Vía de la Plata
Según resolución del BOE (08-02-2006), «la Vía de la Plata constituye uno de los itinerarios históricos más antiguos y mejor documentados en la Península Ibérica, que en su origen, como calzada romana que unía las ciudades de Emerita Augusta (Mérida) y Asturica Augusta (Astorga), sirvió de vía de comunicación cruzando de sur a norte el oeste peninsular y salvando los cauces de los ríos Tajo y Duero. A lo largo de la Edad Media y la Edad Moderna, el trazado de la vía fue ampliándose y consolidándose, desde Andalucía hasta Asturias o hasta Santiago de Compostela, incrementando asimismo su importancia a partir de sus múltiples usos como ruta de movimientos de personas y mercancías, ruta de peregrinación jacobea, o ruta comercial en sentido norte-sur», aceptable definición legislativa que trata de combinar con prudencia institucional las diversas interpretaciones que en torno a la célebre calzada se manejan.
Porque, naturalmente, la Vía de la Plata no fue fruto de un arrebato histórico puntual ni caprichoso. Se construye sobre lo que se destruye: se reconstruye. Así, la red de caminos prerromanos se fue acomodando a las necesidades viales de la romanización y convirtiendo en el trazado propiamente conocido como Iter ab Emerita Asturicam; por razones estratégicas y económicas se amplió hacia el sur, hasta Itálica e Hispalis; después, con los fervores jacobeos, fue la ruta mozárabe por la que subían los peregrinos hasta la tumba del apóstol; sirvió más tarde a las trashumancias de la mesta; y llegó a identificarse finalmente en gran medida con la N-630, dos líneas verticales que recorren la península de norte a sur, que se juntan y se separan, que a veces discurren paralelas y a veces se distancian, que se entrecruzan o se solapan, según imposiciones del trayecto, de la orografía o de las poblaciones emergentes. Hay, pese a todo, cierta incertidumbre original, con ecos de leyenda, como demuestra, por ejemplo, la oscuridad etimológica de la denominación, dado que los especialistas no aciertan a discernir si el nombre proviene del latín o del árabe, si se trata, en suma, de una vía ancha (lata) o pública (platea), pavimentada (balath) o empedrada (balata), propuestas posibles todas ellas y que, en su imprecisa equidistancia, no hacen sino acentuar el origen difuso del camino y su utilidad estadística, porque la etimología popular no es tanto un enigma filológico como la certificación lingüística de una evidencia: que la necesidad de nombrar lo que se usa no admite imposición de autoridades.
Sea, en cualquier caso, como fuere, lo cierto es que la ruta se desdobla hoy en dos conceptos dispares y complementarios, el ocio o la necesidad, la excursión o el transporte, el recreo o la intendencia industrial, y que, según se imponga uno u otro, se hablará de la N-630 o de la Vía de la Plata, sinónimos adversos, cara y cruz de un mismo y diferente itinerario. Necesidad, transporte e intendencia justifican la densidad motorizada de la N-630 y subrayan su magnitud comercial. Ocio, excursión y recreo acentúan la dimensión cultural de la Vía de la Plata y engrandecen sus proporciones históricas. Así lo demuestran los modernos peregrinos, caminantes o ciclistas, que, militantes de una piedad laica y ecológica, movidos por una devoción inmanente, disfrutan minuciosamente, con lentitud antigua, de las alegrías y satisfacciones del trayecto y ponen en Santiago la ensoñación poética y remota y universal de Ítaca.
Peregrinos al margen, de dos maneras se puede recorrer la Vía de la Plata: verticalmente o en círculos concéntricos. Y ambas deben acogerse al principio del viaje transversal que da cabida a los paisajes cambiantes y las fisonomías urbanas, los caminos prerromanos, la arqueología, la toponimia, los puentes, las mansiones, los miliarios, los dólmenes y los restos mejor conservados de la calzada primitiva. El procedimiento circular fija el centro de actuación en un punto urbano, como Plasencia, o Cáceres, o Mérida, desde el que llevar a cabo excursiones radiales, batidas periféricas por la geografía de una cómoda y accesible circunferencia. El recorrido vertical, en cambio, que es el que en verdad reclama la naturaleza de la vía, se asemeja a una novela del siglo XIX, larga y sinuosa, lineal y llena de recovecos, de lectura inagotable, en la que al hilo de la historia central van surgiendo personajes narrativamente secundarios, de mínima presencia, y acaso funcionales, pero cuya relevancia singular y autonomía los hace perdurables en la imaginación del lector.
