Juan Ramón Santos, 'El verano del endocrino'
I. INTRO. Al ver la solapa de esta nueva novela* de Juan Ramón Santos he recordado una conversación que tuve no hace muchos días en la que, no sé a cuento de qué, surgió su nombre. «Tengo entendido que ha escrito un par de libros», dijo mi interlocutor. Y ese «tengo entendido» no solo era indicio evidente de que no los había leído sino de que tampoco tenía intención alguna de leerlos, del mismo modo que la referencia al «par de libros» acreditaba que estaba muy poco al tanto de la bibliografía de JRS (en adelante, Juanra), cosas ambas que no hace falta subrayar para saber que somos pocos, muy pocos, los que nos movemos en estos estrechos márgenes de la escritura y la lectura, de la literatura en general. Algo, por otra parte, que tampoco hay por qué lamentar: cada uno es responsable de sus acciones y sus gustos, de su formación y de su ignorancia, de sus fatigas y de sus diversiones. Quise, no obstante, ilustrar a mi interlocutor sobre la bibliografía de JRS y a punto estuve de hacer pormenorizado recuento de toda su obra publicada y de mencionar uno por uno los títulos de sus libros, de los cinco libros de relatos, de los dos libros de poesía y, añadiendo la que hoy celebramos, de sus tres novelas: diez, en total. Pero al final, intuyendo que tales informaciones no iban a hacer mayor mella en mi interlocutor, porque la literatura no mueve montañas, sobre todo las montañas que no quieren ser movidas, me contuve y preferí dejarlo en su «tengo entendido» y en su «par de libros». Tampoco ahora hace falta que haga balance alguno de la obra de JRS. Estoy convencido de que todos los presentes conocen suficientemente su ya larga y asentada trayectoria (su primer libro, Cortometrajes, apareció en 2004, hace ya catorce años) y de que JRS, como suele decirse en muchos casos, no necesita presentación. Si, pese a todo, queda todavía algún despistado, o algún rezagado que se haya incorporado tarde a estas aficiones, hay un remedio instantáneo: hacerse inmediatamente con un ejemplar de El verano del endocrino, que es de lo que vamos a hablar, y aprenderse la solapa.
II. PRE. Creo que la gente que no escribe o tal vez solo la gente que no lee o que lee poco tiene algunas ideas erróneas sobre cómo escriben quienes escriben y cómo desarrollan sus historias. No es infrecuente que, en el curso de alguna conversación, alguien que desgrana sin misericordia el rosario de sus penas, te diga que si te contara todos los lances de su vida tendrías para escribir varias novelas y tampoco es infrecuente que, ante cualquier urgencia (digamos) textual, alguien también de diga que eso para ti es pan comido, que te pones y en media hora has escrito cuatro o cinco folios. Sobra decir que ambas cosas son disparatadas. Por lo que a El verano del endocrino se refiere puedo decir que su escritura ha sido laboriosa, dilatada en el tiempo y, como debe ser, cambiante y progresiva. Hasta donde yo sé, puede decirse que es una de esas novelas en las que lo primero que acudió a la mente del autor fue el título, esto es, que hace ya algunos años, producto de una casualidad, el sintagma «el verano del endocrino» se dibujó en la mente de JRS como un posible título de novela (esto lo sé porque el propio JRS lo contó en una de las sesiones de autor de la UP hará ya seis o siete años). Hay escritores que nunca empiezan a escribir una novela si no tienen previamente el título; hay otros a los que solo se les ocurre el título mientras escriben o incluso que lo buscan afanosamente cuando la novela ya está escrita; y hay otros, en fin, que van alternando el mecanismo. En este caso, JRS partió del título y, por lo que yo sé (y en esto tengo información privilegiada), ideó varios sistemas de organización. Hubo, por ejemplo, una primera versión que reproducía el viejo problema matemático del inventor del ajedrez, cuando burló no sé si la ignorancia o la altivez del emperador pidiendo solo un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera y así sucesivamente, duplicando en cada casilla el número de granos de trigo de la anterior. No exactamente así, pero de algún modo equivalente organizó JRS la novela en una sucesión de capítulos cuyo número de palabras aumentaba según algún tipo de progresión aritmética que ahora mismo no recuerdo. Esto, naturalmente, son procedimientos de autor o técnicas de la composición que, en este caso, por otra parte, pese a ser pertinentes, dadas las peculiaridades y las aficiones del protagonista, fueron desestimados. Lo cuento por que se vea por qué rumbos pueden irse abriendo paso las formas de la escritura. En cuanto al modo como a partir de ese sintagma casual, «el verano del endocrino», se fue abriendo paso necesariamente la sustancia narrativa, el «qué» de la historia, tengo que admitir que lo desconozco. Supongo que nos lo contará JRS enseguida. Dicho esto, pasemos a la novela.
