Guernica
El lenguaje teórico del arte, tenazmente empeñado en el oscurecimiento de conceptos y en la práctica de un esoterismo verbal que dice sin decir y que habla sin hablar, incapaz de funcionar como vehículo de conocimiento y fuente de comunicación, se procura una finalidad inmanente y endógena, fin en sí mismo, expresión sin referente, hasta convertirse en puro y huero ‘flatus vocis’ hermético y vacío, verdadera escenificación del sonido y la furia. Los artistas, en efecto, elaboran objetos sin correspondencia platónica, entidades simbólicas que no encuentran equivalente verbal unívoco e inmediato, pero, aprovechando la disonancia, los peritos ahondan la fractura y, desestimando la luz crítica, se columpian a placer en la arrogante oscuridad de un pozo ciego. De ahí que el espíritu y el entendimiento sucumban con gozo atento a la emoción que supone ver cómo, de entre la perplejidad general y el asombro turístico de la concurrencia absorta, víctima de un arrobo entre místico y diurético y sumida en el hondón del prejuicio hermenéutico canónico, surge una niña de dos años y medio, se detiene en la barrera inaugural del museo, señala con el dedo el célebre cuadro de Picasso y, a medias entre la exclamación y el enunciado, la descripción y la presencia, afirma sólo: «Una mamá rota».
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