Aracia
I. A finales de diciembre, en el inventario de san silvestre, los suplementos literarios solicitan de sus colaboradores la lista de los diez mejores libros publicados a lo largo del año, en unos casos de manera general y en otros de manera genérica, con la intención de establecer una suerte de canon anual de la edición y la lectura. Estos decálogos, tanto generales como genéricos, resultan siempre pintorescos, confusos, profesionales, perezosos y top-tópicos. De ahí que, si yo tuviera que seleccionar las diez mejores novelas de 2010, me vería en fatigoso trance, por mala memoria y porque no se leen tantas novelas (y yo leo muchas) como para elegir diez. Sin embargo, sí sé qué dos novelas incluiría entre las 10 de 2010. Leí la primera en abril, se titula ‘Regreso a Vadinia’, la publicó la ERE y su autor es Manuel Vicente González. Leí la segunda en diciembre: es ‘Biblia apócrifa de Aracia’, de Juan Ramón Santos. Y henos aquí esta tarde, tan contentos, con ambos, uno y otro. Y como hoy tratamos de ‘Biblia apócrifa de Aracia’, que es novela de largo aliento, de las que no se escriben en un año, como prueban la abundancia y la minuciosidad de sus detalles (la literatura consiste en los detalles, decía Nabokov), aprovecho, antes de entrar en materia de escrituras, para recomendar la lectura de ‘Regreso a Vadinia’, la peripecia de un muchacho que no llegó a galáctico.
II. Cuando empezó Juan Ramón Santos a escribir ‘Biblia apócrifa de Aracia’ estaba yo convencido de que a un editor comercial no le agradaría demasiado el título, porque las conexiones entre título y ventas son un enigma insondable de los departamentos de mercado. Hoy, al cabo de los años, cuando han surgido biblias diversas, de barro, de neón o con código secreto, y cuando abundan biblias en todos los ramos sapienciales de la edición práctica, tal vez sería un editor minoritario y selectivo quien pondría reparos a la palabra «biblia» en el título de una excelente novela, reparos de conciencia estética, subrayo: para que no se interpretara como un intento de dar gato por liebre o, mutatis mutandis, literatura por best-seller. Pero, como Manuel Vicente González y Libros del Oeste no interfieren en estas cuestiones y son sumamente respetuosos con sus autores (pese a algunas interferencias tan desleales y espinosas como torcidas e ingratas), aquí tenemos las 540 páginas con el título que les fue adjudicado en su propia génesis, ‘Biblia apócrifa de Aracia’, y que en verdad en verdad les corresponde, porque, entre otras cosas, proporciona sin artificio el más sencillo índice de lectura. Todo título es, al fin y al cabo, una propuesta, una guía de lectura, a veces una trampa, un señuelo, una artimaña. En ‘Biblia apócrifa de Aracia’ no hay engaño alguno, sino una abierta declaración de intenciones. Está la palabra «biblia», que, aun con ironía y distancia, avisa sobre el procedimiento narrativo. Y está la palabra «Aracia», que advierte sobre el contenido, sobre la materia narrativa. La palabra «apócrifa», en fin, sitúa a «biblia» entre comillas o en cursiva y niega toda exégesis ortodoxa, pero no es sólo un recurso atenuante o un acto preventivo, sino, sobre todo, una insinuación poética y retórica. De «biblia» y «Aracia» hablamos, de la forma y la materia, del cuento y el escenario.