III. REC. Mi interlocutor de hace unos días no lo sabe, pero los lectores habituales de JRS están al tanto de que en sus narraciones hay un territorio de ficción, que ha creado lo que me gusta llamar una geografía de autor en la que se desarrolla la acción de Biblia apócrifa de Aracia y de El tesoro de la isla y que vuelve a servir como escenario en El verano del endocrino. Conocemos, pues, los nombres de los lugares: Labriegos, Pomares o Aldeacárdena. Conocemos la historia del pantano del Cárdeno. E incluso reconocemos a los personajes que proceden de las novelas anteriores y que tienen aquí mayor o menor presencia. Por ejemplo, un personaje significativo pero relativamente secundario de El tesoro de la isla, Constante, el maestro de Labriegos (que junto con su sobrina Beatriz encauzó las lecturas y no solo las lecturas del protagonista de El tesoro de la isla, el adolescente Santi Alcón, durante el verano que pasó en Labriegos), es ahora el narrador de El verano del endocrino (como puede apreciarse, los veranos de Labriegos proporcionan abundante materia narrativa). El zapatero Trancón, que ya hacía profecías en versos endecasílabos y heptasílabos en Biblia apócrifa de Aracia, sigue siendo aquí profeta y remendón, haciendo botas prodigiosas e indicando la ruta que debe seguir el Endocrino y las prendas que le acompañarán en su empresa con un hermetismo aprendido en los textos de Parménides. Cierto Mateo que protagonizaba en Biblia apócrifa de Aracia el capítulo titulado «La pasión según Mateo» da pie aquí a uno de los primeros «casos» que con su agudeza y perspicacia resuelve el Endocrino. Todo esto, naturalmente, no es secundario, pero tampoco es requisito previo para la lectura. Esto es, que mi interlocutor del «tengo entendido» podría leer esta novela al margen de estos detalles sin perderse por ello en los entresijos de la historia. De hecho, si traigo aquí todo esto es un poco por presunción y otro poco por erudición: para que quede constancia de que JRS recupera personajes y escenarios de sus novelas anteriores y de que al hacerlo ensancha por una parte y da cohesión por otra a lo que, a estas alturas, ya podemos ir llamando «mundo narrativo juanramoniano».
IV. QUÉ. El caso es que a Labriegos llega un forastero sin nombre y sin pasado y más adelante podemos saber que también sin mucho futuro y que por unos u otros azares empieza a ser conocido como el endocrino y que con el nombre de Endocrino, que él mismo acepta de buen grado, se queda para el resto de la historia, una historia que enseguida arranca en sucesión rápida de episodios. Seguro que todos hemos visto algunas películas, policiacas, por ejemplo, en las que el detective soluciona de manera rápida un par de casos menores y sencillos antes de enfrentarse al caso que da pie a la trama central, la difícil, en la que debe mostrar su verdadera capacidad de investigación. Pues bien, algo así ocurre con el Endocrino: que, tras la llegada y la adquisición del nombre y la primera adecuación a la vida de Labriegos, enseguida empieza a solucionar con perspicacia deductiva algunos casos menores y digo «casos» con toda intención, porque, a la manera de las novelas policiacas clásicas, así podrían denominarse algunos de los primeros capítulos —«El caso de las gallinas asesinadas», «El caso del joven desaparecido», «El misterioso caso de la Virgen de las Jaras», etcétera—, casos todos ellos que, sin embargo, en la medida en que responden a habilidades ya adquiridas, no sacian la sed de conocimientos que padece el Endocrino. De ahí que se embarque enseguida en sucesivos episodios de aprendizaje, de adquisición de nuevos conocimientos, y en diferentes ensayos para su aplicación. Como no debo anticipar nada, me limitaré a citar de la contracubierta: «ambiciosos proyectos en los campos de la botánica, la sociología, la psicología o la historia», dice, donde, en esta preparación para el conocimiento superior, solo falta alguna alusión al «sistema filipino del nacimiento ovíparo». Porque hasta este momento el Endocrino no ha llegado todavía al destino central de la trama que los dioses estivales le han asignado y que en realidad podríamos decir que corresponde ya a la cosmología, a las leyes que rigen los movimientos del cosmos y a los desvaríos de esas mismas leyes en un verano determinado, «el verano del endocrino». Y sobre esto no voy a decir más.
