Apología de Joe Gould
Hubo un tiempo, a caballo entre dos siglos, en que Ismael Rozalén dirigía en el Valle del Jerte una revista cooperativa y cerezal llamada ‘La picota’, donde, mes a mes, escribíamos, entre otros, Álvaro Valverde et moi même. En ella apareció, en enero de 2001 (no cabe más exacto eje secular), «Apología de Joe Gould». Ahora que, al cabo de los años, se publica (y se vende: 50 €) ‘La baraja’, de Max Aub, en suntuoso estuche, me ha venido a la memoria, junto a la memoria de aquel tiempo, el viejo texto que, sin enmienda alguna, reproduzco a continuación. Ismael, Álvaro: salud.
Si Joseph Ferdinand Gould (Joseph Mitchell, ‘El secreto de Joe Gould’, Anagrama, 2000) goza de todas mis simpatías es porque siempre he creído que determinadas ideas artísticas o literarias no deben adquirir nunca forma concreta: es decir, que no sólo no hace falta desarrollarlas sino que es mejor no desarrollarlas, porque su mayor logro no está en la ejecución sino en la ocurrencia. Siempre ha habido, sin embargo, gente empeñada en llevar a término formal sus ocurrencias. Hubo, por ejemplo, creo que en Hungría, quien escribió una tesis doctoral sobre unos poemas medievales que había descubierto casualmente en unos archivos corroídos por el tiempo y, después de aprobar «cum laude», publicó un libro detallando cómo había escrito los poemas: «cum fraude». Salvo como apéndice notarial, no creo que la tesis ni la confesión mejoraran la broma filológica. Joe Gould, en cambio, tuvo una idea y se la fue contando a todo el mundo por las calles de Nueva York, pero nunca la llevó a cabo. Lo cierto, sin embargo, es que de los primeros siempre quedarán noticias y los segundos permanecerán en el olvido. Yo mismo sé más de resultados discutibles que de ocurrencias silenciosas.
En cierta ocasión leí que Max Aub había escrito ‘La baraja’, una novela de cuarenta capítulos que no se presentaba en forma de libro, sino como una baraja elegante, es decir, en un estuche. Cada carta contenía un capítulo (no hablaba allí del tamaño de las cartas ni de la extensión de los capítulos, aunque del ingenio del autor de ‘Crímenes ejemplares’ cabe esperar cualquier invención) y se recomendaba barajar las cartas antes de leer y leer los capítulos en el orden dispuesto por el azar. Del modo de lectura deparado por la suerte dependía el tipo de novela que se estaba leyendo. Durante mucho tiempo creí que esto era así y quise encontrar la novela, la baraja o el estuche, de modo que puse cierto empeño en ello, básicamente en la cuesta de Moyano y en El Rastro, naturalmente sin éxito. Hasta que un día decidí dejar de buscar la dichosa baraja, pero no porque me rindiera, no por cansancio, sino porque pensé que, si algún día la encontraba, su realidad y su lectura me defraudarían, pues en modo alguno Max Aub podría haber encontrado una fórmula literaria a la altura de la idea estructural de la baraja.
En los tiempos en que Julio Cortázar andaba encaramado en las alturas del «boom» y se discutía si ‘Rayuela’ era mejor o peor novela que ‘Cien años de soledad’, había mucha gente que, sin haber leído ‘Rayuela’, sabía lo fundamental de su leyenda y así, al solo conjuro de la palabra «rayuela», siempre alguien informaba de la obviedad: «Ya sabes que se puede leer de dos maneras». Y, en efecto, el autor advierte de la doble lectura, en orden lineal de capítulos: 1, 2, 3, 4, 5... hasta 56, o en un orden caprichoso que avanza así: 73, 1, 2, 116, 3, 84, 4, 71, 5, 81... Reconozco que me lancé sobre ‘Rayuela’ con la curiosidad añadida de ese juego secundario, pero enseguida caí en el desencanto, pues advertí el engaño. Sólo había una vaga apariencia de duplicidad, pues en la segunda lectura, la aparentemente desordenada, permanecía inalterable la secuencia lineal de capítulos imprescindibles: 1, 2, 3, 4, 5.