III. En tanto que biblia, esta ‘Biblia’ es una y diversa. Es una en su totalidad y es diversa en sus unidades, a saber: en el procedimiento narrativo, en la dimensión temporal, en los caminos de la trama, en la riqueza y variedad estilística, en la multiplicación de narradores y, en fin, en el cumplimiento de las profecías. Así, los episodios, numerosos, antiguos y nuevos, se suceden desde el génesis al apocalipsis, desde el pasado remoto y fundacional hasta el presente de la investigación, la reflexión y la nostalgia, desde la clarividencia inicial del narrador omnisciente (que en los siete días de su creación anticipa la estructura del relato) hasta el confuso rapto del narrador inconsciente final, pasando por otros narradores cruzados e intermedios, narradores cervantinos que corrigen o completan el relato de los narradores orales, narradores epistolares, diaristas, profetas, etcétera, acordes con las simetrías eclesiástico-consistoriales de la brava batalla de la campana y el reloj, la milagrosa elaboración del gazpacho, las quimeras sociales de don Sebastián o la pasión moral y familiar de Mateo, episodios en los que, como los narradores, también los personajes se entrecruzan a través de sutiles conexiones no necesariamente presenciales. Y entre tanta variedad, sobresale la riqueza estilística, la aplicación distante, jovial y desenvuelta de «estilos de época», antilegómenos de Moisés o pasos de Lope de Rueda, prosa de Cervantes o de Jovellanos, según convenga, jerga administrativa y diligencia policial, correo electrónico y demás prosodias: métricas, dramáticas, genealógicas, pragmáticas, proféticas, etc.
IV. Además, como en la ‘Vulgata’ de san Jerónimo, las profecías se cumplen, siempre se cumplen. Las advertencias de Jeremías o los Salmos («Este pueblo tiene un corazón traidor y rebelde: traicionaron llegando hasta el fin», «Los malvados serán por siempre exterminados, la estirpe de los impíos cercenada»), no sólo sirven como citas, llamadas de atención ante cada episodio, sino que resuenan con verdadero eco profano en la voz de la verdad del vino: «En ese alborear del fin del mundo / un bastardo de sangre originaria / perpetrará traiciones sin escrúpulos / amasando fortuna / a causa del dolor y la ignorancia / de las gentes humildes» (pág. 199-200). O vaticinan el fin del fin, como en «Genitum, non factum»: «No me he de reproducir. Mi estirpe muere conmigo» (profecía equivalente a la que descifra Aureliano Babilonia en los confines de la soledad: «El primero de la estirpe está amarrado a un castaño y al último se lo están comiendo las hormigas»).
V. Y asimismo, como el libro sagrado (donde los figurantes neotestamentarios conocen la historia y las profecías veterotestamentarias), o como ‘El Quijote’ (cuyos personajes de la segunda parte han leído la primera) o como ‘Cien años de soledad’ (en donde los pergaminos de Melquíades son a un tiempo profecía y relato), también ‘Biblia apócrifa de Aracia’ se contiene a sí misma y, más aún, en la maraña de sutiles conexiones internas, del mimo modo que el ‘Nuevo testamento’ propone una crítica del ‘Antiguo’ y que la segunda parte de ‘El Quijote’ cuestiona la primera, ‘Biblia apócrifa de Aracia’ contiene también su propia crítica. Baste decir con respecto a lo primero que, cuando el narrador omnisciente hace dejación de sus funciones todopoderosas para ser sólo «el de naranja», se entretiene leyendo precisamente el manuscrito encuadernado en alambre de la biblia de Aracia, lo que daría lugar a severas derivaciones metaliterarias o cabalísticas. En cuanto a lo segundo, a la crítica interna, clara muestra del eclecticismo de autor, no es infrecuente que personajes de un episodio conozcan y opinen sobre la escritura de otro. Dos ejemplos. Un personaje de la «Pasión de Mateo» asegura que «Rumores», conjunto de entrevistas de campo en torno a la guerra civil y la mondongada, es «un refrito del que no se sacaba nada en claro» (pág. 477). Y Sebastián Toscano, primer editor y compilador de «Cartas desde el destierro», considera que poseen una «innegable voluntad literaria, evidenciada en el hallazgo de múltiples borradores plagados de correcciones de estilo»; en cambio, el editor de la reedición de 1999 escribe: «Sebastián Toscano fabricaba deliberadamente un héroe romántico araciano, haciendo apología de Víctor José de Aracia como revolucionario liberal democrático cuando, según otras fuentes, […] el personaje habría sido más bien un completo cobarde, un embaucador, un charlatán decimonónico, un rey de la impostura» (pág. 362-363).
