Cultura
Hubo un tiempo, no hace demasiados años, en que, al reclamo de la palabra «cultura», todos acudíamos enfervorizados a cualquier aula, antro o cineclub en que brillara, siempre trémula e intermitente, la lucecita de la sabiduría, y ello, sobre todo, por dos razones: para saciar el furor del conocimiento, tanto tiempo doblegado, y para adscribirnos (para que nos adscribieran, más probablemente) al selecto grupo de personas despiertas y, pese a todo, con inquietudes. Así las cosas, no era raro encontrar en un coloquio sobre la ley del poder judicial a la misma gente que asistiría estupefacta días después a la proyección de «El año pasado en Marienbad», o ver en una lectura poética delicada, delicuescente, ahítos de efervescencia lírica, los mismos rostros que discutieron acaloradamente la semana anterior sobre la verdadera esencia del toreo. Hoy, sin embargo, por fortuna, las circunstancias han cambiado, favorablemente, hacia la normalidad y hacia el hastío. Como si hubiéramos comprendido, al fin, que el ejercicio colectivo de la cultura no es más que una forma de esclavitud, una estrategia de la domesticación (de la convivencia, eufemizan), y como si hubiéramos perdido el miedo a los oficiantes ministeriales, que sin el recurso amenazante del chantaje cultural («tonto el que no sabe», tal su lema) han sido socialmente desarmados, ya nos hemos acostumbrado a ignorar cualquier convocatoria, por lo que, en estos momentos, no es difícil comprobar cómo a los llamados actos culturales, especialmente si no han sabido incorporar ingredientes suplementarios a su propio espectáculo, asisten, no sé si nostálgicas, desocupadas o recalcitrantes, ocho, diez, doce personas, incluyendo a los enviados de la prensa, a menudo únicos destinatarios del acontecimiento y que, sin duda, a juzgar por su tenacidad, atesorarán dosis ingentes de conocimiento y diversión. No creo, sin embargo, que los asalariados de la cultura consigan salir de su letargo profesional y aprendan, definitivamente, que cultura es conciencia personal del bien, de la verdad, de la belleza y del lenguaje. Menos aún, por tanto, que actúen en consecuencia.
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