8.3.12

Tardes de domingo

Cada año, cuando el aislamiento del frío se despereza y se barruntan asomos de primavera, las tardes de los domingos alcanzan su estatuto natural, la hegemonía del tiempo hueco. La sugestión del crepúsculo se eterniza desde primeras horas, con una luz estéril y extendida, como una foto fija del edén, exhibiendo el anuncio de un ocio extenso que se expande en la atmósfera: el hastío. Pandillas de adolescentes se aburren por los rincones asimétricos del diseño urbanístico y, desde la inercia, conjuran el cultivo de la sumisión genética con ensayos veniales de rebeldía sinvergüenza. Llega la turba gentil del día de campo y sol, bajan rojos y desaliñados de los coches, ahítos de holganza, mientras la radio desgrana, como un rosario infame, las voces variantes y exhaustivas del carrusel. Ciertamente, las tardes de los domingos son la imagen legítima del paraíso y la evidencia más clara de su inutilidad. Porque el hombre no ha nacido para habitar paraíso alguno, ni terrenal ni celestial, incapaz de representar las venturas de una gloria eterna, ha imaginado mandamientos contra los que sublevarse y alegorías de manzanas con que transgredir la prohibición original. Reduce el hombre, pues, apenas, con desolación, los contornos del edén o la frontera a liberación laboral: tarde de domingo interminable. Aunque las magnitudes son incomparables, los destinos del espíritu esgrimen la multiplicación de una hipérbole, la elevación a potencia infinita del breve periodo de tiempo que se concibe y se vive como una pausa, un tránsito del infierno al infierno, que sí es tiempo continuo y tiempo humano, el tiempo permanente de la desidia y el dolor.