Albalat al habla
I. Higuereños, amigos de Higuera de Albalat, miembros de la Comisión de Fiestas y de la Corporación Municipal, Señor Presidente de la Comisión, Señor Alcalde… Tengo que agradecer en primer lugar que se me haya invitado a pronunciar el pregón de las Fiestas del Emigrante de este año 2012. Confieso que cuando recibí la invitación oficial sentí al pronto cierta turbación, porque nunca me he visto en tales trances festivos, pero también lo sentí como un honor y un privilegio, porque, como le ocurre a la mayoría de la gente, yo también tengo mis raíces en el lugar de nacimiento y en los escenarios de la infancia. Tal vez por eso, por el recurso perdurable de la infancia, lo primero que acudió a mi imaginación fueron la plaza y las calles del pueblo y lo que para mí, de chico, era verdaderamente un pregón, esto es, ver cómo el alguacil salía del ayuntamiento, se detenía en medio de la plaza, frente a mi casa, hacía sonar la corneta y, con el ritmo retórico de las ordenanzas municipales, daba a conocer el bando de la alcaldía o anunciaba alguna buena nueva: por ejemplo, la llegada de un camión ambulante con mercancías domésticas o tal vez de un motocarro con productos perecederos. Emprendía después el alguacil su recorrido, siempre idéntico, se detenía en los mismos puntos siempre, en las mismas esquinas, y a veces los críos, más o menos revoltosos, le seguíamos a distancia, lo que enseguida provocaba su enojo y sus huecas amenazas. De ninguna manera podía sospechar, por tanto, que al cabo de los años yo mismo me encontraría en el pueblo donde nací y precisamente en condición de pregonero. Gracias, pues, por la invitación.
II. Naturalmente mi condición de higuereño activo proviene de la infancia y mi noción de Higuera de Albalat se remonta a la década de los cincuenta, tan lejana ya que disculparía por ley de vida los seguros fallos de la memoria. No obstante, muchas cosas de Higuera permanecen con huellas indelebles: los escenarios y el paisaje, la ubicación geográfica, el ciclo anual de la existencia y una idea sólida de comunidad.
Forman parte fija de mi imaginación los lugares y los nombres: el Cerro Cepillo, donde las travesuras infantiles nos llevaban a fumar los primeros ‘peninsulares’ e ‘ideales’; el Prado, donde nuestros juegos de pídola o pelota se alternaban con las eras del verano; el agua fría e insaciable de la Fuente Vieja; o, en fin (sería larga la enumeración), la imponente silueta del Cancho Rebozo, que, en mi niñez, competía con la cordillera del Himalaya y aventajaba sus más altas cumbres. Los Castañares, la Garganta, la Pasaera, la Gargantilla, el Rinconcillo, la Parrilla o Chinalavá son los nombres que han ido asociados siempre en mi pensamiento a la primera noción de arroyos, árboles, frutos y campos, y también, por ello, a todos los escenarios reales o de ficción de mi experiencia. La palabra ‘torre’, por ejemplo, designa para mí una sola torre, la primera, aquella a la que los monaguillos, que éramos casi todos, subíamos a tocar las campanas cada tarde, en cuyas cámaras intermedias improvisábamos juegos que en su ingenuidad merecían formar parte de los entresijos del desventurado Quasimodo o de los arbitrios del cautivo Segismundo.
El ciclo anual de la existencia, por su parte, venía marcado por un sistema de economía familiar y de autoabastecimiento, cuyos grandes hitos eran para mí dos sobre todos los demás: la matanza, un rito familiar de invierno, y las eras del prado en verano, el eterno girar en el trillo sobre la parva en julio. Los críos colaborábamos en esas tareas de forma subsidiaria y quiero creer ahora que proporcionada (aunque entonces no me lo parecía: yo aprendí sobre el trillo el arte de la paciencia y aprendí la crueldad del frío cogiendo aceitunas), pero preferíamos salir en pandilla a buscar nidos de tórtolas, torturar ranas en los charcos o participar en juegos colectivos con apenas unos cuantos ingredientes comunes: aros, zancos, bolindres, chapas, hinquetes, tiradores y tal vez un balón de goma. O, en su defecto, sin necesidad de complementos: juegos verbales, o de salto, o de escondite y persecución.
Una característica además, por azar de la geografía y los caminos, situaba a Higuera de Albalat en el corazón del mundo: era fin de trayecto. Ello suponía sin duda más de una desventaja en cuanto a prosperidad se refiere, pero agregaba, en cambio, un aliciente heroico. A mí me parecía una providencia de los dioses. Nadie venía a Higuera por casualidad, nadie se detenía en su viaje por error. No era Higuera punto intermedio de ninguna travesía: era el principio y el fin de toda travesía. Higuera era ‘destino’. Venir a Higuera requería un acto de voluntad y, considerando las circunstancias, ello significaba también una forma de pertenencia, una declaración de principios. Era como si estuviéramos en el centro del mundo. De ahí que en las raras ocasiones en que oíamos un ruido de motor nuestra curiosidad y nuestro asombro infantiles no tuvieran límite. Conocíamos de sobra el parque móvil local y sus horarios, de modo que cualquier imprevisto automovilístico lo vivíamos perplejos y curiosos.
