Localismo
De la misma manera que todas las actitudes trascendentes, individuales o colectivas, significan, en su raíz, un límite y acentúan una carencia, así el localismo trascendente, en su denodada exigencia de certificados, en la gimnasia onanista y complaciente de las autoafirmaciones, se define, más que como presencia, como aspaviento fatuo y reaccionario. El localista trascendente, que es como una caricatura rancia de abertzale costumbrista, sólo se encomienda a la certeza histórica de un pasado que considera glorioso y fundacional. De este modo, el presente, tan disperso e incrédulo, se justificará únicamente si se convierte en recuperación minuciosa de ese pasado o, en todo caso, si, en las inevitables innovaciones de los tiempos, no se desvía del sendero ortodoxo de la historia. Al futuro, a su vez, se le asignará un emotivo ejercicio original: ser repetición exacta y uniforme de la memoria, sin que para ello, por otra parte, resulte obstáculo insalvable ni objeción consistente que la memoria sea nueva, importada o artificial. El localista trascendente, pues, no es un hombre de su tiempo, sino un residuo, un epígono de las crónicas, un alma en pena (también, a veces, un fantasma) que añora los anales y que, arrebatado por un furor mesiánico, se empecina, con el talante iracundo del fanático, en la repetición escueta e imperativa de los nombres, como si en la sola ejecución fonética, en el énfasis rotundo (a la par, sin duda, que noble, leal y benéfico), en la prosodia amenazante, se cumpliera la misión del profeta. El localista trascendente es, en definitiva, un funcionario de la tradición y como tal se comporta: altivo, perdonador y obnubilado. Pero que nadie le ofenda los lugares, que nadie le use los nombres en vano, porque entonces bufará, escarbará en la arena y, armado de santa ira local, embestirá: la ciudad sagrada bien merece la sangre del hereje. Por fortuna, sin embargo, frente a estos autociudadanos inquisitoriales, se agradece el sigilo de las personas reales y presentes que, desde su inmanencia, sin altavoces ni alharacas, e inadvertidas, sostienen con vigor y firmeza, en expresión certera de un poeta que sabe de qué habla, el lugar del elogio.
<< Inicio