16.5.05

Naturalismo

En la última fila de la clase, en el pupitre de la ventana, se sienta una alumna inteligente que no sólo procede del campo sino que tiene espíritu rural. Regordeta, un punto colorada, el pelo rubio oscuro y largo, recogido en coleta, parece una de esas campesinas lozanas que el cine sitúa en comarcas centroeuropeas (o que se intuyen en los relatos de John Berger) y, sin duda, con un sombrero de paja o un pañuelo en la cabeza, podría ocupar un lugar pleno junto a esas presencias. Según dicen, ayuda a sus padres en las tareas agrícolas con vigor, sin que la aspereza de la labor la arredre y sin que la severidad de los trabajos disminuya su esfuerzo. «Como si fuera un muchacho», añaden quienes la conocen. En sus ojos esquivos, de brillo huidizo, se advierte un contagio original, la mezquindad huraña del aislamiento o la desconfianza primitiva de la tierra. Como tiene los pies en el suelo, firmemente asentados en el surco, no le gusta la literatura en general ni la contemporánea en particular, que sólo entiende como extravagancia y floritura, exceso verbal y criptografía, devaneo lingüístico ajeno a la realidad y las personas. Sólo alguna vez ha leído libros que no vengan exigidos por los programas académicos, «novelas románticas o de amor», dice con las mejillas en vergüenza. Se niega a admitir paralelismo alguno entre la saturación del amor rosa de sus lecturas y los excesos suprarreales del lenguaje literario generado en las vanguardias, excedentes ambos, a la postre, de dos actitudes equivalentes: la exaltación del sentimiento y la conciencia estética de las palabras. Para ella, la ficción siempre encuentra asideros en nombres y figuras, mientras que las metáforas abruptas sobrepasan la percepción de todo referente. A la pregunta de qué va a estudiar cuando acabe el bachillerato sólo le cabe una respuesta. «Historia», dice, esto es, hechos reales, testimonios, evidencias, signos concretos de la realidad.