qwertyng
Tenía abierta la puerta de la habitación, de modo que podía oír con claridad lo que ocurría en las otras dependencias de la casa, el agua de los grifos, el timbre del teléfono, las conversaciones, ruidos todos que no interrumpían su concentración en los estudios geodésicos a los que se dedicaba con no poco entusiasmo, pero que sí atenuaban notablemente su intensidad. Por eso, cuando cesó el ruido, decidió asomarse al mirador, donde el padre (al que llamaba siempre Pére) se entretenía con el ordenador portátil.
—¿No ves la tele? —preguntó.
—No —respondió Pére—. Estoy haciendo una prueba.
Pero a ella no la engañaba nadie y mucho menos Pére. Porque había oído las voces inconfundibles de una antigua película en la que se mencionaba el nombre de Tom Sawyer y sólo Pére sabía hasta qué punto las novelas de Mark Twain formaban parte de su propia biografía intelectual. Habían pasado muchos años desde que, en las tarde de verano, frente al anchuroso mar de Las Antillas, ambos leían con delectación las inigualables páginas del novelista americano. Qué bello era, entonces, vivir. Ahora la situación había cambiado: Pére leía con nostalgia las primeras novelas de Faulkner (entre ellos, en broma, a menudo decían Fúlner, recalcando la u, Fúuulner, una broma de cine, bajo cuerda, que no es poco) y ella estudiaba geodesia y ecuaciones diferenciales.
—Me va a quedar una —dijo, porque estaba en realidad más preocupada por los exámenes que por las veleidades televisivas o faulknerianas de Pére.
—No creo —dijo Pére y no lo decía con el tono comprensivo de la consolación, sino con el acento rotundo de la certeza.
En efecto, Pére estaba tan convencido de sus capacidades y de su inteligencia que nunca podría comprender la baja autoestima con que ella salió de la habitación para preguntar si no veía la televisión. Tal vez por eso dejó un momento de teclear búsquedas en google y de picotear entresijos de bitácora. Levantó los ojos hacia el mirador: al fondo, bajo una llovizna difusa e invernal, se entreveía el paisaje confuso y desordenado de la sierra.
(Etcétera)
—¿No ves la tele? —preguntó.
—No —respondió Pére—. Estoy haciendo una prueba.
Pero a ella no la engañaba nadie y mucho menos Pére. Porque había oído las voces inconfundibles de una antigua película en la que se mencionaba el nombre de Tom Sawyer y sólo Pére sabía hasta qué punto las novelas de Mark Twain formaban parte de su propia biografía intelectual. Habían pasado muchos años desde que, en las tarde de verano, frente al anchuroso mar de Las Antillas, ambos leían con delectación las inigualables páginas del novelista americano. Qué bello era, entonces, vivir. Ahora la situación había cambiado: Pére leía con nostalgia las primeras novelas de Faulkner (entre ellos, en broma, a menudo decían Fúlner, recalcando la u, Fúuulner, una broma de cine, bajo cuerda, que no es poco) y ella estudiaba geodesia y ecuaciones diferenciales.
—Me va a quedar una —dijo, porque estaba en realidad más preocupada por los exámenes que por las veleidades televisivas o faulknerianas de Pére.
—No creo —dijo Pére y no lo decía con el tono comprensivo de la consolación, sino con el acento rotundo de la certeza.
En efecto, Pére estaba tan convencido de sus capacidades y de su inteligencia que nunca podría comprender la baja autoestima con que ella salió de la habitación para preguntar si no veía la televisión. Tal vez por eso dejó un momento de teclear búsquedas en google y de picotear entresijos de bitácora. Levantó los ojos hacia el mirador: al fondo, bajo una llovizna difusa e invernal, se entreveía el paisaje confuso y desordenado de la sierra.
(Etcétera)
<< Inicio