Treinta minutos
Cuando hablaba el martes Antonio Orejudo en el Club del Verdugo de la oposición entre la mente vertical y la mente horizontal y la imposibilidad de esta última, entrenada en la amplia superficie de las nuevas tecnologías de la comunicación, de dedicar más de media hora a ninguna tarea intelectual (lectura, por ejemplo, del Quijote), no pude por menos que evocar la aventura de Ignacio Calvo —o tal vez, mejor, «Ignatium Calvum
(curam misae et ollae)»—, quien, en sus tiempos de seminarista, en Toledo, «en
aquella edad de mozo, [en que] se me atragantaba toda cosa que exigiera mas de
treinta minutos de seriedad», según cuenta en el prólogo, y como penitencia por una travesura «muy célebre, que no es del caso referir», emprendió una traducción latina, «in latinem macarronicum», precisamente del Quijote (‘Historia domini Quijoti manchegui’, Matriti, Tip. Julii Cosano, mcmxxii, cortesía bibliográfica y bibliotecaria de Juan Luis Hernández Mirón), cuyo «Capitulum primerum», titulado «In isto capítulo tratatur de qua casta pajarorum erat dóminus Quijotus et de cosis in quibus matabat tempus», empieza así: «In uno lugare manchego, pro cujus nómine non volo calentare cascos, vivebat facit paucum tempus, quidam fidalgus de his qui habent lanzam in astillerum, adargam antiquam, rocinum flacum et perrum galgum, qui currebat sicut ánima quae llevatur a diábolo. Manducatoria sua consistebat in unam ollam cum pizca más ex vaca quam ex carnero, et in unum ágilis-mógilis qui llamabatur salpiconem, qui erat cena ordinaria, exceptis diebus de viernes quae cambiabatur in lentéjibus et diebus dominguis in quibus talis homo chupabatur unum palominum», etcétera. Conclusión: que no sólo en todas partes, sino también en todo tiempo, cuecen habas o que, de una u otra forma, la vida es eterna en treinta minutos.
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