1.4.07

Ut placeat

«Ut placeat Deo et hominibus» (para agradar a Dios y a los hombres) es el lema de una ciudad que encuentra su etimología precisamente en ese «placea»: «Plasencia de Extremadura, ciudad famosa por sus leyendas y por la personalidad fuerte, violenta, de alguno de sus hijos», en palabras de Julio Caro Baroja. Prueba monumental de esa doble voluntad de agrado, a Dios y a los hombres, son, por una parte, las numerosas iglesias, conventos, ermitas, santuarios que, intramuros y extramuros, como perdurable letanía, dan fe de una antigua, efervescente y poderosa vida eclesiástica, y, por otra, los palacios y las numerosas casas señoriales desde las que se ejercía o se servía al poder y a sus banderías beltranejas o isabelinas, comuneras o imperiales.

Y, sin embargo, una de sus leyendas más célebres cuenta una forma de rebelión contra el «placeat Deo», un desafío a la divinidad. Según dicha leyenda, el maestro Rodrigo Alemán, que talló la sillería del coro de la catedral y fue después preso en una de las torres por arrogancia artística blasfema, tras muchos y precisos cálculos anatómicos, fabricó con plumas de ave unas alas ajustadas a su peso, se lanzó al vacío en temerario vuelo y, al cabo de un cuarto de legua, se estrelló al otro lado del Jerte, en las estribaciones de Santa Bárbara, y se hizo pedazos contra el suelo de la «dehesa de los caballos». Dio cuenta del hecho, a principios del siglo XVII, el jesuita José de la Cerda («huius facti testes oculi Placentinorum», dice: lo vieron muchos placentinos), recogió la crónica Antonio Ponz en el siglo XVIII, lo analizó Caro Baroja en sus vidas por oficio y apenas hace un año lo recogió Pilar Galán en la novela «Ni Dios mismo», que fueron, según parece, las palabras de la rebelión de aquel aprendiz de ángel caído orgulloso de su sillería: que ni Dios mismo podría hacer una obra mejor. De una u otra forma, la identificación del maestro Alemán con Dédalo (por inventor de vuelos y por profesión artesana) y con Ícaro (por el desenlace trágico del intento) ha permanecido en la memoria heroica de la ciudad, pues no es necesario que los hechos ocurran para formar parte de la historia.

Como se sabe, Dédalo construyó el laberinto de Creta y dio con ello su nombre, en las lenguas modernas, a cierta idea del laberinto, del cruce de calles, callejas y callejuelas, y, agotando el paralelismo, al avechucho placentino se le asigna su propio laberinto, la compleja y boscosa figuración de la sillería del coro y las secuelas de sus intérpretes. Sin embargo, al hombre que voló en Plasencia le cabría otra invención y otra variante de Dédalo: la contemplación de una ciudad desde la altura en vuelo rápido. Hay un criterio antiguo según el cual para conocer bien un lugar, un país, una ciudad, no hay término medio: o se vive en ella durante 20 años o, por el contrario, basta con una estancia de 2 días. Tal vez carezca de fundamentos teóricos tan sabio criterio y exagere la simetría dual, pero su aplicación práctica goza hoy de creciente vigencia. Nos hemos acostumbrado al conocimiento profundo de los lugares mediante el recorrido superficial e intenso de los fines de semana, los puentes y los días arrancados al calendario fijo. Sin duda, no es mal procedimiento para conocer Plasencia.

Y basta con volver del revés la huida del maestro tallador. El vuelo de Ícaro se produjo hacia el exterior, puesto que pretendía escapar de la torre en que la ortodoxia diocesana lo mantenía cautivo como a un desventurado Segismundo con conciencia estética, y el viajero de hoy, que opone su conocimiento sabio y exterior al conocimiento histórico interior, emprende su propio vuelo en sentido inverso, hacia adentro, y con su propia conciencia estética. Dada la disposición radial del núcleo urbano, pronto descubre la Plaza Mayor, la conexión de las calles principales con las distintas puertas o postigos de la muralla (Cañón de la Salud, Puerta del Clavero, Postigo de Santa María) y las cadencias naturales de los caminos que desde esas puertas conducen, en amplio alrededor, al Valle del Jerte, La Vera, Las Hurdes, el Valle del Ambroz, las Vegas del Alagón, la Sierra de Gata o el Parque Nacional de Monfragüe.

Pero como el vuelo del moderno Icaro no tiene aliento para tan vasto recorrido, ha de atenerse a lo inmediato y recrearse en la ciudad obligatoria: la comprobación de que efectivamente hay dos catedrales, de que la nueva engulle a la vieja y de que un corte vertical habitado por cigüeñas permite distinguir la austeridad del siglo XIV de la retórica arquitectónica del siglo XVI; el Museo Etnográfico y Textil; la Casa de las Dos Torres, decapitada; el Palacio del Marqués de Mirabel, donde se adivina el pensil cerrado para muchos y abierto para pocos en que aún se conservan restos del coleccionismo renacentista de don Fadrique de Zúñiga, el mismo que hizo labrar en un balcón posterior el engañoso lema de la fugacidad; la iglesia de San Martín, donde dejó su huella el divino Morales; etcétera.

Finalmente, cumplidos los trayectos preceptivos, el moderno Ícaro callejea, recorre al azar, en círculos, lo que, como un tópico del urbanismo medieval, ha dado en llamarse precisamente «dédalo de callejuelas» y repara en los detalles que permanecen, la solitaria y sombría calle de la Encarnación, los arbotantes de la calle de Arenillas, un balcón en la casa del Deán, un escudo de Carlos V en el Palacio Municipal, la Puerta del Sol, los chopos del Jerte, la lentitud del río, el escueto puente de San Lázaro, vestigios de una edad mixta y gremial, idas y venidas en torno a la Plaza Mayor y sus nutridos soportales, donde finalmente, en una terraza, al sol de abril, al margen de las avenencias y desavenencias en las que se balancearon antaño los regidores y el cabildo y ajenos al contenido de archivos, actas, contratos y otras providencias, procesar el trazado urbano que se derivó de aquellos ejercicios del poder y apropiarse, con placentera placidez y espíritu no sólo digital, de las huellas de tanto afán y de tanta labor. Porque sólo quien emplea con provecho los dos días del conocimiento puede considerarse en posesión total, sin pliegues, de la ciudad.

El viajero, 31-03-2007