15.5.11

Demolición

Cuando la piqueta alcanza a una casa vieja de varias plantas, durante el tiempo en que el solar aguarda su designio inmobiliario, el transeúnte choca cada día con los rectángulos polícromos que sobreviven a las ruinas. En la pared del fondo y en los muros laterales se recortan, como paneles verticales, las caras ciegas de antiguas habitaciones, cuadros de una fisonomía indeleble: colores desvaídos, miniaturas de papel pintado, azulejos reservados. Sirven de marco líneas gruesas de tabique en carne viva, la entraña desgarrada e irregular del cemento y la cal, del ladrillo y la piedra. A menudo quedan huellas de la memoria: el lugar de un retrato o un espejo, la longitud de un armario, la latitud del cabecero o de la cómoda. Prevalece en general el deterioro, el abandono, la desidia interior y espesa de la huida. A veces, ante la inminencia del derrumbe, el último morador se ha recreado, contra la pulcritud, en venganzas materiales y agresiones negras. El conjunto recrea contrastes de segmentos y polígonos, réplica de esas parcelas labrantías que sobrevuelan los aviones en la meseta peninsular. Los muros de una casa derruida, con sus retazos de papel pintado y su policromía, semejan la representación vertical, con solo fondo, de un mapa doméstico y urbano, una apariencia de museo en que las figuras han abandonado el lienzo, pero esa geometría secante, zozobra en vilo de la intimidad anónima, enmarca en el vacío del aire los misterios cerrados de la soledad y de la noche, la fantasmagoría arqueológica de una historia secreta del hombre y la mujer, cuya consistencia se ha desmoronado, como se desmorona siempre, a la postre, toda realidad humana.