VI. Todo esto corrobora sin duda lo que decía al principio: que estamos ante una novela de largo aliento, cargada de intención y de detalles. Y es que Juan Ramón Santos practica la poética que atribuye a uno de sus personajes: «Transcribir es más fácil que escribir, menos problemático. Transcribir es no pensar. Escribir, pensar demasiado» (pág. 496). Así está escrito este libro y ese es el arte de su escritura: pensando demasiado. Siempre he creído que quien escribe con voluntad literaria (y no sólo literaria, pero esa es otra cuestión) debe saber responder de cada palabra que escribe, una por una, incluidos los artículos y las preposiciones. Y estoy seguro de que Juan Ramón Santos sabría hacerlo de las (calculo) en torno a 200.000 palabras de esta novela. Y hasta creo que puedo demostrarlo con procedimientos diferentes, pero voy a elegir sólo uno: las «erratas de estilo», erratas (informáticas) de estilo. He sabido que, al empezar a leer el ejemplar impreso de la novela (no la copia de «el de naranja»), una «lectora devota aunque no complaciente» (que espero que me disculpe la compañía dedicatoria) empezó a detectar con enojo erratas varias. Las hay, en efecto, y de heterogénea catalogación, pero algunas son prueba del modo como Juan Ramón Santos ha mareado la sintaxis, como ha barajado los sintagmas, como ha ensayado un orden y otro orden de palabras en la frase, experimentos todos que a veces tienen que ver con la precisión y a veces con el ritmo de la prosa (como los «múltiples borradores plagados de correcciones de estilo», que dice Sebastián Toscano). Después, en ocasiones, ha olvidado suprimir el sintagma desechado, así que ahora podemos leer, por ejemplo, «don Andrés, ‘contrariado’, imita torpemente, ‘contrariado’, un galopar cojo» (pág. 67) o «pagaron ‘por él’ los pescadores ‘por él’ como otras veces habían pagado otros» (pág. 302), lo que sin duda impulsa a leer en voz alta ambas versiones, probando «con él» y «contrariado» en una y otra posición en pos del ritmo y la eufonía. Es ejercicio recomendable: ¿pagaron por él los pescadores como otras veces habían pagado otros o pagaron los pescadores por él como otras veces habían pagado otros? Arduo dilema.
VII. Podría y debería decir mucho más de la palabra «biblia», porque la novela es inagotable, pero algo habrá que decir de «Aracia». Veamos. Juan Ramón Santos ha creado para sus historias lo que yo he llamado alguna vez «geografía de autor», la invención de un territorio a la manera de Faulkner, Rulfo, Onetti, García Márquez y Benet, aunque con una diferencia de partida, según creo. Aquí cabría decir que «en el principio fue el territorio», que «en el principio fue Aracia», esto es, que surgió el escenario, la comarca, los lugares, antes que los personajes y la acción, que Aracia era la materia y no el soporte geográfico, que toda la acción y todos los personajes iban a girar, a lo largo del tiempo, en torno al lugar, a Aracia, que, en definitiva, la fundación del territorio narrativo (geografía de autor) precede a los personajes que lo pueblan.