También durante un tiempo perseguí a un autor francés, de nombre Georges Perec, cuando supe que en el OULIPO (un taller de literatura experimental) había desarrollado inventos formales de verdadera amplitud y largo alcance. Por ejemplo, había publicado una novela policiaca titulada ‘La disparition’, a la que los críticos, según contaban, maltrataron, porque no había ninguna desaparición, hasta que advirtieron que la desaparecida era la letra «e», ciertamente un alto logro: una novela de 300 páginas, ¡en francés!, sin la «e» (la traducción castellana, ‘El secuestro’, prescinde de la «a»). No cogió de sorpresa a los críticos franceses el mismo Perec cuando escribió ‘Les revenentes’, donde, en compensación, sólo utilizaba la «e» y prescindía de las demás vocales. Pero el logro supremo de Perec (que tampoco he podido ver nunca, ni siquiera sé si existe realmente, ni, si existe, qué dimensiones tiene) es una novela o un relato que forma un largo palíndromo, una historia que se lee igual al derecho que al revés. Lamentablemente, no sé el título, que también será, supongo, un palíndromo, pero si alguien quiere imaginar la dificultad del desafío que pruebe a incrustar, en el siguiente palíndromo de José Antonio Millán: «Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina», una sola frase reversible entre «lagartona» y «no traga» y piense luego en la inserción de una página o varias páginas completas.
No ha de extrañar, pues, que desde un principio a mí me haya caído bien el personaje de Joe Gould. El periodista Joseph Mitchell (1908-1996) lo conoció en 1942 y escribió sobre él un reportaje, «El profesor Gaviota». Joe Gould vivía como un mendigo, dormía en la calle, en los parques o en hoteles infectos, se emborrachaba, paseaba sus andrajos por Manhattan y tenía un gran empeño literario, escribir una obra inmensa y monumental, la ‘Historial oral de nuestro tiempo’, miles de diálogos, de semblanzas, de biografías, sobre el mundo contemporáneo neoyorquino, la historia total de Manhattan en infinidad de conversaciones oídas al azar, el reflejo de la ciudad en lo que dicen sus habitantes. Sólo la mención de tan ambicioso proyecto literario atrajo la atención de Mitchell, como la de algunos insignes escritores, de Ezra Pound a e. e. cummings. Durante muchos años Mitchell y Gould se vieron a menudo, el segundo intentando subsistir, el primero intentando ver algún fragmento de la ingente y misteriosa y secreta ‘Historial oral’. Alguna vez Gould le leyó algún capítulo, dos o tres, siempre los mismos, una y otra vez, repetidos, rehechos, reelaborados, inconclusos. A la muerte de Gould, en 1957, los amigos del genio hicieron lo posible y lo imposible para encontrar la ‘Historia oral’. Todo fue en vano. Las pistas que Gould había ido dejando eran esquivas, cruzadas, falsas, contradicotiras. Nadie pudo encontrar rastro alguno de tan grandiosa obra. Por eso publicó Mitchell, en 1964, ‘El secreto de Joe Gould’, para contar su relación con el personaje entre 1942 y 1957, pero sobre todo para revelar una enternecedora evidencia: que nunca existió la ‘Historia oral’. Joe Gould se quedó toda su vida enredado en el terreno del proyecto y en la multiplicación de los dos o tres fragmentos que todos conocían. Y, ciertamente, después de concebir tamaña obra, no hacía falta escribirla. El resultado no hubiera estado nunca a la altura del proyecto, ni a la altura de la biografía del autor, una verdadera hazaña de la bohemia posmoderna: vivir de la obra, para la obra y sin la obra. En tales casos, las palabras de Hamlet se tornan verdaderamente imperativas: «El resto debe ser silencio».
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