Ut musice pictura
Así como la partitura se anticipa al sonido o es su evocación muda, así también el perfil de la montaña esconde la soledad de una trama, los rostros se acogen a la alusión del contraste, la materia fragmentada reclama su compostura o, en fin, las siluetas proponen el enigma de la totalidad, tal vez de la distancia. Su propósito es la representación y la inquietud. La geometría y el color, en cambio, son abstracciones visuales y exhiben, por tanto, formas inmutables, autónomas, sin referente ni correspondencia. Producen por ello el mismo arrobamiento que el fuego y el agua, elementos de la naturaleza (y ajenos, como tales, a todo designio estético) que no necesitan ni requieren ninguna significación exterior, ningún sentido fuera de sí mismos: en su propia apariencia se agota el misterio insoluble y extático de su contemplación. Tampoco la música exige significados: ella sola se basta con la misma eficacia que el canto de los pájaros, el rumor de la brisa o el clamor de la tormenta. Por eso, tal vez, ha decidido Pilar Porras vincular la pintura con la música y combinar figuras geométricas con colores de intensidad diatónica para acercarse a diversas nociones musicales. Eso es, sobre todo, Escala cromática (título genérico que alcanza la definición mediante la anfibología). Se trata, pues, de una muestra de sinestesia artística y fraterna, un proceso de traducción sensorial en el que son los parámetros de color sobre las figuras geométricas los que generan la concordancia entre melodía, armonía y ritmo. No resultará, en consecuencia, gratuito recurrir al tópico de Horacio y recrearlo como «ut musice pictura» (recuérdese además que ‘ut’ es el nombre de la primera nota de la escala) para referirse a una muestra en la que las obras convocan términos musicales —fuga o sonatina, grazioso o pizzicato, con forza o con affeto, piacevole y a piacere— y en la que sobresale, como objetivo explícito, la rotundidad poética de Klangfarbe, el color del sonido.
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