Monfragüe
El otoño es una estación de humedad ambigua y amenidad vegetal, lo que, sin excluir variantes viajeras de sol urbano y tibio, de recovecos medievales o austeridades románicas, no deja de ser una intensa insinuación de la naturaleza, el brote o el renuevo de un impulso agreste. De ahí la conveniencia e incluso la necesidad de recorrer ciertos parajes naturales y de recrearse en su contemplación, escenarios primordiales como, por ejemplo, en Extremadura, Monfragüe, primorosa concordancia de vegetación plural y abrupta geología.
Situado en la provincia de Cáceres, equidistante de Plasencia, Trujillo y Navalmoral de la Mata, Parque Natural desde 1979, Reserva de la Biosfera desde 2003 y Parque Nacional desde 2007, Monfragüe, que fue en latín “Mons fragorum”, por su densidad vegetal, en árabe “Al-Monfrag”, por su aspereza vertical, y “Monte fragoso” en castellano por mera y llana traducción, se ofrece hoy al viajero como un extenso privilegio, tanto por la quebrada orografía a la que debe el nombre (sierras de cuarcita y pizarra, extensa red hidrográfica) como por la peculiaridad de la fauna que lo puebla, aves rapaces sobre todo.
Hace años, cuando la libertad silvestre carecía de límites, el caminante se movía a capricho por estas espesuras, tomaba posesión de cualquier claro en la maleza y plantaba la tienda de campaña sin mayores precauciones ni más temores que la presencia imprevista de jabalíes, las bucólicas travesuras de los ciervos y las vastas y frondosas y rumorosas soledades de la vegetación. De ahí su atractivo botánico o su querencia cinegética. Ahora, regulada con criterio ecologista su exuberante vastedad, el punto de partida se encuentra en Villarreal de San Carlos, un mínimo poblado de chozos típicos y pocas casas con un centro de visitantes, un centro de interpretación del agua, un centro de interpretación de la naturaleza y suficiente información práctica, mural, audiovisual y sensorial (sonidos, aromas) sobre la diversidad y biodiversidad del parque.
Cumplidos (o desestimados) los trámites informativos, frente al viajero (sobre todo el viajero de espíritu caminante, pero, en caso contrario, toda flaqueza puede sortearse y casi siempre caben los desplazamientos pasivos y la contemplación perezosa) se abren, desde Villarreal de San Carlos, tres rutas o itinerarios, la ruta del Castillo, la ruta del Cerro Gimio y la ruta de La Tajadilla (roja, verde y amarilla, según las indicaciones), de modo que, con la benevolencia del otoño y no demasiado esfuerzo, en un fin de semana pueden recorrerse todos los caminos: llegar hasta el mirador de La Tajadilla, sobre el Tiétar, y contemplar nidos de rapaces; seguir el curso del arroyo Malvecino, sortear pasarelas, puentes de madera o de piedra, y llegar hasta el Cerro Gimio para entregarse a la quietud del paisaje y a la dulcedumbre de la puesta del sol; o, en fin, subir hasta el Castillo.
Si la expedición tiende a la pereza y decide elegir, no cabe mejor recomendación, por su amplitud, que la ruta del Castillo, con hitos como el Puente del Cardenal (ahora transitable, pero a veces cubierto por el cauce del río), la Fuente del Francés, la Casa de los Peones Camineros o el Salto del Gitano (un capricho rocoso atravesado por la carretera y el Tajo), no necesariamente en ese orden, porque los tramos a veces se bifurcan y ofrecen más de una opción. Se trata de un saludable paseo, de, según la agilidad y la fatiga, tres o cuatro horas, que puede no obstante obviarse por procedimientos de motor, subiendo por una carretera estrecha y maliciosa hasta la base misma del Castillo, donde sí se requiere un esfuerzo inexorable: los 139 peldaños de una irregular escalinata.
Es más frecuente, sin embargo, ver a jóvenes con pequeñas mochilas y provisiones justas trepando por los caminos del “terreno sumamente escabroso” que describió Pascual Madoz, a familias que primero suben a la cima y después reponen fuerzas en los merenderos, aficionados al esquematismo prehistórico de las pinturas rupestres, aprendices de naturalista siguiendo con prismáticos, cámaras digitales, vídeos y demás equipaje de observatorio la peripecia aérea o la majestuosa silueta del buitre negro o del buitre leonado, del águila imperial, de la cigüeña negra…
En cualquier caso, una vez en la cumbre, en el vértice de la montaña, mirando a uno y otro lado, contemplando la placidez honda, verde y brillante del Tajo, extendiendo la mirada hasta el límite de las tentaciones y el vario verdor de encinas, jaras, alcornoques, brezos, madroños, alisos y fresnos, bien puede experimentarse la sensación, sublime y sobrehumana, de estar en el centro del mundo. Y al lado del Castillo, junto a la ermita de la Virgen de Monfragüe, comprender qué devoción o qué fervor alimenta las romerías que aún se celebran o de qué promesas se nutren las parejas de novios que, pese a la delicada y solemne indumentaria de la ocasión, afrontan dichosos los 139 escalones para celebrar la boda en la fragosa transparencia de las alturas.