VIII. Para nosotros, como lectores, esto conlleva un peligro o, al menos, una tentación. Puesto que la acción se desarrolla en su mayor parte en la ciudad de Aracia y ha empezado a correr el rumor de que algún paralelismo existe entre Aracia y la ciudad natal del autor, caeremos con alegría en el vicio de ir buscando claves, parajes, escenarios o personajes conocidos. Se trata de una tentación seductora y placentera, entre otras cosas porque nos hace sentirnos lectores privilegiados, como si estuviéramos en posesión de una llave secreta que sólo en cuanto paisanos o vecinos nos corresponde. Yo mismo he caído en alguna de esas tentaciones. No he podido por menos que consultar en las páginas 79-82 del tomo XIII del diccionario de Pascual Madoz para seguir la pista del prurito patrio. Con la actividad cultural conocida como «Aula de literatura» (pág. 387) he evocado los martes literarios del antiguo club del Verdugo y los martes del moderno cenáculo de Santa Ana. Cierta «mujer pequeña», que «a primera vista es seca, cortante», pero que, si «le caes bien, tienes abierto de par en par el paraíso de los libros en Ochavia» (pág. 474-475), reclama la simpatía y el cariño que merece la sin par auxiliar de nuestras lecturas municipales. La presencia carlista y aguerrida de Carlos Libreros en el siglo XIX luce una camiseta con la estampa de Franz Kafka. Y las cartas que recibe el corresponsal Émile d’Antheron las imagino con la letra minuciosa, caligráfica y microscópica que se cultiva en las altas sierras de Gredos y Tormantos por donde anduvo Viriato. Como, además, Juan Ramón Santos ha escrito y publicado otros libros, a ningún lector asiduo le extrañará ver cómo él mismo corretea, autointertextual, por el texto, a veces de forma explícita, con técnica de cortometraje, como cuando escribe sobre el «misterio de la odiosa binidad: dos personas (aparentemente) distintas y un solo traidor verdadero» (pág. 498), en ocasiones de forma más recóndita y traviesa, como al proporcionar la dirección en Leganés de Julián Sánchez-Aracia Zamora, sita en la calle Sylvestre Menaud, 15, lo que indica que Sylvestre Menaud, personaje de «Filología de la tristeza», uno de sus primeros relatos, ha ascendido al santoral del «callejero de autor». Con todo, la alusión más sorprendente y enigmática está en la página 491 (leo, por si alguien tiene a bien alumbrar mi ignorancia). Dice así: «He acabado almorzando en el bar de la estación. El lugar era tan deprimente que, paradójicamente, me ha levantado el ánimo: un decrépito profesor de latín recordaba con un par de viejos las peripecias de un viajero desconocido que hace años, a medianoche, bajó a la estación en una parada, perdió por descuido el tren y, durante semanas, armado con una botella de cristal, pateó la ciudad en busca del interventor». Se advertirá que estos entretenimientos no tienen fin, pero, aun cayendo en esta tentación de lo cercano y conocido, hay que procurar conjugar la destreza filológica con la sustancia grave, que la hay y es manifiesta. «Esa llave no abre nada porque mi hermano no guardaba nunca nada bajo llave», dice un personaje, «todo está a la vista, él nunca tuvo nada que ocultar» (pág. 286). Así en ‘Biblia apócrifa de Aracia’. Todo está a la vista: el humor y el dolor, la parodia y las mezquinas y anodinas limitaciones de los hombres. Lo importante, sin duda es el relato, el placer de la trama, la diversión del texto, pero no hay que olvidar que bajo el humor y la riqueza de la acción y del estilo permanecen el desencanto y la desolación, la certeza de que el hombre no tiene solución, es egoísta e infeliz, etcétera, etcétera.
IX. Subrayo, por ejemplo, el concepto que tiene Mateo de su generación, que es, según creo, la generación del autor (un año se llevan), «una generación prescindible, innecesaria, que llegó a destiempo en la Historia de este país» (pág. 383), una generación que padece (me gustan estos hallazgos verbales) una «grave hipertrofia gaudeamusigitoria» (pág. 385). «Estudiamos con ganas, nos pusimos unas metas, acabamos nuestras carreras. Sin embargo, cuando ese futuro tan esperado llegó, parecía como si ya no hiciésemos falta: la transición estaba agotada […] riesgos que, por otra parte, parecían tan lejanos en el tiempo que resultaba obvio que su combate y salvación correspondería a una generación posterior a la nuestra» (pág. 384). Bien lo dijo José Ángel Valente: «Porque es nuestro el exilio. / No el reino».
X. Pero volvamos finalmente a Aracia, que, como he dicho, es la materia narrativa y el centro al que apunta todo el relato: la ciudad, las ciudades, las murallas del mundo. Acabo con un fragmento: «La ciudad es agradable, tiene encanto. De repente, de la forma más tonta, al doblar una esquina en la parte vieja de la ciudad, he tenido una curiosa sensación, una suerte de ‘dejá vu’: como si esta ciudad de Murania, Pomares […], la misma Aracia […] o incluso Plasencia, que visité hace algún tiempo y no queda demasiado lejos de aquí, fuesen, a fin de cuentas, la misma ciudad, versiones distintas de una misma ciudad, imperfectas concreciones de una ciudad arquetípica, inexistente, acaso del tipo ideal de ciudad amurallada, encerrada en sí misma, que vive de espaldas, ajena al exterior, y contiene en sus muros no ya un puñado de casas, de calles y de plazas sino la completa realidad, el mundo y la creación enteros» (pág. 490-491).