V. MÁS. En más de una ocasión he defendido que, como lector, en las tramas narrativas me interesa más la acción que el tema, más la trama que el propósito intelectual o moral que pueda haber al final del trayecto, más la historia que se cuenta que la conclusión inmaterial o el sentido a que conduce, no porque crea que solo lo primero es lo importante y lo segundo innecesario, sino porque estoy seguro de que sin la conveniente articulación de lo primero —la acción, la trama, la historia— nunca llegaremos con bien a lo segundo —el tema, el propósito, el sentido—, que es a donde realmente hay que llegar, al centro, al fundamento, al trasfondo que hace que la literatura sea un bien necesario y perdurable. En caso contrario, si no hay sitio a donde llegar estaremos ante un texto vacío, una novela de entretenimiento, un pasatiempo que no creo que pueda acoger en modo alguno como atributo el adjetivo «literario». Y en El verano del endocrino hay a donde llegar. La trama adopta la estructura episódica de la novela picaresca o, mejor aún, la estructura aventurera de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, porque nada tiene de pícaro el Endocrino y mucho tiene, en cambio, de Quijote, un quijote del conocimiento primero y, si no de los «agravios» de los caminos, sí de los «tuertos» que las leyes del cosmos provocan en el universo mundo después, «tuertos» que el Endocrino se siente llamado a «enderezar». Y, así, como le ocurre a don Quijote en sus salidas, así el endocrino va encontrando en su aventura a los diferentes y pintorescos personajes que le llevan desde el aprendizaje botánico inicial hasta las cumbres en que la conjunción de los planetas se atraganta. Solo en la medida en que aparecen vagabundos, peregrinos, vigilantes, boy scouts, cabreros, «tecamolos», hortelanos o faunos, puede decirse que avanza la peripecia del Endocrino, la peregrinación con la que el mundo volverá a ponerse en marcha, libre de las perversiones cósmicas que lo han degradado. Incluso cabe decir que el Endocrino, protagonista indiscutible del relato, es también el imán que atrae a los pintorescos individuos con que se va encontrando en los diferentes episodios y el hilo conductor de los lances que estos personajes aportan a la historia. Se trata, pues, de un trama episódica creciente, que avanza de menos a más, de encuentros menores a grandes empeños (por eso era pertinente aquella organización inicial de capítulos con número de palabras creciente, en progresión aritmética, adecuado a la importancia y la extensión del contenido). Pero, naturalmente, la trama, por más aventurera y sorprendente que pueda ser, no se queda en mera trama. Quizás al Endocrino no le corresponda exactamente la categoría de «loco», aunque algo tiene de la «locura» ambigua de don Quijote, pero le corresponden, sin duda, la excentricidad, la originalidad y la extravagancia que hacen de él un personaje quijotesco, como excéntricos, extravagantes y quién sabe hasta qué punto reales son los sucesos que cuenta o anota en sus cuadernos. Sin embargo, por muy singulares que puedan ser los lances que le acaecen al personaje, por muy recurrente que sea el sentido del humor que recorre la novela y por muy entretenida que sea, El verano del endocrino no es una novela de entretenimiento. Su intención va más allá y su sentido es más profundo. Y cuenta, en mi opinión, con un aliciente fundamental: que la aventura no está sometida ni subordinada a la alegoría ni la visión del mundo que de la aventura se desprende condiciona la historia. Cabe decir, por tanto, que JRS ha escrito una novela en la que predomina el necesario equilibrio literario entre la acción, la trama o la historia, por una parte, y el tema, el propósito o el sentido, por otra. Y la ha escrito, además, con su estilo característico: una prosa compleja y flexible, largos periodos que fluyen sin tropiezos, ritmo envolvente y una invención léxica afortunada, lo que a menudo invita a la demora y a la relectura, no por dificultad, sino por deleite, para recrearse. Todo lo cual hace de El verano del endocrino una novela amena y muy, muy recomendable.