III. Recuerdo cómo años después, llegando yo mismo en cierta ocasión en coche, me disgustó ver que el indicador de carretera contenía una sola palabra: «Higuera». Que hubieran suprimido «de Albalat» me supo mal. Y lo sentí como una usurpación, como si la administración provincial me hubiera arrebatado una parte de la memoria. En contra de esa mutilación del rótulo, del deneí, del pasaporte, hice entonces propósito de no omitir nunca «de Albalat» en ninguna circunstancia que de mí dependiera. Porque el nombre de «Higuera de Albalat» tenía un doble sentido. Estaba primero «Higuera», que es nombre común, árbol de dulces frutos, nombre que nos nombraba y que usaban maliciosamente contra nosotros, con artículo, como el lugar del despiste y la abstracción, los vecinos de los pueblos situados más allá de la Cruz del Mangano o de la garganta de Descuernacabras. Pero estaba luego «Albalat», que es nombre propio y que yo no había sabido relacionar entonces con ninguna unidad administrativa ni con ninguna Campana medieval o mancomunitaria. De modo que si «Higuera» era lo próximo, lo común, la producción frutal del verano, o sea, la realidad, «Albalat» era lo misterioso, lo desconocido, lo que pertenecía al terreno de la imaginación y de la fantasía, al mundo de la ficción y la leyenda, o sea, a la literatura.
IV. Aquellos, sin embargo, eran años de extensa penuria (y siempre las penurias han golpeado en estas tierras con mayor virulencia). Por eso recuerdo también conversaciones entre adultos, junto a la chimenea en invierno o al fresco en verano, sobre quienes emprendían la arriesgada aventura de la emigración y ponían rumbo a otras prosperidades. El pueblo se iba poco a poco despoblando y al final también nosotros cambiamos de vida y de lugar. Algo puedo decir sobre esto: por muy lejos que alguien se vaya, en cierto modo siempre está en el lugar del que parte; vivimos en otros sitios, pero seguimos estando siempre aquí. Hay cosas, además de la memoria, que permanecen de por vida: tal vez la austeridad en el carácter, tal vez cierta determinación moral. Es, por tanto, una idea afortunada celebrar estas Fiestas del Emigrante, en las que al menos una vez al año se restablece y se recupera aquella idea de comunidad que yo tenía de chico. Hay en mi memoria otras fiestas. Recuerdo la Virgen del Rosario y recuerdo más aún la impaciencia con que esperaba San Sebastián y la piedad que me inspiraba la figura de su martirio. Son fiestas tradicionales, de devoción y fe, de iglesia y procesión, fiestas de los que permanecen en invierno. No cabe para san Sebastián mejor complemento que las Fiestas del Emigrante, las fiestas del verano. Son fiestas realmente populares, fiestas del pueblo, en las que se festeja ser del pueblo y sentirse del pueblo. Son las fiestas del nacimiento y de los sentimientos, las fiestas del origen y el reencuentro, las fiestas de los que están y de los que vuelven, el rito alegre con que se perpetúan los ciclos anuales de Higuera de Albalat. Por eso es un honor pronunciar aquí esta noche las dos palabras que mejor expresan los deseos de todos y para todos: ¡Felices fiestas! Por eso, también, las repito: ¡Felices fiestas!
Higuera de Albalat, 2 de agosto de 2012
II. Naturalmente mi condición de higuereño activo proviene de la infancia y mi noción de Higuera de Albalat se remonta a la década de los cincuenta, tan lejana ya que disculparía por ley de vida los seguros fallos de la memoria. No obstante, muchas cosas de Higuera permanecen con huellas indelebles: los escenarios y el paisaje, la ubicación geográfica, el ciclo anual de la existencia y una idea sólida de comunidad.
Forman parte fija de mi imaginación los lugares y los nombres: el Cerro Cepillo, donde las travesuras infantiles nos llevaban a fumar los primeros ‘peninsulares’ e ‘ideales’; el Prado, donde nuestros juegos de pídola o pelota se alternaban con las eras del verano; el agua fría e insaciable de la Fuente Vieja; o, en fin (sería larga la enumeración), la imponente silueta del Cancho Rebozo, que, en mi niñez, competía con la cordillera del Himalaya y aventajaba sus más altas cumbres. Los Castañares, la Garganta, la Pasaera, la Gargantilla, el Rinconcillo, la Parrilla o Chinalavá son los nombres que han ido asociados siempre en mi pensamiento a la primera noción de arroyos, árboles, frutos y campos, y también, por ello, a todos los escenarios reales o de ficción de mi experiencia. La palabra ‘torre’, por ejemplo, designa para mí una sola torre, la primera, aquella a la que los monaguillos, que éramos casi todos, subíamos a tocar las campanas cada tarde, en cuyas cámaras intermedias improvisábamos juegos que en su ingenuidad merecían formar parte de los entresijos del desventurado Quasimodo o de los arbitrios del cautivo Segismundo.