XI. Coda. Si se me concediera un segundo de omnisciencia, sustituiría hoy el mandato del ‘Génesis’, «Crescite et multiplicamini», por otro no menos oportuno: «Leed y disfrutad», es decir, «Legite et fruimini… ut placeat deo et hominibus».
Plasencia, 3 de febrero de 2011
II. Cuando empezó Juan Ramón Santos a escribir ‘Biblia apócrifa de Aracia’ estaba yo convencido de que a un editor comercial no le agradaría demasiado el título, porque las conexiones entre título y ventas son un enigma insondable de los departamentos de mercado. Hoy, al cabo de los años, cuando han surgido biblias diversas, de barro, de neón o con código secreto, y cuando abundan biblias en todos los ramos sapienciales de la edición práctica, tal vez sería un editor minoritario y selectivo quien pondría reparos a la palabra «biblia» en el título de una excelente novela, reparos de conciencia estética, subrayo: para que no se interpretara como un intento de dar gato por liebre o, mutatis mutandis, literatura por best-seller. Pero, como Manuel Vicente González y Libros del Oeste no interfieren en estas cuestiones y son sumamente respetuosos con sus autores (pese a algunas interferencias tan desleales y espinosas como torcidas e ingratas), aquí tenemos las 540 páginas con el título que les fue adjudicado en su propia génesis, ‘Biblia apócrifa de Aracia’, y que en verdad en verdad les corresponde, porque, entre otras cosas, proporciona sin artificio el más sencillo índice de lectura. Todo título es, al fin y al cabo, una propuesta, una guía de lectura, a veces una trampa, un señuelo, una artimaña. En ‘Biblia apócrifa de Aracia’ no hay engaño alguno, sino una abierta declaración de intenciones. Está la palabra «biblia», que, aun con ironía y distancia, avisa sobre el procedimiento narrativo. Y está la palabra «Aracia», que advierte sobre el contenido, sobre la materia narrativa. La palabra «apócrifa», en fin, sitúa a «biblia» entre comillas o en cursiva y niega toda exégesis ortodoxa, pero no es sólo un recurso atenuante o un acto preventivo, sino, sobre todo, una insinuación poética y retórica. De «biblia» y «Aracia» hablamos, de la forma y la materia, del cuento y el escenario.
III. En tanto que biblia, esta ‘Biblia’ es una y diversa. Es una en su totalidad y es diversa en sus unidades, a saber: en el procedimiento narrativo, en la dimensión temporal, en los caminos de la trama, en la riqueza y variedad estilística, en la multiplicación de narradores y, en fin, en el cumplimiento de las profecías. Así, los episodios, numerosos, antiguos y nuevos, se suceden desde el génesis al apocalipsis, desde el pasado remoto y fundacional hasta el presente de la investigación, la reflexión y la nostalgia, desde la clarividencia inicial del narrador omnisciente (que en los siete días de su creación anticipa la estructura del relato) hasta el confuso rapto del narrador inconsciente final, pasando por otros narradores cruzados e intermedios, narradores cervantinos que corrigen o completan el relato de los narradores orales, narradores epistolares, diaristas, profetas, etcétera, acordes con las simetrías eclesiástico-consistoriales de la brava batalla de la campana y el reloj, la milagrosa elaboración del gazpacho, las quimeras sociales de don Sebastián o la pasión moral y familiar de Mateo, episodios en los que, como los narradores, también los personajes se entrecruzan a través de sutiles conexiones no necesariamente presenciales. Y entre tanta variedad, sobresale la riqueza estilística, la aplicación distante, jovial y desenvuelta de «estilos de época», antilegómenos de Moisés o pasos de Lope de Rueda, prosa de Cervantes o de Jovellanos, según convenga, jerga administrativa y diligencia policial, correo electrónico y demás prosodias: métricas, dramáticas, genealógicas, pragmáticas, proféticas, etc.