VI. FIN. Termino. Acaba de celebrarse el cuarto (y parece que último) encuentro Centrifugados. Aquí detrás, en unas enormes letras de cartón, podía leerse la palabra: CENTRIFUGADOS. No sé si JRS es aficionado a pasatiempos de anagramas (en su libro anterior, Perder el tiempo, hay un relato titulado «Crucigrama blanco» que podría apoyar esta conjetura), pero lo cierto es que en algún descanso entre sesiones fue el propio JRS quien advirtió que, a falta de una vocal y con la inversión de otra, CENTRIFUGADOS podía transformarse en ENDOCRINO. Después, el domingo, en esta misma tarima, se entregó hace cuatro días el II premio Centrifugados. Tengo entendido (yo también me apunto a veces al «tengo entendido») que, pese a la desaparición de Centrifugados, al menos tal y como lo conocemos hasta ahora, el premio seguirá concediéndose cada año. Si esto es efectivamente así, espero y deseo que esta conversión de CENTRIFUGADOS en ENDOCRINO sea un verdadero presagio, una suerte de oráculo equivalente a las profecías en heptasílabos y endecasílabos del zapatero Trancón, y que sea JRS quien dentro de un año, en el escenario que corresponda, recoja el III Premio Centrifugados. Así iríamos cerrando el círculo y sentiríamos que la tierra se pone de nuevo en movimiento.
* Juan Ramón Santos, El verano del endocrino, Baile del Sol, 2018
Plasencia, 1 de marzo de 2018
II. PRE. Creo que la gente que no escribe o tal vez solo la gente que no lee o que lee poco tiene algunas ideas erróneas sobre cómo escriben quienes escriben y cómo desarrollan sus historias. No es infrecuente que, en el curso de alguna conversación, alguien que desgrana sin misericordia el rosario de sus penas, te diga que si te contara todos los lances de su vida tendrías para escribir varias novelas y tampoco es infrecuente que, ante cualquier urgencia (digamos) textual, alguien también de diga que eso para ti es pan comido, que te pones y en media hora has escrito cuatro o cinco folios. Sobra decir que ambas cosas son disparatadas. Por lo que a El verano del endocrino se refiere puedo decir que su escritura ha sido laboriosa, dilatada en el tiempo y, como debe ser, cambiante y progresiva. Hasta donde yo sé, puede decirse que es una de esas novelas en las que lo primero que acudió a la mente del autor fue el título, esto es, que hace ya algunos años, producto de una casualidad, el sintagma «el verano del endocrino» se dibujó en la mente de JRS como un posible título de novela (esto lo sé porque el propio JRS lo contó en una de las sesiones de autor de la UP hará ya seis o siete años). Hay escritores que nunca empiezan a escribir una novela si no tienen previamente el título; hay otros a los que solo se les ocurre el título mientras escriben o incluso que lo buscan afanosamente cuando la novela ya está escrita; y hay otros, en fin, que van alternando el mecanismo. En este caso, JRS partió del título y, por lo que yo sé (y en esto tengo información privilegiada), ideó varios sistemas de organización. Hubo, por ejemplo, una primera versión que reproducía el viejo problema matemático del inventor del ajedrez, cuando burló no sé si la ignorancia o la altivez del emperador pidiendo solo un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera y así sucesivamente, duplicando en cada casilla el número de granos de trigo de la anterior. No exactamente así, pero de algún modo equivalente organizó JRS la novela en una sucesión de capítulos cuyo número de palabras aumentaba según algún tipo de progresión aritmética que ahora mismo no recuerdo. Esto, naturalmente, son procedimientos de autor o técnicas de la composición que, en este caso, por otra parte, pese a ser pertinentes, dadas las peculiaridades y las aficiones del protagonista, fueron desestimados. Lo cuento por que se vea por qué rumbos pueden irse abriendo paso las formas de la escritura. En cuanto al modo como a partir de ese sintagma casual, «el verano del endocrino», se fue abriendo paso necesariamente la sustancia narrativa, el «qué» de la historia, tengo que admitir que lo desconozco. Supongo que nos lo contará JRS enseguida. Dicho esto, pasemos a la novela.
