25.5.07

Reflexiono

Donde vivo, en la esquina de la cuarta con la séptima, hay desde hace años un «elemento de mobiliario urbano» de doble orientación, un reloj-termómetro electrónico en el que juegan al escondite, alternas y sucesivas, la hora digital y la temperatura en grados centígrados. He leído en alguna disposición municipal de alcance que «los relojes, termómetros, portacarteles y otros elementos que den información simultánea a peatones y ocupantes de vehículos [como es el caso], deben situarse en puntos visibles para ambos», ordenanza sabia, loable y de agradecer. Lo que no dice la ordenanza es que deben funcionar. Lo evidente no necesita legislación: un reloj marca la hora; un termómetro, los grados. Punto. De ahí tal vez que una de las caras del reloj-termómetro haya sido siempre (esto es, siempre: años y años) caprichosa y errática, marcando en los momentos más álgidos y sublimes de su desvarío las 88:88. La otra cara, por envidia tal vez, o por íntima anomalía tecnológica, se averió hace un par de años y averiada sigue. Nadie reinicia, ni formatea, ni resetea las entrañas del elemento urbano. Por mi parte, como todavía no he perdido la costumbre de asomarme por las mañanas a consultar los grados centígrados que nos depara la providencia, cada día maldigo a quien me creó tanta ansiedad meteorológica y me arrepiento de ser un animal de costumbres, aquejado de esa apesadumbrada nimiedad aristotélica. Lo que campea perenne e indeleble, sin embargo, sobre la ofuscación digital de ambas pantallas es el anuncio rojo de un refresco de cola. Voy a dedicar la jornada a esta sola reflexión. No viviré tranquilo ni podré tener dignidad municipal alguna mientras en la esquina de la cuarta con la séptima puedan ser y seguir siendo las 88:88. He dicho.