Landero, Centrifugado
Solo quienes sean lo suficientemente veteranos además de extremeños, diría incluso que veteranos escritores extremeños, recordarán a estas alturas los debates que se mantuvieron hace años en torno a una cuestión que entonces, con la euforia de las autonomías, parecía fundamental, a saber: en qué consistía la literatura extremeña y a quiénes podía considerarse escritores extremeños: de hecho y de derecho. Hablábamos de literatura extremeña y de autores extremeños o vinculados a Extremadura con una pasión y una energía que no dejaba de ser el reconocimiento subterráneo de una evidencia y no sé si también de un complejo: que, aplicado al sustantivo «escritor», el adjetivo «extremeño» no era tanto una adscripción geográfica como una descalificación literaria, una rémora de los antiguos poetas dialectales y de los no tan viejos novelistas que se sumaron a las corrientes regionalistas, «abrazados», como dijo uno de ellos, «a la mismidad telúrica de Extremadura», una vinculación negativa a ciertas connotaciones del paisaje histórico de la región: bellotas, cerdos, encinas, alcornoques y conquistadores. Subyacía en el fondo una certeza: que la literatura que pudiera estarse escribiendo entonces en Extremadura tal vez no fuera estrictamente marginal, pero sí desde luego marginada. Acomodando las palabras a este encuentro, bien podría decirse que era una «literatura centrifugada» con la aspiración de alcanzar alguna homologación con la «literatura centrípeta».
Pues bien, en este contexto apareció en 1989 la primera novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía, y quizás no haga falta ser tan veterano para saber que fue un éxito inmediato, un éxito culto y un éxito popular, tan mayoritario y sorprendente como apenas ha habido otros dos o tres desde entonces y nunca tan de buenas a primeras. La novela fue premio de la Crítica y premio Nacional de Narrativa e inauguró la trayectoria de un novelista que ha seguido incrementando con regularidad una obra personal, inconfundible, comprensiva y bondadosa, en la que se observa el mundo con piedad y con melancolía, y que a los reveses de la vida opone el consuelo de sus pequeñas compensaciones. Allí surgió el primer héroe landeriano, el que se debatía entre las asperezas de la realidad y los entusiasmos del afán, Gregorio Olías. Y fue precisamente entonces (esa es al menos mi percepción) cuando el adjetivo «extremeño» cambió de sentido y regresó al origen y a la denotación. Hubo reseñas, entrevistas y apariciones estelares de Landero en diferentes medios y en todos se señalaba siempre su origen extremeño. El éxito del libro más la conexión del autor con Madrid, donde vivía, y con Alburquerque, donde nació, hicieron el resto y, libre de connotaciones, el sintagma «escritor extremeño» dejó de ser un estigma hereditario.
A propósito de esta suerte de absolución del adjetivo alguna vez me he permitido bromear recurriendo, por una parte, a ciertos dichos de la sabiduría popular, como que «un clavo saca otro clavo» o que «no hay mejor cuña que la de la misma madera», y, por otra, a los azares de la etimología, pues no deja de ser casualidad o paradoja o, mejor aún, justicia poética, que la palabra «landero» venga precisamente del latín glans, glandis, que significa ‘bellota’ como bien puede verse en un verso de Berceo: «todos corrién a elli como puercos a landes» (726b), como se advierte en el portugués «landeira» (alcornocal) o como documenta ampliamente Corominas.
A Gregorio Olías le siguieron, con cierta regularidad, «los heterónimos del héroe», la nómina de personajes literarios que uno (hablo por mí) ha ido guardando luego en la memoria y hacia los que siente una innegable simpatía y piedad, la misma piedad que el autor: Belmiro Ventura y Esteban Tejedor en Caballeros de fortuna, Matías Moro en El mágico aprendiz, Emilio y Raimundo en El guitarrista, Dámaso Méndez en Hoy, Júpiter, el hombre inmaduro que en las últimas traza su retrato, Lino en Absolución, incluso el Manuel Pérez Aguado de Entre líneas o el narrador de El balcón en invierno, y así hasta llegar al Hugo Bayo de La vida negociable, el último heterónimo hasta el momento, el muchacho que se entrega a una infancia y una adolescencia de pícaro madrileño y al que la vida condena luego a los primores de la peluquería, todos ellos, a la postre, yendo sucesivamente de la euforia al abatimiento y volviendo del abatimiento a la euforia en el caprichoso círculo de la existencia y todos ellos empeñados en una interpretación errónea de la realidad que les lleva a esos altibajos de los que solo los salva la voz, el tono y la mirada del autor. No es ningún disparate decir que hay un «Mundo Landero», autónomo y reconocible, vigorosamente asentado en la literatura de los últimos treinta años, y que si el Premio Centrifugados no fuera tan reciente hubiera ido a parar sin duda a cada una de sus novelas anteriores. Ha querido José María Cumbreño que Centrifugados se cierre con un premio literario y ha querido el jurado que este año corresponda con todos los honores a La vida negociable. No hay más que decir. Enhorabuena a ambos: a Centrifugados y a Luis Landero.
