29.2.08

Certidumbre de invierno

Para Ángela Bayal

cum dies hibernorum complures transissent
Julio César

áspero temporal de helado invierno
Francisco de Aldana

1
Tal vez semeje un vivo laberinto
de miniadas columnas,
con angostos senderos,
líneas que se entrecruzan
(vértices y horizontes anulados)
dibujando un perfil del paraíso,
el relieve labrado en que limita
la ventura final de todo anhelo.
Como un paisaje nítido de agujas
que reduce la muerte a certidumbre.


2
Melancólicamente se aventura.
Compone lento su amenaza lóbrega.
La venganza dibuja turbiamente.
En lúgubre torpeza esconde un punto
el áspero furor con que despliega
(una ambición oscura de perímetros)
la helada sinrazón. Su urdimbre trenza
las maldiciones que dispersa el viento.
Alienta desconsuelos, pesadumbres.
En la penumbra, con urgencia, trama
la conjura extendida de la sombra.


3
Derrotado dormita el sol, cautivo.
Efímeros, baldíos son los días.
Las entrañas feroces de la noche
(larga y cruel, con su rigor de muerte,
con su lenta agonía de silencios)
son puñales helados, dagas frías,
horadando contornos y oquedades,
punzando los perfiles de la luz.
El horizonte es una herida blanca
que la aurora ilumina sin pudicia.


4
Huele a desesperanza por las calles
mientras la lluvia hiende en el vacío.
Reduce el mundo a ciega soledad,
rumor de agua aburre las esquinas,
un horizonte tenebroso y hondo
perfilando presagios y asechanzas.
La amenaza de todas las tristezas
se cierne indómita en el mudo asombro,
contra el abatimiento de la hora.
Unas páginas tristes son refugio.
Naufraga en la lectura la añoranza,
la sensación del fuego.

5
Los árboles sollozan su tristeza
acongojados, en harapos, mudos,
alzando en vano fechas, dardos, nombres,
corazones heridos.
Huellas perennes de otras estaciones,
lágrimas solitarias su olvidanza.
Nadie advierte el dolor de las promesas
si un tibio embozo empaña los cristales.
La pesadumbre hiela los crepúsculos.


6
Niega el río su amena transparencia,
su curso olvida, a su pereza insana
sucumbe y se abandona detenido.
Un negra figura en los pretiles
contempla las desidias invernales,
ese dejarse estar, esa torpeza
que toda luz y todo brote anula,
la insostenible duda del ocaso.


7
Se sumergen las torres, los palacios,
al acecho de abril, entre la niebla.
Insidia disfrazada de caricia,
rigor adusto envuelto en manto suave,
aspereza sumida en su blancor,
la sedición florece de la bruma.


8
La imagen del invierno es solitaria.
Vanos los artificios de los hombres
(el color tamizado por las llamas
insinuando tenue la penumbra)
que simulan vigilias deleitables.
Su certidumbre anega la esperanza.
Pregonan su rigor sobradamente
calles vacías, gente fugitiva,
la pasión abatida en el silencio,
negra en el cielo la melancolía,
la entraña viva de la tierra helada,
el olvido del fuego, la quietud
de la luna callada y de las aves,
la amargura del viento.


9
Cuando golpea con acrimonia el viento
en la mañana ciega y desolada,
niega tímidamente los colores
y agriamente se vierte horizontal
(apenas el batir de una hoja seca,
la desazón caída de los árboles,
un rumor sin perfiles
y rendijas, resquicios verticales),
contemplan derrotadas su tristeza
muchachas pálidas tras los visillos.


10
El corazón es una larga herida
de invierno y de silencio,
la reducción final de la amargura.
No lo engendró la aurora ni arderá
en la fugaz hoguera de la tarde.
Fingirá estalactita pesarosa,
noción de escarcha y sangre indefinidas,
abstracción carmesí de una condena.
Urdirá plañideras letanías
de llantos y derrotas.
Silenciará el invierno (el corazón),
mas la amargura nunca.


11
Una mentida sensación de luz
viste la tarde casi arrepentida.
Se alcanza apenas la noción del agua,
la oscura transparencia del vacío,
el último livor, la diminuta
fugacidad furtiva del ocaso.
Aborrece la tarde su belleza
oculta tras las máscaras del tedio.


12
El rigor del invierno no es el frío
ni la desolación de las ciudades.
Los árboles desnudos son apenas
insinuación fugaz de la desidia.
La luz temprana de los miradores
esclarece la tibia certidumbre.
No se recortan contra el firmamento
las líneas (torres, cúpulas, montañas)
que débilmente quiebran el paisaje.
El invierno recauda su tributo,
la negación, la ausencia de crepúsculos.


13
Hay noches negras en que gime el viento
y arranca a los suburbios su voz cruda.
Alaridos, resquicios infinitos
surcan, nombran el pánico, el misterio.
Los montes, solos, penan su leyenda,
el abandono largo de la muerte.
Acosadas de espanto, las criaturas
buscan vano refugio tras el sueño,
siendo apenas la fija certidumbre
de un corazón vacío ante el abismo.


14
Hondas, negras, oscuras, las tinieblas
(fingiendo el viento, las estrellas mudas)
llenan la noche de tribulaciones.


15
Vigilando la noche sigilosa,
luce la luna, vagarosa y blanca,
el mentido mohín de su sonrisa.
Sigue el mundo su curso sin retorno,
el proceloso trazo del destino.
Anegadas las almas en tristeza.
Sobre la noche las desolaciones.
Azuzantes los demonios de invierno.
Ladrando sus cadencias ateridas
los perros por las calles. Plateada,
la luna vaga cómplice, culpable.


16
Siembran los hombres con torpeza lenta
su ruda cicatriz sobre la nieve.


17
El invierno es la plena certidumbre.
Vivir limita en un dolor estéril.
Una trama cruel (enriquecida
de absurdas peripecias y con llanto)
colma el eterno hastío de los dioses.
Sufrir es ejercicio de mortales.
Vida y amor no esconden fruta y jugo.
La podredumbre oculta en cada senda
el hombre desentraña doblegado.
Un esquema infinito es el invierno,
advertencia de árboles, de ríos,
de horizontes, de cielos, de crepúsculos,
de tardes tristes, de verdades secas,
de áspero temporal y de rigor.
La escueta hondura de la certidumbre
reduce los paisajes a artificios,
las razones desnudas que proclaman
el ritmo acompasado de la muerte.

[La Centena, 99, ERE, 1986, capricho facsimilar con hepatsílabos y endecasílabos para este día inexistente]