El ciclo anual de la existencia, por su parte, venía marcado por un sistema de economía familiar y de autoabastecimiento, cuyos grandes hitos eran para mí dos sobre todos los demás: la matanza, un rito familiar de invierno, y las eras del prado en verano, el eterno girar en el trillo sobre la parva en julio. Los críos colaborábamos en esas tareas de forma subsidiaria y quiero creer ahora que proporcionada (aunque entonces no me lo parecía: yo aprendí sobre el trillo el arte de la paciencia y aprendí la crueldad del frío cogiendo aceitunas), pero preferíamos salir en pandilla a buscar nidos de tórtolas, torturar ranas en los charcos o participar en juegos colectivos con apenas unos cuantos ingredientes comunes: aros, zancos, bolindres, chapas, hinquetes, tiradores y tal vez un balón de goma. O, en su defecto, sin necesidad de complementos: juegos verbales, o de salto, o de escondite y persecución.
Una característica además, por azar de la geografía y los caminos, situaba a Higuera de Albalat en el corazón del mundo: era fin de trayecto. Ello suponía sin duda más de una desventaja en cuanto a prosperidad se refiere, pero agregaba, en cambio, un aliciente heroico. A mí me parecía una providencia de los dioses. Nadie venía a Higuera por casualidad, nadie se detenía en su viaje por error. No era Higuera punto intermedio de ninguna travesía: era el principio y el fin de toda travesía. Higuera era ‘destino’. Venir a Higuera requería un acto de voluntad y, considerando las circunstancias, ello significaba también una forma de pertenencia, una declaración de principios. Era como si estuviéramos en el centro del mundo. De ahí que en las raras ocasiones en que oíamos un ruido de motor nuestra curiosidad y nuestro asombro infantiles no tuvieran límite. Conocíamos de sobra el parque móvil local y sus horarios, de modo que cualquier imprevisto automovilístico lo vivíamos perplejos y curiosos.
III. Recuerdo cómo años después, llegando yo mismo en cierta ocasión en coche, me disgustó ver que el indicador de carretera contenía una sola palabra: «Higuera». Que hubieran suprimido «de Albalat» me supo mal. Y lo sentí como una usurpación, como si la administración provincial me hubiera arrebatado una parte de la memoria. En contra de esa mutilación del rótulo, del deneí, del pasaporte, hice entonces propósito de no omitir nunca «de Albalat» en ninguna circunstancia que de mí dependiera. Porque el nombre de «Higuera de Albalat» tenía un doble sentido. Estaba primero «Higuera», que es nombre común, árbol de dulces frutos, nombre que nos nombraba y que usaban maliciosamente contra nosotros, con artículo, como el lugar del despiste y la abstracción, los vecinos de los pueblos situados más allá de la Cruz del Mangano o de la garganta de Descuernacabras. Pero estaba luego «Albalat», que es nombre propio y que yo no había sabido relacionar entonces con ninguna unidad administrativa ni con ninguna Campana medieval o mancomunitaria. De modo que si «Higuera» era lo próximo, lo común, la producción frutal del verano, o sea, la realidad, «Albalat» era lo misterioso, lo desconocido, lo que pertenecía al terreno de la imaginación y de la fantasía, al mundo de la ficción y la leyenda, o sea, a la literatura.
IV. Aquellos, sin embargo, eran años de extensa penuria (y siempre las penurias han golpeado en estas tierras con mayor virulencia). Por eso recuerdo también conversaciones entre adultos, junto a la chimenea en invierno o al fresco en verano, sobre quienes emprendían la arriesgada aventura de la emigración y ponían rumbo a otras prosperidades. El pueblo se iba poco a poco despoblando y al final también nosotros cambiamos de vida y de lugar. Algo puedo decir sobre esto: por muy lejos que alguien se vaya, en cierto modo siempre está en el lugar del que parte; vivimos en otros sitios, pero seguimos estando siempre aquí. Hay cosas, además de la memoria, que permanecen de por vida: tal vez la austeridad en el carácter, tal vez cierta determinación moral. Es, por tanto, una idea afortunada celebrar estas Fiestas del Emigrante, en las que al menos una vez al año se restablece y se recupera aquella idea de comunidad que yo tenía de chico. Hay en mi memoria otras fiestas. Recuerdo la Virgen del Rosario y recuerdo más aún la impaciencia con que esperaba San Sebastián y la piedad que me inspiraba la figura de su martirio. Son fiestas tradicionales, de devoción y fe, de iglesia y procesión, fiestas de los que permanecen en invierno. No cabe para san Sebastián mejor complemento que las Fiestas del Emigrante, las fiestas del verano. Son fiestas realmente populares, fiestas del pueblo, en las que se festeja ser del pueblo y sentirse del pueblo. Son las fiestas del nacimiento y de los sentimientos, las fiestas del origen y el reencuentro, las fiestas de los que están y de los que vuelven, el rito alegre con que se perpetúan los ciclos anuales de Higuera de Albalat. Por eso es un honor pronunciar aquí esta noche las dos palabras que mejor expresan los deseos de todos y para todos: ¡Felices fiestas! Por eso, también, las repito: ¡Felices fiestas!
Higuera de Albalat, 2 de agosto de 2012
<< Inicio