15.8.07

Autógrafo

I. Me pongo a leer en edición de bolsillo un libro divulgativo de conversaciones con científicos y casi me río solo recordando una vieja anécdota, no sé si apócrifa. Contaba un amigo aficionado a la música pop que se encontraba en un aeropuerto, Madrid o Barcelona, cuando reconoció a lo lejos a un ídolo de juventud: Art Garfunkel. Evocó puentes sobre aguas turbulentas, sonidos del silencio, al cóndor de los Andes que pasó, a la señora Robinson, una especie de «Simon & Garfunkel Mix» que le alborotó las neuronas. De modo que, venciendo su timidez e imitando a los jóvenes y a los niños que en los aeropuertos se acercan a sus ídolos deportivos, echó mano de agenda y de bolígrafo y persiguió desesperadamente al esquivo Arthur «Art» Garfunkel. Cuando logró alcanzarlo y cortarle el paso le pidió en mal inglés un autógrafo para su mujer, digamos X. El cantante sonrió, garabateó, devolvió el boli y dijo «thank you». Satisfecho por el atrevimiento y por el éxito, mi amigo leyó el autógrafo: «Para X con afecto. Eduardo Punset».

II. Advierto ahora al recordarlo que la historia se aparece demasiado al «Potemkin» de Walter Benjamin (en su ensayo sobre Kafka): «Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular y durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. “¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?”, preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios. “Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, “confiadme las actas, os lo ruego”. Los consejeros de estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras colocaba un primer acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó la firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio, lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido. Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin, Shuwalkin, Shuwalkin...»