En un recorrido vertical estricto, de norte a sur (tanto da de norte a sur como de sur a norte, pero hoy, de hecho, el turismo es septentrional y la emigración, como las peregrinaciones, meridional), el tramo extremeño empieza en Baños de Montemayor y termina en Monesterio. En la calzada original se encuentran hitos de diverso tamaño y policromía según contengan información sobre las peculiaridades del camino, las características del trazado o aclaraciones contextuales, así como albergues y diversos centros de interpretación general o particular sobre la ruta o el entorno. Puestos en camino, o se sigue sin discusión la autoridad vertical de la N-630 o se avanza en zigzag y se abandona a conveniencia la senda rectilínea para certificar la existencia de los distintos ingredientes que configuran la fisonomía de la ruta. No se pueden dejar de lado las grandes poblaciones, naturalmente, las catedrales de Plasencia, la arquitectura señorial de Cáceres, la monumentalidad romana de Mérida, pero tampoco deben anularse los desvíos ni eliminar los aledaños, porque las pequeñas poblaciones también exhiben su propia grandeza, las termas de Baños, el barrio judío de Hervás, el puente de La Buitrera en Aldeanueva del Camino, Abadía, la solitaria solidez del arco de Cáparra, la muralla de Galisteo, la diminuta dimensión mística del Palancar, los restos de Alconétar, la plaza de Garrovillas, Los Barruecos, la basílica visigótica de Alcuéscar, el dolmen de Lácara, la lenta travesía de las dehesas, la quietud bucólica y centenaria de los encinares, la anchurosa Sierra de San Pedro, el Parque Natural de Cornalvo, el monasterio de Tentudía, la plaza Grande y la plaza Chica de Zafra...
Sólo deteniéndose en estos parajes y recreándose en su contemplación se puede captar y apreciar la verdad del recorrido, sentir la emoción histórica, porque el viaje no es erudición sino sentimiento, recuperación del tiempo en los lugares. El sobrecogimiento del arte tiene su equivalente viajero en la evocación histórica, que no es sino un modo de saberse incluido en la especie humana y en su peripecia. Los recorridos por los escenarios de la historia (o de la intrahistoria) tienen esa particularidad precisa: permanece el escenario tras la desaparición del acontecimiento. Que el escenario esté a tramos maltrecho sólo prueba que nuevos acontecimientos han sucedido a los antiguos, de modo que el viajero se encuentra frente a la manifestación dolorida del escenario y la abstracción de los hechos. Sucedieron. Hubo fundamentos militares, urgencias de gobernación, supersticiones, rutina pecuaria, pero quedan sólo los restos de la historia y el vigor de la naturaleza en los trechos en que la carretera y la vía se distancian. Puede decirse, pues, que la Vía de la Plata adquiere una doble dimensión: lo que fue y lo que es. Gracias a lo que fue es históricamente sugestiva, porque conserva la sombra del tiempo, las huellas del heroísmo y la leyenda, el testimonio de la vida y de la muerte, de la alegría y del dolor, de la fe y de la fatiga. Y gracias a lo que es tiene presente, añade comodidad a la complacencia, pone la distancia necesaria para convertirnos en testigos interpuestos de la representación, de la fantasía personal del tiempo y de la historia. Ese es el verdadero sentido del viaje. Que haya, además, productos ibéricos, tortas extremeñas o vinos del Guadiana es apenas un complemento proustiano, la asociación de un sabor autóctono al escenario permanente, pero el recorrido habrá sido un aprendizaje, conciencia de otros tiempos, apropiación de la belleza de un camino único e indeleble.
El viajero, 22-04-2006
Porque, naturalmente, la Vía de la Plata no fue fruto de un arrebato histórico puntual ni caprichoso. Se construye sobre lo que se destruye: se reconstruye. Así, la red de caminos prerromanos se fue acomodando a las necesidades viales de la romanización y convirtiendo en el trazado propiamente conocido como Iter ab Emerita Asturicam; por razones estratégicas y económicas se amplió hacia el sur, hasta Itálica e Hispalis; después, con los fervores jacobeos, fue la ruta mozárabe por la que subían los peregrinos hasta la tumba del apóstol; sirvió más tarde a las trashumancias de la mesta; y llegó a identificarse finalmente en gran medida con la N-630, dos líneas verticales que recorren la península de norte a sur, que se juntan y se separan, que a veces discurren paralelas y a veces se distancian, que se entrecruzan o se solapan, según imposiciones del trayecto, de la orografía o de las poblaciones emergentes. Hay, pese a todo, cierta incertidumbre original, con ecos de leyenda, como demuestra, por ejemplo, la oscuridad etimológica de la denominación, dado que los especialistas no aciertan a discernir si el nombre proviene del latín o del árabe, si se trata, en suma, de una vía ancha (lata) o pública (platea), pavimentada (balath) o empedrada (balata), propuestas posibles todas ellas y que, en su imprecisa equidistancia, no hacen sino acentuar el origen difuso del camino y su utilidad estadística, porque la etimología popular no es tanto un enigma filológico como la certificación lingüística de una evidencia: que la necesidad de nombrar lo que se usa no admite imposición de autoridades.
Sea, en cualquier caso, como fuere, lo cierto es que la ruta se desdobla hoy en dos conceptos dispares y complementarios, el ocio o la necesidad, la excursión o el transporte, el recreo o la intendencia industrial, y que, según se imponga uno u otro, se hablará de la N-630 o de la Vía de la Plata, sinónimos adversos, cara y cruz de un mismo y diferente itinerario. Necesidad, transporte e intendencia justifican la densidad motorizada de la N-630 y subrayan su magnitud comercial. Ocio, excursión y recreo acentúan la dimensión cultural de la Vía de la Plata y engrandecen sus proporciones históricas. Así lo demuestran los modernos peregrinos, caminantes o ciclistas, que, militantes de una piedad laica y ecológica, movidos por una devoción inmanente, disfrutan minuciosamente, con lentitud antigua, de las alegrías y satisfacciones del trayecto y ponen en Santiago la ensoñación poética y remota y universal de Ítaca.