IV. Además, como en la ‘Vulgata’ de san Jerónimo, las profecías se cumplen, siempre se cumplen. Las advertencias de Jeremías o los Salmos («Este pueblo tiene un corazón traidor y rebelde: traicionaron llegando hasta el fin», «Los malvados serán por siempre exterminados, la estirpe de los impíos cercenada»), no sólo sirven como citas, llamadas de atención ante cada episodio, sino que resuenan con verdadero eco profano en la voz de la verdad del vino: «En ese alborear del fin del mundo / un bastardo de sangre originaria / perpetrará traiciones sin escrúpulos / amasando fortuna / a causa del dolor y la ignorancia / de las gentes humildes» (pág. 199-200). O vaticinan el fin del fin, como en «Genitum, non factum»: «No me he de reproducir. Mi estirpe muere conmigo» (profecía equivalente a la que descifra Aureliano Babilonia en los confines de la soledad: «El primero de la estirpe está amarrado a un castaño y al último se lo están comiendo las hormigas»).
V. Y asimismo, como el libro sagrado (donde los figurantes neotestamentarios conocen la historia y las profecías veterotestamentarias), o como ‘El Quijote’ (cuyos personajes de la segunda parte han leído la primera) o como ‘Cien años de soledad’ (en donde los pergaminos de Melquíades son a un tiempo profecía y relato), también ‘Biblia apócrifa de Aracia’ se contiene a sí misma y, más aún, en la maraña de sutiles conexiones internas, del mimo modo que el ‘Nuevo testamento’ propone una crítica del ‘Antiguo’ y que la segunda parte de ‘El Quijote’ cuestiona la primera, ‘Biblia apócrifa de Aracia’ contiene también su propia crítica. Baste decir con respecto a lo primero que, cuando el narrador omnisciente hace dejación de sus funciones todopoderosas para ser sólo «el de naranja», se entretiene leyendo precisamente el manuscrito encuadernado en alambre de la biblia de Aracia, lo que daría lugar a severas derivaciones metaliterarias o cabalísticas. En cuanto a lo segundo, a la crítica interna, clara muestra del eclecticismo de autor, no es infrecuente que personajes de un episodio conozcan y opinen sobre la escritura de otro. Dos ejemplos. Un personaje de la «Pasión de Mateo» asegura que «Rumores», conjunto de entrevistas de campo en torno a la guerra civil y la mondongada, es «un refrito del que no se sacaba nada en claro» (pág. 477). Y Sebastián Toscano, primer editor y compilador de «Cartas desde el destierro», considera que poseen una «innegable voluntad literaria, evidenciada en el hallazgo de múltiples borradores plagados de correcciones de estilo»; en cambio, el editor de la reedición de 1999 escribe: «Sebastián Toscano fabricaba deliberadamente un héroe romántico araciano, haciendo apología de Víctor José de Aracia como revolucionario liberal democrático cuando, según otras fuentes, […] el personaje habría sido más bien un completo cobarde, un embaucador, un charlatán decimonónico, un rey de la impostura» (pág. 362-363).
