12.8.05

Guardián

Guardián.- A los dioses solicito el fin de esta tarea, la vigilancia de un largo año en que tumbado, a manera de perro, en lo alto del palacio de los Atridas, he llegado a conocer la asamblea de los astros nocturnos y los que traen a los hombres el invierno y el verano, poderosos luminares que brillan en el éter, con sus ocasos y salidas. Y ahora espero la señal de la antorcha, el resplandor del fuego que nos traiga desde Troya la noticia de su conquista: así lo manda un corazón esperanzado de mujer de varonil propósito. Pero, cuando tengo el lecho húmedo de rocío que me inquieta durante la noche, sin visita de sueños -pues el miedo, en vez de sueño, me acompaña y no me deja cerrar sólidamente los párpados de sueño- cuando, digo, quiero cantar o silbar y conseguir así con el canto un remedio contra el sueño, entonces lloro lamentando la desgracia de esta casa, no dirigida sabiamente como en el pasado. ¡Ojalá venga ahora una feliz liberación de estos trabajos, apareciendo en la noche el alegre mensaje de fuego!

(Glosa) Pausadamente leo «Agamenón», de Esquilo, que se abre con las palabras del guardián, pero en ese punto me detengo y, empujado tal vez por la fuerza de la palabra «guardián», busco derivaciones. Se me antoja que la variación más notoria es «Ante la ley», de Kafka, y me entretengo en su lectura y relectura, en una especie de confrontación bilingüe o paralela, pero pronto, porque agosto no es propicio a estas pasiones minuciosas, salto a otros textos, a «Esperando a los bárbaros», de Cavafis, a «El desierto de los tártaros», de Buzzati, y así, hojeando, picoteando, dejo que la tarde se vaya venciendo sobre la sierra de Santa Bárbara.