Gaveta de gavetas
I. Esta «Gaveta de gavetas» es un libro extraño y es un libro objetivamente triste. En su mayor parte está compuesto de relatos o cuasirrelatos, artículos, fragmentos escogidos, poemas, el apunte de un diario. Y basta ver el índice para darse cuenta de que, aparte del prólogo (y la sola lectura del prólogo haría innecesarias mis palabras, porque en él, además de hacer un poco de historia, se da justa cuenta de todo: de la idea original, de los propósitos y del resultado), aparte del prólogo, como decía, aparecen aquí textos firmados por varios autores: exactamente, 21. Los mismos 21 que han publicado en la colección La Gaveta. Como no voy a dar la lista completa, porque es innecesaria, y como, aunque alguna vez tenga que recurrir a determinadas citas puntuales, tampoco voy a comentar los textos uno por uno, para evitar discriminaciones hago el propósito de no mencionar a ninguno de los autores. «Son 21, y basta», como diría el narrador de «Campo de amapolas blancas», uno de los primeros libros publicados en La Gaveta. Precisamente 21: el mismo número de veces que la princesa se confabula con la muerte. Y digo que es un libro triste porque son tristes o, cuando menos, graves, los relatos, los poemas, la reflexión. Y lo son doblemente: por una parte, no por la razón sino por las circunstancias que los reúnen aquí; por otra parte, por su propio contenido, porque parecen extraídos de un mismo abatimiento. En muchos de ellos destaca la presencia de la muerte, o del dolor, o de la derrota. Hay varios personajes que han superado la cincuentena y son despedidos del trabajo o personajes en fase profesionalmente terminal, que, dada la maldición del «Génesis», es fase existencialmente terminal. Puede tratarse de un escritor que va a escribir (pero que no va a escribir) el cuento primordial, el principio del paraíso de la literatura; o de un actor que no atina ya con la réplica adecuada, porque antepone el diagnóstico a la edad; o de un impresor que, tras un despido improcedente, acaba durmiendo en el metro de Ópera y entendiendo una consigna de Horkheimer. «Vamos envejeciendo», me he dicho mientras leía, e incluso en un texto que sé de primera mano que está escrito en plena juventud laboral, me ha parecido advertir como un envejecimiento prematuro, casi de mansedumbre machadiana, ese Machado que camina «solo, / triste, cansado, pensativo y viejo», tal vez porque el dolor literario, la expresión estética del dolor, precede al dolor real y verdadero. Ciertamente hay un relato de fantasía, con nieve, luna y colibríes, pero incluso en esa demostración poética de que los deseos se cumplen hay una especie de desconsuelo previo y de final lastimeramente feliz, al modo como se combinan la lástima y la felicidad en los finales dichosos de los cuentos populares. Otro relato nos advierte sobre «lo malo de soñar: que nos permite traicionar las ideas que hemos de defender cuando despertemos». Y aún otro en el que al narrador sueña una conversación literalmente kafkiana, lúcida y verosímil, con el autor de «La metamorfosis». Y otro, en fin, nos conduce hasta las postrimerías del olvido, el limbo brumoso e inocente de la memoria.
II. Podría seguir enumerando pormenores, reduciendo a insinuaciones o a aproximaciones, los 21 textos de esta «Gaveta de gavetas», y no sería, en términos literarios, una injusticia crítica, pero sí sería, según creo, empeñarse en la propuesta de una lectura errónea, o al menos de una lectura neutra, externa y descontextualizada, como podría hacerla un lector remoto que llegara al libro por azar y lo leyera también, como no es infrecuente que se lean estos libros múltiples, al azar, esto es, saltando, yendo de un texto a otro, buscando los nombres conocidos, eligiendo primero los textos breves y desestimando los más extensos para volver sobre ellos en mejor momento, desoyendo, en fin, el orden alfabético, que no deja de ser también, en definitiva, una forma regulada del azar. Pero yo no soy en este caso un lector neutro ni remoto e imagino que tampoco lo serán la mayoría de los lectores de estos textos, al menos de los primeros lectores, de los lectores inmediatos. De modo que no puedo sucumbir ante los enigmas, ni ante los mecanismos subterráneos, ni ante las meras y engañosas curiosidades del azar, porque, una vez que suceden las cosas, es demasiado fácil e incluso tentador interpretar todos los signos como presagios de la fatalidad. Desechemos, pues, toda veleidad.