VI. Todo esto corrobora sin duda lo que decía al principio: que estamos ante una novela de largo aliento, cargada de intención y de detalles. Y es que Juan Ramón Santos practica la poética que atribuye a uno de sus personajes: «Transcribir es más fácil que escribir, menos problemático. Transcribir es no pensar. Escribir, pensar demasiado» (pág. 496). Así está escrito este libro y ese es el arte de su escritura: pensando demasiado. Siempre he creído que quien escribe con voluntad literaria (y no sólo literaria, pero esa es otra cuestión) debe saber responder de cada palabra que escribe, una por una, incluidos los artículos y las preposiciones. Y estoy seguro de que Juan Ramón Santos sabría hacerlo de las (calculo) en torno a 200.000 palabras de esta novela. Y hasta creo que puedo demostrarlo con procedimientos diferentes, pero voy a elegir sólo uno: las «erratas de estilo», erratas (informáticas) de estilo. He sabido que, al empezar a leer el ejemplar impreso de la novela (no la copia de «el de naranja»), una «lectora devota aunque no complaciente» (que espero que me disculpe la compañía dedicatoria) empezó a detectar con enojo erratas varias. Las hay, en efecto, y de heterogénea catalogación, pero algunas son prueba del modo como Juan Ramón Santos ha mareado la sintaxis, como ha barajado los sintagmas, como ha ensayado un orden y otro orden de palabras en la frase, experimentos todos que a veces tienen que ver con la precisión y a veces con el ritmo de la prosa (como los «múltiples borradores plagados de correcciones de estilo», que dice Sebastián Toscano). Después, en ocasiones, ha olvidado suprimir el sintagma desechado, así que ahora podemos leer, por ejemplo, «don Andrés, ‘contrariado’, imita torpemente, ‘contrariado’, un galopar cojo» (pág. 67) o «pagaron ‘por él’ los pescadores ‘por él’ como otras veces habían pagado otros» (pág. 302), lo que sin duda impulsa a leer en voz alta ambas versiones, probando «con él» y «contrariado» en una y otra posición en pos del ritmo y la eufonía. Es ejercicio recomendable: ¿pagaron por él los pescadores como otras veces habían pagado otros o pagaron los pescadores por él como otras veces habían pagado otros? Arduo dilema.
VII. Podría y debería decir mucho más de la palabra «biblia», porque la novela es inagotable, pero algo habrá que decir de «Aracia». Veamos. Juan Ramón Santos ha creado para sus historias lo que yo he llamado alguna vez «geografía de autor», la invención de un territorio a la manera de Faulkner, Rulfo, Onetti, García Márquez y Benet, aunque con una diferencia de partida, según creo. Aquí cabría decir que «en el principio fue el territorio», que «en el principio fue Aracia», esto es, que surgió el escenario, la comarca, los lugares, antes que los personajes y la acción, que Aracia era la materia y no el soporte geográfico, que toda la acción y todos los personajes iban a girar, a lo largo del tiempo, en torno al lugar, a Aracia, que, en definitiva, la fundación del territorio narrativo (geografía de autor) precede a los personajes que lo pueblan.
VIII. Para nosotros, como lectores, esto conlleva un peligro o, al menos, una tentación. Puesto que la acción se desarrolla en su mayor parte en la ciudad de Aracia y ha empezado a correr el rumor de que algún paralelismo existe entre Aracia y la ciudad natal del autor, caeremos con alegría en el vicio de ir buscando claves, parajes, escenarios o personajes conocidos. Se trata de una tentación seductora y placentera, entre otras cosas porque nos hace sentirnos lectores privilegiados, como si estuviéramos en posesión de una llave secreta que sólo en cuanto paisanos o vecinos nos corresponde. Yo mismo he caído en alguna de esas tentaciones. No he podido por menos que consultar en las páginas 79-82 del tomo XIII del diccionario de Pascual Madoz para seguir la pista del prurito patrio. Con la actividad cultural conocida como «Aula de literatura» (pág. 387) he evocado los martes literarios del antiguo club del Verdugo y los martes del moderno cenáculo de Santa Ana. Cierta «mujer pequeña», que «a primera vista es seca, cortante», pero que, si «le caes bien, tienes abierto de par en par el paraíso de los libros en Ochavia» (pág. 474-475), reclama la simpatía y el cariño que merece la sin par auxiliar de nuestras lecturas municipales. La presencia carlista y aguerrida de Carlos Libreros en el siglo XIX luce una