los personajes a una nota de carácter y llevar hasta los extremos de la exageración la representación de ese carácter, Cervantes, que ya había llevado a la máxima exageración al hidalgo «de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», determinó recrear por el mismo procedimiento la figura del viejo celoso, al que describe en estos términos: «de su natural condición era el más celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse». Por eso tal vez lo hizo extremeño: por extremado. El resto de la trama responde también a dos principios clásicos, a saber: que el azar vence siempre a los propósitos y que el hombre, con sus desvaríos, termina provocando precisamente aquello que quiere evitar. Para Carrizales, el azar actuó de forma tan abrupta como desatinada apenas vio «a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años», de modo que, después, en justa consecuencia, todos los empeños del viejo (la casa clausurada, los horarios intempestivos, la desmesurada celosía) no son sino los peldaños que conducen al abismo, al desencanto y a la sepultura. Hay, sin embargo, algo que hace de «El celoso extremeño» una obra particularmente cervantina. Desde la elección del nombre Carrizales (de «carrizo»), que incluye la fragilidad de las plantas (y no es mera casualidad, sino firme determinación: el celoso del entremés se llama Cañizares), hasta la condición social del viejo hidalgo, indiano rico y sin heredero, algo sin duda frecuente a finales del siglo XVI (basta leer, para cerciorarse, las «Cartas privadas de emigrantes a Indias 1540-1616», de Enrique Otte, tan ajustadas a los límites de la biografía de Cervantes), todo indica que al autor le interesa un desarrollo propio de la historia. Así, frente a los procedimientos de sus contemporáneos y a la raigambre de los géneros, esto es, frente la dimensión sublime e impetuosa de un Otelo, que exige la solemnidad de la tragedia, o frente a la tópica ridiculización del viejo «reviejo», «amigo de niñas», que tiende necesariamente a la comedia, Cervantes prefiere la medida del hombre: no en otra cosa consiste lo cervantino que en una comprensión piadosa de la humana realidad. Puede que el viejo Carrizales sea ridículo para los personajes que lo rodean (la dueña, el negro eunuco, el músico tenorio), como es ridículo don Quijote para los engreídos duques, pero ni uno ni otro, ni Carrizales ni don Quijote, son ridículos para el lector, porque Cervantes muestra en ambos casos su condición humana y pone a salvo su entera y compleja dignidad. Ambos son, a la postre, representaciones de un carácter de género a los que Cervantes concede su propia dimensión mortal. «Un bel morir tutta la vita onora» es un afortunado verso de Petrarca que siempre se ha entendido como una forma de hacerse perdonar la vida con la muerte. No hay que caer en la tentación de atribuirlo a los hidalgos cervantinos. Es cierto que ambos, en apariencia, recuperan la razón en el último trance, pero ni uno ha estado rematadamente loco ni el otro (pese al manuscrito Porras de la Cámara) ha perdido el verdadero honor. No necesitan, pues, ninguna redención: les basta asumir su endeble naturaleza. Por eso Cervantes les concede una noble elegía medieval, un final más propio de Manrique que de Petrarca, una forma ejemplar de melancolía.