16.6.05

57

Aunque carece de toda justificación, puede llegar a comprenderse la celebración universal de los números redondos: he ahí los centenarios, los cincuentenarios o la algarabía del milenio. Pero tienen más vigor novelesco los números singulares, aquellos con los que cada cual establece una vinculación carente de razones aritméticas. Si alguien, por puro azar narrativo, escribe una primera novela «Mísera fue, señora, la osadía» en 57 capítulos, sentirá ya siempre, en principio, una afinidad llamémosla capitular (y, por tanto, favorable) con todos los libros llevados por su propio azar o su propia razón a un mismo y distinto 57 y experimentará con regocijo un sobresalto al advertir la coincidencia («Ensayos, I», de Montaigne, «Los años imaginarios», de Alonso Guerrero, «Los papeles póstumos del club Pickwick» [se nota que ando en ello], de Dickens) así como una íntima y primera decepción frente a aquellos otros que bordean esquivamente el número («Rayuela»: 56 imprescindibles, «El testimonio de Yarfoz»: 54, «El Quijote I»: 52, etcétera), como si tuvieran algún empeño contumaz en llevar la contraria y fastidiar. Ciertamente, como dijo alguien, el revés de un prejuicio es un prejuicio. Así también estas minucias.