III. La «Gaveta de gavetas» se abre con una dedicatoria: «A la memoria de Fernando Pérez»; sigue un prólogo cuyas primeras palabras son: «Este prólogo debería haberlo escrito Fernando Tomás Pérez González»; se cierra con un colofón: «Este libro está dedicado a la memoria de Fernando Tomás Pérez González, que fue director de la Editora Regional de Extremadura»; y se informa finalmente en la contrasolapa de que el libro «ofrece textos inéditos de todos los autores publicados hasta la fecha en esta colección [La Gaveta], como homenaje a su fundador, Fernando Tomás Pérez González». He de decir que me parece pertinente la reiteración, especialmente pertinente en este libro concreto, y no sólo porque Fernando fuera el creador de La Gaveta sino también, y sobre todo, por lo que La Gaveta supuso para Fernando como editor y como persona. La labor editorial de Fernando Pérez no necesita mis elogios, que serían por lo demás elogios de un profano que incluso desconoce su verdadera magnitud. Pero sí tengo alguna opinión particular sobre La Gaveta. Si al frente de la Editora Regional a Fernando Pérez le correspondía una tarea profesional e institucional, cultural en sentido amplio, imparcial, objetiva, al imaginar y crear La Gaveta reservó un rinconcito, un cajoncito, literalmente, en suma, una gaveta, de la estructura general de la Editora para conjugar, en libritos de formato menor, libritos humildes y atractivos, como pequeñas joyas, sus nociones de forma y contenido, sus principios de editor con criterio, su sabiduría editorial subjetiva. La Gaveta es, pues, la conciencia de Fernando Pérez, una creación moral y una creación estética, la combinación del editor y la persona. Quienes han publicado en La Gaveta (y quienes no han publicado y han querido hacerlo e incluso si se han empeñado especialmente en ello) saben bien que la colección tiene un cierto espíritu unitario, que sus títulos no comparten sólo vecindad en el catálogo, sino que participan de un algo común. Yo no sabría definir ese algo; a veces, ni siquiera logro adivinarlo. Pero Fernando Pérez veía con prontitud, con serena y mesurada prontitud, digamos, si un texto encajaba o no encajaba en La Gaveta, si tenía o no tenía su espíritu. Ahí es donde prevalece la conciencia del editor, particular y exclusiva. Lo que significa que en los 22 libros que han aparecido en la colección sobrevive un cierto aliento literario, el espíritu que Fernando Pérez concebía para su pequeño reducto editorial. A ello hay que añadir aún algo más: que el gusto personal, la noción estética, la óptica desde los que Fernando seleccionaba los textos de La Gaveta no eran los de un literato, ni los de un teórico de la literatura que practicara alguna suerte de apostolado estético o dogmatismo ideológico, sino la de alguien que, familiarizado con la historia y con el pensamiento y capaz de comprender los procesos colectivos, sabía también advertir sus manifestaciones artísticas singulares, una característica de la que a menudo carecen los propios escritores. Ese es un gran mérito y un raro mérito: La Gaveta es el fruto. Tentaciones tengo de decir que con La Gaveta cultivó Fernando Pérez su particular campo de amapolas en un terreno, el de la edición extremeña, que, gracias a él, dejó de ser erial.
IV. Pero, además, el hecho de que «Gaveta de gavetas» esté dedicado a Fernando Pérez no significa sólo que sea un homenaje, sino que impone un modo de lectura. Si en la colección prevalecía ese espíritu, esa conciencia a veces difusa, a que me he referido, del editor, aquí se impone de forma abrumadora. Algunos textos llevan dedicatoria, explícita y adjunta. Otros, los poemas, por ejemplo, o los «Pensamientos de las tres de la mañana», no tienen otro motivo que Fernando Pérez. El protagonista de uno de los relatos es un autor de cuentos que en un punto remoto de este mundo viajero lee y relee una carta de un editor que se llama Fernando, que dirige la Editora Regional, del que elogia su «equilibrada paciencia» y al que define como «un espíritu certero, un alma sencilla que supiera permanecer erguida sin sucumbir a las asperezas del trabajo editorial». Pero incluso en aquellos textos en los que el asunto es ajeno o lejano resulta difícil que el lector cercano no encuentre atisbos, referencias, actitudes, melancolías, que no remitan (directa y tangencialamente, aunque tal vez también equivocadamente) al espíritu de La Gaveta. Es imposible sustraerse a la connotación subjetiva de las palabras, de las escenas y de los escenarios. Podría decirse, en términos geométricos, que o son textos secantes o son textos tangentes. Porque todos los golpes van a dar en la herida. En un relato, por ejemplo, sale un personaje que se llama Tomás y el lector tiene que detenerse y recomponer la historia, como cuando tropieza con un encabalgamiento abrupto: no, no es Fernando, es pura casualidad. En otro aparece la palabra impresor o la palabra librería; en otro encontramos la palabra hospital o la palabra enfermero o la palabra agonizar; en otro, una quimera en que el narrador imagina con ingenio el revés de la literatura, leemos que «allí [en un revés concreto, el revés de la novela de Proust] respiraría como aire puro el tiempo que se va, el tiempo que sólo es nuestro cuando se nos va y lo dejamos ir», y en todos estos casos el lector tiene que detenerse para separar la realidad de la ficción, la experiencia de la narración, la predisposición de las intenciones, la empatía de los datos precisos y visibles del texto. Las metáforas nunca dejarán de ser metáforas y la ficción será siempre ficción, pero, como se lee en uno de los poemas del libro, «a veces sucede, sí, que ni / los muertos mueren ni las sombras pasan».
