24.6.11

Adiós al héroe

De los modos adolescentes de invadir la literatura me queda un título de novela norteamericana, ‘Los héroes están muertos’, que, en una clásica reducción del heroísmo a acción militar audaz, mostraba la imposibilidad de que el héroe superara con vida su propio gesto heroico, como si, convenida cierta igualdad general básica, bastara un solo gesto, en trance temerario, para ascender en bronce al pedestal, como si la verdadera sustancia del héroe brotara de las circunstancias de la muerte. No hace tanto tiempo que el hombre colocó el heroísmo a su alcance mortal, ejercicio de vanidad que no sólo cambió la cualidad sustancial del héroe, despojándolo, en principio, de los atributos de la mitología, sino que la acomodó a las caprichosas exigencias de una modernidad sucesiva y asumió la propia muerte como tributo jurídico. Hoy, sin embargo, ha cambiado todo: ni la muerte es heroica ni la vida es intrépida. Así es como el héroe, que era antaño equiparable a los dioses, hijo a veces de dioses, inscrito en la categoría de semidiós, protegido o acosado por designios olímpicos, ha quedado reducido ahora a los vaivenes del ojo cuadrangular de nuevos dioses, un ojo poderoso y fotográfico que ocupa el centro universal del escenario, que convierte al héroe en pura apariencia, hueca representación social, y apenas le concede una inmortalidad espuria y combustible. Si en otro tiempo el héroe perseguía la victoria y su epopeya de dioses campeadores, hoy se resigna a los posos del éxito deportivo, político, financiero o sui generis, y a su apoteosis socialmediática. ‘Exitus’, sin embargo, como bien se sabe, del latín, significa «salida». De ahí que asistamos a la representación de un adiós extremo, la figuración de un suicidio semántico, la salida de escena de un héroe sin virtud ni condición. Y lo vemos de espaldas al ojo soberano, no por vergüenza de su desnudez, como el hombre primordial en el extravío del paraíso, sino por su propia vacuidad, porque sólo posee la superficie del desnudo, porque, carente de atributos supremos, no puede conjugar el egoísmo con la naturaleza ni con la humanidad. La espalda es, por tanto, la impugnación de su entidad, la negación que define su heroísmo, que anula su condición de animal político y lo excluye del mundo verdadero, abstracción de una ansiedad estéril. Adminículos cibernéticos repartidos en torno muestran el desmayo de sus armas: la fragilidad de una celada endeble, el teléfono inmóvil, la conjetura de un coche. Contiene en sí la esencia del vértigo, una espiral de tiempo, torbellino de la cronología y la violencia, que lo divide en dos, que devora su realidad humana, en huida, en desaparición, fugitivo perfil en el ángulo inferior del cuadro, discóbolo, a la postre, de su propia e insignificante ontología.