Peregrinos al margen, de dos maneras se puede recorrer la Vía de la Plata: verticalmente o en círculos concéntricos. Y ambas deben acogerse al principio del viaje transversal que da cabida a los paisajes cambiantes y las fisonomías urbanas, los caminos prerromanos, la arqueología, la toponimia, los puentes, las mansiones, los miliarios, los dólmenes y los restos mejor conservados de la calzada primitiva. El procedimiento circular fija el centro de actuación en un punto urbano, como Plasencia, o Cáceres, o Mérida, desde el que llevar a cabo excursiones radiales, batidas periféricas por la geografía de una cómoda y accesible circunferencia. El recorrido vertical, en cambio, que es el que en verdad reclama la naturaleza de la vía, se asemeja a una novela del siglo XIX, larga y sinuosa, lineal y llena de recovecos, de lectura inagotable, en la que al hilo de la historia central van surgiendo personajes narrativamente secundarios, de mínima presencia, y acaso funcionales, pero cuya relevancia singular y autonomía los hace perdurables en la imaginación del lector.
En un recorrido vertical estricto, de norte a sur (tanto da de norte a sur como de sur a norte, pero hoy, de hecho, el turismo es septentrional y la emigración, como las peregrinaciones, meridional), el tramo extremeño empieza en Baños de Montemayor y termina en Monesterio. En la calzada original se encuentran hitos de diverso tamaño y policromía según contengan información sobre las peculiaridades del camino, las características del trazado o aclaraciones contextuales, así como albergues y diversos centros de interpretación general o particular sobre la ruta o el entorno. Puestos en camino, o se sigue sin discusión la autoridad vertical de la N-630 o se avanza en zigzag y se abandona a conveniencia la senda rectilínea para certificar la existencia de los distintos ingredientes que configuran la fisonomía de la ruta. No se pueden dejar de lado las grandes poblaciones, naturalmente, las catedrales de Plasencia, la arquitectura señorial de Cáceres, la monumentalidad romana de Mérida, pero tampoco deben anularse los desvíos ni eliminar los aledaños, porque las pequeñas poblaciones también exhiben su propia grandeza, las termas de Baños, el barrio judío de Hervás, el puente de La Buitrera en Aldeanueva del Camino, Abadía, la solitaria solidez del arco de Cáparra, la muralla de Galisteo, la diminuta dimensión mística del Palancar, los restos de Alconétar, la plaza de Garrovillas, Los Barruecos, la basílica visigótica de Alcuéscar, el dolmen de Lácara, la lenta travesía de las dehesas, la quietud bucólica y centenaria de los encinares, la anchurosa Sierra de San Pedro, el Parque Natural de Cornalvo, el monasterio de Tentudía, la plaza Grande y la plaza Chica de Zafra...
Sólo deteniéndose en estos parajes y recreándose en su contemplación se puede captar y apreciar la verdad del recorrido, sentir la emoción histórica, porque el viaje no es erudición sino sentimiento, recuperación del tiempo en los lugares. El sobrecogimiento del arte tiene su equivalente viajero en la evocación histórica, que no es sino un modo de saberse incluido en la especie humana y en su peripecia. Los recorridos por los escenarios de la historia (o de la intrahistoria) tienen esa particularidad precisa: permanece el escenario tras la desaparición del acontecimiento. Que el escenario esté a tramos maltrecho sólo prueba que nuevos acontecimientos han sucedido a los antiguos, de modo que el viajero se encuentra frente a la manifestación dolorida del escenario y la abstracción de los hechos. Sucedieron. Hubo fundamentos militares, urgencias de gobernación, supersticiones, rutina pecuaria, pero quedan sólo los restos de la historia y el vigor de la naturaleza en los trechos en que la carretera y la vía se distancian. Puede decirse, pues, que la Vía de la Plata adquiere una doble dimensión: lo que fue y lo que es. Gracias a lo que fue es históricamente sugestiva, porque conserva la sombra del tiempo, las huellas del heroísmo y la leyenda, el testimonio de la vida y de la muerte, de la alegría y del dolor, de la fe y de la fatiga. Y gracias a lo que es tiene presente, añade comodidad a la complacencia, pone la distancia necesaria para convertirnos en testigos interpuestos de la representación, de la fantasía personal del tiempo y de la historia. Ese es el verdadero sentido del viaje. Que haya, además, productos ibéricos, tortas extremeñas o vinos del Guadiana es apenas un complemento proustiano, la asociación de un sabor autóctono al escenario permanente, pero el recorrido habrá sido un aprendizaje, conciencia de otros tiempos, apropiación de la belleza de un camino único e indeleble.
El viajero, 22-04-2006
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