V. Lo que lamentablemente no podemos saber de modo firme es si, en definitiva, esta «Gaveta de gavetas» mantiene o no mantiene el espíritu de la colección, si es un buen y digno epílogo. Quiero pensar que sí, que los responsables de la edición tienen buen criterio (lo que es una garantía de presente y de futuro) y que lo que aquí publica cada uno de los 21 autores no nombrados está en concordancia con lo que cada uno publicó, a solas, en el número correspondiente de la colección. Se reconocen los estilos y las formas, se reconoce el pensamiento, se reconoce la actitud. Se advierten enseguida los procedimientos y las armas de la propia retórica: la frivolidad como escudo de protección, la atmósfera como territorio de lo que se pierde, el coloquialismo como vehículo del desgarro, la abstracción como soporte de la banalidad, la nobleza como virtud cotidiana, etcétera, etcétera. Estoy seguro de que, si todos y cada uno de los 21 autores aquí reunidos hubieran alcanzado la gloria de su propio adjetivo, en el sentido en que decimos que es machadiana la poesía de Machado o barojiana la narrativa de Baroja (y no menciono en vano a estos dos escritores), entonces, sin duda, a cada uno de los textos le podríamos ir colocando el adjetivo propicio e intransferible, el adjetivo con sufijo derivado del apellido. No es tarea que convenga acometer ahora, sin embargo. Antes bien conviene celebrar la aportación de cada uno a esta reunión, más exacta que numerosa. Cuando yo era joven todavía se usaba la palabra «florilegio», que viene de «flor» y de «escoger» (del latín), fragmentos seleccionados de textos literarios. Hoy, frente al impulso de la palabra «antología» (que también viene de «flor» y de «escoger», pero del griego), los florilegios han caído en el descrédito, son antiguos, han quedado anticuados, amarillentos, suenan a retórica trivial, huelen a monasterio, a biblioteca en ruinas, a estanterías carcomidas o a librería de viejo. No sería desacertado pensar, sin embargo, que esta gaveta postrera no es una antología, sino un sencillo y sincero florilegio. «Hay una clase de amor que no puede ser dicha», dice uno de los textos del libro. Y es cierto. No es infrecuente por ello que, sobre todo si somos sentimentales, procuremos eludir toda sentimentalidad individual y guarecernos tras derivaciones abstractas, refugiarnos en ensimismamientos conceptuales. No es el caso de esta «Gaveta de gavetas». O no lo es siempre. Quizás en ella quede dicho todo lo que se puede decir. O quizás lo que no se dice sea también una forma elocuente de decir.
II. Podría seguir enumerando pormenores, reduciendo a insinuaciones o a aproximaciones, los 21 textos de esta «Gaveta de gavetas», y no sería, en términos literarios, una injusticia crítica, pero sí sería, según creo, empeñarse en la propuesta de una lectura errónea, o al menos de una lectura neutra, externa y descontextualizada, como podría hacerla un lector remoto que llegara al libro por azar y lo leyera también, como no es infrecuente que se lean estos libros múltiples, al azar, esto es, saltando, yendo de un texto a otro, buscando los nombres conocidos, eligiendo primero los textos breves y desestimando los más extensos para volver sobre ellos en mejor momento, desoyendo, en fin, el orden alfabético, que no deja de ser también, en definitiva, una forma regulada del azar. Pero yo no soy en este caso un lector neutro ni remoto e imagino que tampoco lo serán la mayoría de los lectores de estos textos, al menos de los primeros lectores, de los lectores inmediatos. De modo que no puedo sucumbir ante los enigmas, ni ante los mecanismos subterráneos, ni ante las meras y engañosas curiosidades del azar, porque, una vez que suceden las cosas, es demasiado fácil e incluso tentador interpretar todos los signos como presagios de la fatalidad. Desechemos, pues, toda veleidad.
