8.5.08

Grafito

Paseando a la deriva por calles estrechas, en las traseras amplias de un edificio antiguo renovado, encuentro un muro recién pintado, una de esas paredes ciegas que apenas se pueden contemplar en su totalidad, porque el trazado del circuito medieval urbano impide todo afán de perspectiva. Tampoco, desde luego, la pintura fresca, la inmediatez suave del color, la pulcritud de tan reciente enjalbegado son atractivo suficiente, más allá de la novedad o la sorpresa, como para procurarse ejercicios turísticos de gran angular. Sin embargo, dos días después, repitiendo el paseo (porque el hombre se habitúa y cede pronto a la costumbre, sigue las huellas de los días, se deja vencer por la insinuación del surco en la perplejidad del laberinto), el muro ofrece otra pintura. Alguien ha escrito con trazos gruesos negros de esprái una palabra: «Puta». Cabe pensar que la blancura de la pared, su candor reciente, se levanta en el casco antiguo como provocación, una incitación a la blasfemia gráfica. Tal vez el hombre no soporta la perfección, que es una antítesis del ser, e, impulsado por naturaleza a mancillar la estela de sus simulacros, cumple con la obligación de proclamar su soberanía violenta frente a las debilidades del entorno. Tal vez, en fin, el artista del grafito lleva en el corazón un desengaño amargo, el escozor de una soledad impuesta, el énfasis de su fragilidad, un nombre propio de mujer. En cualquier caso, sea enunciado o insulto, reclamación o grito, dogma de vida o resumen del fracaso, la palabra «puta» se enseñorea con la nitidez y la contundencia que le proporciona el casco antiguo y el fulgor luminoso del viejo muro, campo de batalla idóneo para expresar la conjunción del animal y el hombre, el lenguaje y el aullido.