Plasencia, 25 de febrero de 2018
Pues bien, en este contexto apareció en 1989 la primera novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía, y quizás no haga falta ser tan veterano para saber que fue un éxito inmediato, un éxito culto y un éxito popular, tan mayoritario y sorprendente como apenas ha habido otros dos o tres desde entonces y nunca tan de buenas a primeras. La novela fue premio de la Crítica y premio Nacional de Narrativa e inauguró la trayectoria de un novelista que ha seguido incrementando con regularidad una obra personal, inconfundible, comprensiva y bondadosa, en la que se observa el mundo con piedad y con melancolía, y que a los reveses de la vida opone el consuelo de sus pequeñas compensaciones. Allí surgió el primer héroe landeriano, el que se debatía entre las asperezas de la realidad y los entusiasmos del afán, Gregorio Olías. Y fue precisamente entonces (esa es al menos mi percepción) cuando el adjetivo «extremeño» cambió de sentido y regresó al origen y a la denotación. Hubo reseñas, entrevistas y apariciones estelares de Landero en diferentes medios y en todos se señalaba siempre su origen extremeño. El éxito del libro más la conexión del autor con Madrid, donde vivía, y con Alburquerque, donde nació, hicieron el resto y, libre de connotaciones, el sintagma «escritor extremeño» dejó de ser un estigma hereditario.
A propósito de esta suerte de absolución del adjetivo alguna vez me he permitido bromear recurriendo, por una parte, a ciertos dichos de la sabiduría popular, como que «un clavo saca otro clavo» o que «no hay mejor cuña que la de la misma madera», y, por otra, a los azares de la etimología, pues no deja de ser casualidad o paradoja o, mejor aún, justicia poética, que la palabra «landero» venga precisamente del latín glans, glandis, que significa ‘bellota’ como bien puede verse en un verso de Berceo: «todos corrién a elli como puercos a landes» (726b), como se advierte en el portugués «landeira» (alcornocal) o como documenta ampliamente Corominas.
A Gregorio Olías le siguieron, con cierta regularidad, «los heterónimos del héroe», la nómina de personajes literarios que uno (hablo por mí) ha ido guardando luego en la memoria y hacia los que siente una innegable simpatía y piedad, la misma piedad que el autor: Belmiro Ventura y Esteban Tejedor en Caballeros de fortuna, Matías Moro en El mágico aprendiz, Emilio y Raimundo en El guitarrista, Dámaso Méndez en Hoy, Júpiter, el hombre inmaduro que en las últimas traza su retrato, Lino en Absolución, incluso el Manuel Pérez Aguado de Entre líneas o el narrador de El balcón en invierno, y así hasta llegar al Hugo Bayo de La vida negociable, el último heterónimo hasta el momento, el muchacho que se entrega a una infancia y una adolescencia de pícaro madrileño y al que la vida condena luego a los primores de la peluquería, todos ellos, a la postre, yendo sucesivamente de la euforia al abatimiento y volviendo del abatimiento a la euforia en el caprichoso círculo de la existencia y todos ellos empeñados en una interpretación errónea de la realidad que les lleva a esos altibajos de los que solo los salva la voz, el tono y la mirada del autor. No es ningún disparate decir que hay un «Mundo Landero», autónomo y reconocible, vigorosamente asentado en la literatura de los últimos treinta años, y que si el Premio Centrifugados no fuera tan reciente hubiera ido a parar sin duda a cada una de sus novelas anteriores. Ha querido José María Cumbreño que Centrifugados se cierre con un premio literario y ha querido el jurado que este año corresponda con todos los honores a La vida negociable. No hay más que decir. Enhorabuena a ambos: a Centrifugados y a Luis Landero.
Plasencia, 25 de febrero de 2018
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