III. La «Gaveta de gavetas» se abre con una dedicatoria: «A la memoria de Fernando Pérez»; sigue un prólogo cuyas primeras palabras son: «Este prólogo debería haberlo escrito Fernando Tomás Pérez González»; se cierra con un colofón: «Este libro está dedicado a la memoria de Fernando Tomás Pérez González, que fue director de la Editora Regional de Extremadura»; y se informa finalmente en la contrasolapa de que el libro «ofrece textos inéditos de todos los autores publicados hasta la fecha en esta colección [La Gaveta], como homenaje a su fundador, Fernando Tomás Pérez González». He de decir que me parece pertinente la reiteración, especialmente pertinente en este libro concreto, y no sólo porque Fernando fuera el creador de La Gaveta sino también, y sobre todo, por lo que La Gaveta supuso para Fernando como editor y como persona. La labor editorial de Fernando Pérez no necesita mis elogios, que serían por lo demás elogios de un profano que incluso desconoce su verdadera magnitud. Pero sí tengo alguna opinión particular sobre La Gaveta. Si al frente de la Editora Regional a Fernando Pérez le correspondía una tarea profesional e institucional, cultural en sentido amplio, imparcial, objetiva, al imaginar y crear La Gaveta reservó un rinconcito, un cajoncito, literalmente, en suma, una gaveta, de la estructura general de la Editora para conjugar, en libritos de formato menor, libritos humildes y atractivos, como pequeñas joyas, sus nociones de forma y contenido, sus principios de editor con criterio, su sabiduría editorial subjetiva. La Gaveta es, pues, la conciencia de Fernando Pérez, una creación moral y una creación estética, la combinación del editor y la persona. Quienes han publicado en La Gaveta (y quienes no han publicado y han querido hacerlo e incluso si se han empeñado especialmente en ello) saben bien que la colección tiene un cierto espíritu unitario, que sus títulos no comparten sólo vecindad en el catálogo, sino que participan de un algo común. Yo no sabría definir ese algo; a veces, ni siquiera logro adivinarlo. Pero Fernando Pérez veía con prontitud, con serena y mesurada prontitud, digamos, si un texto encajaba o no encajaba en La Gaveta, si tenía o no tenía su espíritu. Ahí es donde prevalece la conciencia del editor, particular y exclusiva. Lo que significa que en los 22 libros que han aparecido en la colección sobrevive un cierto aliento literario, el espíritu que Fernando Pérez concebía para su pequeño reducto editorial. A ello hay que añadir aún algo más: que el gusto personal, la noción estética, la óptica desde los que Fernando seleccionaba los textos de La Gaveta no eran los de un literato, ni los de un teórico de la literatura que practicara alguna suerte de apostolado estético o dogmatismo ideológico, sino la de alguien que, familiarizado con la historia y con el pensamiento y capaz de comprender los procesos colectivos, sabía también advertir sus manifestaciones artísticas singulares, una característica de la que a menudo carecen los propios escritores. Ese es un gran mérito y un raro mérito: La Gaveta es el fruto. Tentaciones tengo de decir que con La Gaveta cultivó Fernando Pérez su particular campo de amapolas en un terreno, el de la edición extremeña, que, gracias a él, dejó de ser erial.