camiseta con la estampa de Franz Kafka. Y las cartas que recibe el corresponsal Émile d’Antheron las imagino con la letra minuciosa, caligráfica y microscópica que se cultiva en las altas sierras de Gredos y Tormantos por donde anduvo Viriato. Como, además, Juan Ramón Santos ha escrito y publicado otros libros, a ningún lector asiduo le extrañará ver cómo él mismo corretea, autointertextual, por el texto, a veces de forma explícita, con técnica de cortometraje, como cuando escribe sobre el «misterio de la odiosa binidad: dos personas (aparentemente) distintas y un solo traidor verdadero» (pág. 498), en ocasiones de forma más recóndita y traviesa, como al proporcionar la dirección en Leganés de Julián Sánchez-Aracia Zamora, sita en la calle Sylvestre Menaud, 15, lo que indica que Sylvestre Menaud, personaje de «Filología de la tristeza», uno de sus primeros relatos, ha ascendido al santoral del «callejero de autor». Con todo, la alusión más sorprendente y enigmática está en la página 491 (leo, por si alguien tiene a bien alumbrar mi ignorancia). Dice así: «He acabado almorzando en el bar de la estación. El lugar era tan deprimente que, paradójicamente, me ha levantado el ánimo: un decrépito profesor de latín recordaba con un par de viejos las peripecias de un viajero desconocido que hace años, a medianoche, bajó a la estación en una parada, perdió por descuido el tren y, durante semanas, armado con una botella de cristal, pateó la ciudad en busca del interventor». Se advertirá que estos entretenimientos no tienen fin, pero, aun cayendo en esta tentación de lo cercano y conocido, hay que procurar conjugar la destreza filológica con la sustancia grave, que la hay y es manifiesta. «Esa llave no abre nada porque mi hermano no guardaba nunca nada bajo llave», dice un personaje, «todo está a la vista, él nunca tuvo nada que ocultar» (pág. 286). Así en ‘Biblia apócrifa de Aracia’. Todo está a la vista: el humor y el dolor, la parodia y las mezquinas y anodinas limitaciones de los hombres. Lo importante, sin duda es el relato, el placer de la trama, la diversión del texto, pero no hay que olvidar que bajo el humor y la riqueza de la acción y del estilo permanecen el desencanto y la desolación, la certeza de que el hombre no tiene solución, es egoísta e infeliz, etcétera, etcétera.
IX. Subrayo, por ejemplo, el concepto que tiene Mateo de su generación, que es, según creo, la generación del autor (un año se llevan), «una generación prescindible, innecesaria, que llegó a destiempo en la Historia de este país» (pág. 383), una generación que padece (me gustan estos hallazgos verbales) una «grave hipertrofia gaudeamusigitoria» (pág. 385). «Estudiamos con ganas, nos pusimos unas metas, acabamos nuestras carreras. Sin embargo, cuando ese futuro tan esperado llegó, parecía como si ya no hiciésemos falta: la transición estaba agotada […] riesgos que, por otra parte, parecían tan lejanos en el tiempo que resultaba obvio que su combate y salvación correspondería a una generación posterior a la nuestra» (pág. 384). Bien lo dijo José Ángel Valente: «Porque es nuestro el exilio. / No el reino».
X. Pero volvamos finalmente a Aracia, que, como he dicho, es la materia narrativa y el centro al que apunta todo el relato: la ciudad, las ciudades, las murallas del mundo. Acabo con un fragmento: «La ciudad es agradable, tiene encanto. De repente, de la forma más tonta, al doblar una esquina en la parte vieja de la ciudad, he tenido una curiosa sensación, una suerte de ‘dejá vu’: como si esta ciudad de Murania, Pomares […], la misma Aracia […] o incluso Plasencia, que visité hace algún tiempo y no queda demasiado lejos de aquí, fuesen, a fin de cuentas, la misma ciudad, versiones distintas de una misma ciudad, imperfectas concreciones de una ciudad arquetípica, inexistente, acaso del tipo ideal de ciudad amurallada, encerrada en sí misma, que vive de espaldas, ajena al exterior, y contiene en sus muros no ya un puñado de casas, de calles y de plazas sino la completa realidad, el mundo y la creación enteros» (pág. 490-491).
XI. Coda. Si se me concediera un segundo de omnisciencia, sustituiría hoy el mandato del ‘Génesis’, «Crescite et multiplicamini», por otro no menos oportuno: «Leed y disfrutad», es decir, «Legite et fruimini… ut placeat deo et hominibus».
Plasencia, 3 de febrero de 2011
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