III. REC. Mi interlocutor de hace unos días no lo sabe, pero los lectores habituales de JRS están al tanto de que en sus narraciones hay un territorio de ficción, que ha creado lo que me gusta llamar una geografía de autor en la que se desarrolla la acción de Biblia apócrifa de Aracia y de El tesoro de la isla y que vuelve a servir como escenario en El verano del endocrino. Conocemos, pues, los nombres de los lugares: Labriegos, Pomares o Aldeacárdena. Conocemos la historia del pantano del Cárdeno. E incluso reconocemos a los personajes que proceden de las novelas anteriores y que tienen aquí mayor o menor presencia. Por ejemplo, un personaje significativo pero relativamente secundario de El tesoro de la isla, Constante, el maestro de Labriegos (que junto con su sobrina Beatriz encauzó las lecturas y no solo las lecturas del protagonista de El tesoro de la isla, el adolescente Santi Alcón, durante el verano que pasó en Labriegos), es ahora el narrador de El verano del endocrino (como puede apreciarse, los veranos de Labriegos proporcionan abundante materia narrativa). El zapatero Trancón, que ya hacía profecías en versos endecasílabos y heptasílabos en Biblia apócrifa de Aracia, sigue siendo aquí profeta y remendón, haciendo botas prodigiosas e indicando la ruta que debe seguir el Endocrino y las prendas que le acompañarán en su empresa con un hermetismo aprendido en los textos de Parménides. Cierto Mateo que protagonizaba en Biblia apócrifa de Aracia el capítulo titulado «La pasión según Mateo» da pie aquí a uno de los primeros «casos» que con su agudeza y perspicacia resuelve el Endocrino. Todo esto, naturalmente, no es secundario, pero tampoco es requisito previo para la lectura. Esto es, que mi interlocutor del «tengo entendido» podría leer esta novela al margen de estos detalles sin perderse por ello en los entresijos de la historia. De hecho, si traigo aquí todo esto es un poco por presunción y otro poco por erudición: para que quede constancia de que JRS recupera personajes y escenarios de sus novelas anteriores y de que al hacerlo ensancha por una parte y da cohesión por otra a lo que, a estas alturas, ya podemos ir llamando «mundo narrativo juanramoniano».
IV. QUÉ. El caso es que a Labriegos llega un forastero sin nombre y sin pasado y más adelante podemos saber que también sin mucho futuro y que por unos u otros azares empieza a ser conocido como el endocrino y que con el nombre de Endocrino, que él mismo acepta de buen grado, se queda para el resto de la historia, una historia que enseguida arranca en sucesión rápida de episodios. Seguro que todos hemos visto algunas películas, policiacas, por ejemplo, en las que el detective soluciona de manera rápida un par de casos menores y sencillos antes de enfrentarse al caso que da pie a la trama central, la difícil, en la que debe mostrar su verdadera capacidad de investigación. Pues bien, algo así ocurre con el Endocrino: que, tras la llegada y la adquisición del nombre y la primera adecuación a la vida de Labriegos, enseguida empieza a solucionar con perspicacia deductiva algunos casos menores y digo «casos» con toda intención, porque, a la manera de las novelas policiacas clásicas, así podrían denominarse algunos de los primeros capítulos —«El caso de las gallinas asesinadas», «El caso del joven desaparecido», «El misterioso caso de la Virgen de las Jaras», etcétera—, casos todos ellos que, sin embargo, en la medida en que responden a habilidades ya adquiridas, no sacian la sed de conocimientos que padece el Endocrino. De ahí que se embarque enseguida en sucesivos episodios de aprendizaje, de adquisición de nuevos conocimientos, y en diferentes ensayos para su aplicación. Como no debo anticipar nada, me limitaré a citar de la contracubierta: «ambiciosos proyectos en los campos de la botánica, la sociología, la psicología o la historia», dice, donde, en esta preparación para el conocimiento superior, solo falta alguna alusión al «sistema filipino del nacimiento ovíparo». Porque hasta este momento el Endocrino no ha llegado todavía al destino central de la trama que los dioses estivales le han asignado y que en realidad podríamos decir que corresponde ya a la cosmología, a las leyes que rigen los movimientos del cosmos y a los desvaríos de esas mismas leyes en un verano determinado, «el verano del endocrino». Y sobre esto no voy a decir más.
