Annum
Apenas sonó la alarma en los sótanos de la base, Asdfg saltó de la litera, subió los peldaños de la escalera de tres en tres y llegó a la planta principal para comprobar que, en efecto, esta vez no se trataba de una broma ni, menos aún, de una falsa alarma. Era miércoles y eran las seis en punto de la mañana. Como durante los nueve días anteriores los timbres se habían disparado con regularidad mecánica, de precisión atómico-digital —a las 05:51 el lunes, a las 05:52 el martes, a las 05:53 el míercoles, a las 05:54 el jueves: una cuenta atrás dilatada y macabra—, no era difícil imaginar que algo grave ocurriría el miércoles siguiente en el momento exacto en que los relojes de la base marcaran las 06:00. Por eso estaba Asdfg no solo preparado sino incluso esperando con impaciencia la hora en que se cumpliría finalmente la amenaza o se resolvería, en cualquier caso, el enigma de las alarmas decrecientes. Sin embargo, una contrariedad de última hora —o, mejor, de último minuto—, que en principio no supo si atribuir a la casualidad o a la estrategia, le impidió estar a las 06:00 en la planta principal, ya fuera para prevenir el asalto o el atentado o lo que en último término fuere a producirse, ya para no perder detalle de los acontecimientos, elaborar un informe completo y actuar después en consonancia con los hechos. Pero precisamente a las 05:55 se disparó en el acelerador de partículas la dulce obertura del amanecer de Peer Gynt con que desde hacía siete meses lo llamaba Qwert por circuito cerrado para solicitar información o para transmitir las órdenes del centro de operaciones. Entonces, etcétera.
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