IV. Pero, además, el hecho de que «Gaveta de gavetas» esté dedicado a Fernando Pérez no significa sólo que sea un homenaje, sino que impone un modo de lectura. Si en la colección prevalecía ese espíritu, esa conciencia a veces difusa, a que me he referido, del editor, aquí se impone de forma abrumadora. Algunos textos llevan dedicatoria, explícita y adjunta. Otros, los poemas, por ejemplo, o los «Pensamientos de las tres de la mañana», no tienen otro motivo que Fernando Pérez. El protagonista de uno de los relatos es un autor de cuentos que en un punto remoto de este mundo viajero lee y relee una carta de un editor que se llama Fernando, que dirige la Editora Regional, del que elogia su «equilibrada paciencia» y al que define como «un espíritu certero, un alma sencilla que supiera permanecer erguida sin sucumbir a las asperezas del trabajo editorial». Pero incluso en aquellos textos en los que el asunto es ajeno o lejano resulta difícil que el lector cercano no encuentre atisbos, referencias, actitudes, melancolías, que no remitan (directa y tangencialamente, aunque tal vez también equivocadamente) al espíritu de La Gaveta. Es imposible sustraerse a la connotación subjetiva de las palabras, de las escenas y de los escenarios. Podría decirse, en términos geométricos, que o son textos secantes o son textos tangentes. Porque todos los golpes van a dar en la herida. En un relato, por ejemplo, sale un personaje que se llama Tomás y el lector tiene que detenerse y recomponer la historia, como cuando tropieza con un encabalgamiento abrupto: no, no es Fernando, es pura casualidad. En otro aparece la palabra impresor o la palabra librería; en otro encontramos la palabra hospital o la palabra enfermero o la palabra agonizar; en otro, una quimera en que el narrador imagina con ingenio el revés de la literatura, leemos que «allí [en un revés concreto, el revés de la novela de Proust] respiraría como aire puro el tiempo que se va, el tiempo que sólo es nuestro cuando se nos va y lo dejamos ir», y en todos estos casos el lector tiene que detenerse para separar la realidad de la ficción, la experiencia de la narración, la predisposición de las intenciones, la empatía de los datos precisos y visibles del texto. Las metáforas nunca dejarán de ser metáforas y la ficción será siempre ficción, pero, como se lee en uno de los poemas del libro, «a veces sucede, sí, que ni / los muertos mueren ni las sombras pasan».
V. Lo que lamentablemente no podemos saber de modo firme es si, en definitiva, esta «Gaveta de gavetas» mantiene o no mantiene el espíritu de la colección, si es un buen y digno epílogo. Quiero pensar que sí, que los responsables de la edición tienen buen criterio (lo que es una garantía de presente y de futuro) y que lo que aquí publica cada uno de los 21 autores no nombrados está en concordancia con lo que cada uno publicó, a solas, en el número correspondiente de la colección. Se reconocen los estilos y las formas, se reconoce el pensamiento, se reconoce la actitud. Se advierten enseguida los procedimientos y las armas de la propia retórica: la frivolidad como escudo de protección, la atmósfera como territorio de lo que se pierde, el coloquialismo como vehículo del desgarro, la abstracción como soporte de la banalidad, la nobleza como virtud cotidiana, etcétera, etcétera. Estoy seguro de que, si todos y cada uno de los 21 autores aquí reunidos hubieran alcanzado la gloria de su propio adjetivo, en el sentido en que decimos que es machadiana la poesía de Machado o barojiana la narrativa de Baroja (y no menciono en vano a estos dos escritores), entonces, sin duda, a cada uno de los textos le podríamos ir colocando el adjetivo propicio e intransferible, el adjetivo con sufijo derivado del apellido. No es tarea que convenga acometer ahora, sin embargo. Antes bien conviene celebrar la aportación de cada uno a esta reunión, más exacta que numerosa. Cuando yo era joven todavía se usaba la palabra «florilegio», que viene de «flor» y de «escoger» (del latín), fragmentos seleccionados de textos literarios. Hoy, frente al impulso de la palabra «antología» (que también viene de «flor» y de «escoger», pero del griego), los florilegios han caído en el descrédito, son antiguos, han quedado anticuados, amarillentos, suenan a retórica trivial, huelen a monasterio, a biblioteca en ruinas, a estanterías carcomidas o a librería de viejo. No sería desacertado pensar, sin embargo, que esta gaveta postrera no es una antología, sino un sencillo y sincero florilegio. «Hay una clase de amor que no puede ser dicha», dice uno de los textos del libro. Y es cierto. No es infrecuente por ello que, sobre todo si somos sentimentales, procuremos eludir toda sentimentalidad individual y guarecernos tras derivaciones abstractas, refugiarnos en ensimismamientos conceptuales. No es el caso de esta «Gaveta de gavetas». O no lo es siempre. Quizás en ella quede dicho todo lo que se puede decir. O quizás lo que no se dice sea también una forma elocuente de decir.
[Texto de presentación de «Gaveta de gavetas»
Badajoz, 16 de mayo de 2006]
Badajoz, 16 de mayo de 2006]
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