El viajero, 04-10-2008
Situado en la provincia de Cáceres, equidistante de Plasencia, Trujillo y Navalmoral de la Mata, Parque Natural desde 1979, Reserva de la Biosfera desde 2003 y Parque Nacional desde 2007, Monfragüe, que fue en latín “Mons fragorum”, por su densidad vegetal, en árabe “Al-Monfrag”, por su aspereza vertical, y “Monte fragoso” en castellano por mera y llana traducción, se ofrece hoy al viajero como un extenso privilegio, tanto por la quebrada orografía a la que debe el nombre (sierras de cuarcita y pizarra, extensa red hidrográfica) como por la peculiaridad de la fauna que lo puebla, aves rapaces sobre todo.
Hace años, cuando la libertad silvestre carecía de límites, el caminante se movía a capricho por estas espesuras, tomaba posesión de cualquier claro en la maleza y plantaba la tienda de campaña sin mayores precauciones ni más temores que la presencia imprevista de jabalíes, las bucólicas travesuras de los ciervos y las vastas y frondosas y rumorosas soledades de la vegetación. De ahí su atractivo botánico o su querencia cinegética. Ahora, regulada con criterio ecologista su exuberante vastedad, el punto de partida se encuentra en Villarreal de San Carlos, un mínimo poblado de chozos típicos y pocas casas con un centro de visitantes, un centro de interpretación del agua, un centro de interpretación de la naturaleza y suficiente información práctica, mural, audiovisual y sensorial (sonidos, aromas) sobre la diversidad y biodiversidad del parque.
Cumplidos (o desestimados) los trámites informativos, frente al viajero (sobre todo el viajero de espíritu caminante, pero, en caso contrario, toda flaqueza puede sortearse y casi siempre caben los desplazamientos pasivos y la contemplación perezosa) se abren, desde Villarreal de San Carlos, tres rutas o itinerarios, la ruta del Castillo, la ruta del Cerro Gimio y la ruta de La Tajadilla (roja, verde y amarilla, según las indicaciones), de modo que, con la benevolencia del otoño y no demasiado esfuerzo, en un fin de semana pueden recorrerse todos los caminos: llegar hasta el mirador de La Tajadilla, sobre el Tiétar, y contemplar nidos de rapaces; seguir el curso del arroyo Malvecino, sortear pasarelas, puentes de madera o de piedra, y llegar hasta el Cerro Gimio para entregarse a la quietud del paisaje y a la dulcedumbre de la puesta del sol; o, en fin, subir hasta el Castillo.
Si la expedición tiende a la pereza y decide elegir, no cabe mejor recomendación, por su amplitud, que la ruta del Castillo, con hitos como el Puente del Cardenal (ahora transitable, pero a veces cubierto por el cauce del río), la Fuente del Francés, la Casa de los Peones Camineros o el Salto del Gitano (un capricho rocoso atravesado por la carretera y el Tajo), no necesariamente en ese orden, porque los tramos a veces se bifurcan y ofrecen más de una opción. Se trata de un saludable paseo, de, según la agilidad y la fatiga, tres o cuatro horas, que puede no obstante obviarse por procedimientos de motor, subiendo por una carretera estrecha y maliciosa hasta la base misma del Castillo, donde sí se requiere un esfuerzo inexorable: los 139 peldaños de una irregular escalinata.
Es más frecuente, sin embargo, ver a jóvenes con pequeñas mochilas y provisiones justas trepando por los caminos del “terreno sumamente escabroso” que describió Pascual Madoz, a familias que primero suben a la cima y después reponen fuerzas en los merenderos, aficionados al esquematismo prehistórico de las pinturas rupestres, aprendices de naturalista siguiendo con prismáticos, cámaras digitales, vídeos y demás equipaje de observatorio la peripecia aérea o la majestuosa silueta del buitre negro o del buitre leonado, del águila imperial, de la cigüeña negra…
En cualquier caso, una vez en la cumbre, en el vértice de la montaña, mirando a uno y otro lado, contemplando la placidez honda, verde y brillante del Tajo, extendiendo la mirada hasta el límite de las tentaciones y el vario verdor de encinas, jaras, alcornoques, brezos, madroños, alisos y fresnos, bien puede experimentarse la sensación, sublime y sobrehumana, de estar en el centro del mundo. Y al lado del Castillo, junto a la ermita de la Virgen de Monfragüe, comprender qué devoción o qué fervor alimenta las romerías que aún se celebran o de qué promesas se nutren las parejas de novios que, pese a la delicada y solemne indumentaria de la ocasión, afrontan dichosos los 139 escalones para celebrar la boda en la fragosa transparencia de las alturas.
El viajero, 04-10-2008
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