28.6.05

La que no tiene nombre

Tengo enfrente desde hace años la estantería en que se amontonan los llamados «niños de la guerra» o generación del 50: Aldecoa, Ferlosio, Benet, Martín Santos, García Hortelano, Martín Gaite, Matute, Goytisolo & Goytisolo, Marsé. Madrileños arriba y catalanes abajo: cuestión de edades, no de ideología geográfica. Y justo en la balda que queda a la altura de los ojos descansa el más olvidado de todos, el que desapareció de los catálogos tras «la» muerte, tras «su» muerte: Jesús Fernández Santos. Como fui buen lector de Fernández Santos, tengo varios libros suyos, curiosa y exactamente trece (los cuento ahora), uno de los cuales, precisamente el trece, «yace» sobre los otros en posición horizontal desde hace varios años, no sé cuántos, los mismos, en cualquier caso, que llevo haciéndome una pregunta cuando advierto su incómoda disposición. El título: «La que no tiene nombre» (Selecciones Austral, nº 107). La pregunta: ¿Si no tiene nombre, por qué «la», en femenino? Se trata, naturalmente, de una pregunta gramatical. La respuesta es evidente y su género ni es neutral ni es neutro.