V. MÁS. En más de una ocasión he defendido que, como lector, en las tramas narrativas me interesa más la acción que el tema, más la trama que el propósito intelectual o moral que pueda haber al final del trayecto, más la historia que se cuenta que la conclusión inmaterial o el sentido a que conduce, no porque crea que solo lo primero es lo importante y lo segundo innecesario, sino porque estoy seguro de que sin la conveniente articulación de lo primero —la acción, la trama, la historia— nunca llegaremos con bien a lo segundo —el tema, el propósito, el sentido—, que es a donde realmente hay que llegar, al centro, al fundamento, al trasfondo que hace que la literatura sea un bien necesario y perdurable. En caso contrario, si no hay sitio a donde llegar estaremos ante un texto vacío, una novela de entretenimiento, un pasatiempo que no creo que pueda acoger en modo alguno como atributo el adjetivo «literario». Y en El verano del endocrino hay a donde llegar. La trama adopta la estructura episódica de la novela picaresca o, mejor aún, la estructura aventurera de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, porque nada tiene de pícaro el Endocrino y mucho tiene, en cambio, de Quijote, un quijote del conocimiento primero y, si no de los «agravios» de los caminos, sí de los «tuertos» que las leyes del cosmos provocan en el universo mundo después, «tuertos» que el Endocrino se siente llamado a «enderezar». Y, así, como le ocurre a don Quijote en sus salidas, así el endocrino va encontrando en su aventura a los diferentes y pintorescos personajes que le llevan desde el aprendizaje botánico inicial hasta las cumbres en que la conjunción de los planetas se atraganta. Solo en la medida en que aparecen vagabundos, peregrinos, vigilantes, boy scouts, cabreros, «tecamolos», hortelanos o faunos, puede decirse que avanza la peripecia del Endocrino, la peregrinación con la que el mundo volverá a ponerse en marcha, libre de las perversiones cósmicas que lo han degradado. Incluso cabe decir que el Endocrino, protagonista indiscutible del relato, es también el imán que atrae a los pintorescos individuos con que se va encontrando en los diferentes episodios y el hilo conductor de los lances que estos personajes aportan a la historia. Se trata, pues, de un trama episódica creciente, que avanza de menos a más, de encuentros menores a grandes empeños (por eso era pertinente aquella organización inicial de capítulos con número de palabras creciente, en progresión aritmética, adecuado a la importancia y la extensión del contenido). Pero, naturalmente, la trama, por más aventurera y sorprendente que pueda ser, no se queda en mera trama. Quizás al Endocrino no le corresponda exactamente la categoría de «loco», aunque algo tiene de la «locura» ambigua de don Quijote, pero le corresponden, sin duda, la excentricidad, la originalidad y la extravagancia que hacen de él un personaje quijotesco, como excéntricos, extravagantes y quién sabe hasta qué punto reales son los sucesos que cuenta o anota en sus cuadernos. Sin embargo, por muy singulares que puedan ser los lances que le acaecen al personaje, por muy recurrente que sea el sentido del humor que recorre la novela y por muy entretenida que sea, El verano del endocrino no es una novela de entretenimiento. Su intención va más allá y su sentido es más profundo. Y cuenta, en mi opinión, con un aliciente fundamental: que la aventura no está sometida ni subordinada a la alegoría ni la visión del mundo que de la aventura se desprende condiciona la historia. Cabe decir, por tanto, que JRS ha escrito una novela en la que predomina el necesario equilibrio literario entre la acción, la trama o la historia, por una parte, y el tema, el propósito o el sentido, por otra. Y la ha escrito, además, con su estilo característico: una prosa compleja y flexible, largos periodos que fluyen sin tropiezos, ritmo envolvente y una invención léxica afortunada, lo que a menudo invita a la demora y a la relectura, no por dificultad, sino por deleite, para recrearse. Todo lo cual hace de El verano del endocrino una novela amena y muy, muy recomendable.
VI. FIN. Termino. Acaba de celebrarse el cuarto (y parece que último) encuentro Centrifugados. Aquí detrás, en unas enormes letras de cartón, podía leerse la palabra: CENTRIFUGADOS. No sé si JRS es aficionado a pasatiempos de anagramas (en su libro anterior, Perder el tiempo, hay un relato titulado «Crucigrama blanco» que podría apoyar esta conjetura), pero lo cierto es que en algún descanso entre sesiones fue el propio JRS quien advirtió que, a falta de una vocal y con la inversión de otra, CENTRIFUGADOS podía transformarse en ENDOCRINO. Después, el domingo, en esta misma tarima, se entregó hace cuatro días el II premio Centrifugados. Tengo entendido (yo también me apunto a veces al «tengo entendido») que, pese a la desaparición de Centrifugados, al menos tal y como lo conocemos hasta ahora, el premio seguirá concediéndose cada año. Si esto es efectivamente así, espero y deseo que esta conversión de CENTRIFUGADOS en ENDOCRINO sea un verdadero presagio, una suerte de oráculo equivalente a las profecías en heptasílabos y endecasílabos del zapatero Trancón, y que sea JRS quien dentro de un año, en el escenario que corresponda, recoja el III Premio Centrifugados. Así iríamos cerrando el círculo y sentiríamos que la tierra se pone de nuevo en movimiento.
* Juan Ramón Santos, El verano del endocrino, Baile del Sol, 2018
Plasencia, 1 de marzo de 2018
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