15.6.11

Por sus obras

«Por sus obras los conoceréis», se dijo en los santos evangelios (Mt, 7:16). La frase, que suele aceptarse generalmente como incontestable, tiene, sin embargo, al magen incluso de que en origen sea «a fructibus eorum cognoscetis eos» (pero ésa es otra cuestión: traducción de la metáfora, grey inculta, etcétera; el despropósito se ha ido corrigiendo), un envés pernicioso. Puede, efectivamente, que si no concuerdan las palabras y los hechos de un sujeto determinado, si no hay adecuación entre lenguaje y comportamiento, las obras tengan más alto valor probatorio y jurídico como elementos de definición y calificación, para lo bueno y para lo malo, según reza la fórmula esponsal, de ese determinado sujeto. Vendrían los hechos en unos casos, los malos, a desenmascarar la hipocresía humana y en otros, los buenos, a subrayar con énfasis la máxima evangélica que preconiza la humildad: «que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha», id est, no pregones tus bondades. Este uso jurídico de las obras implica, necesariamente, un conocimiento lingüístico del sujeto, tal vez incluso un conocimiento lingüístico previo o, en último extremo, simultáneo. En caso contrario, las obras solas, sin lenguaje, o las obras solas en cuanto lenguaje, no sólo no prueban nada, sino que pueden ser engañosas. La afirmación evangélica puede verterse, por ejemplo, en una derivación teológica como la demostración de la existencia de Dios, incluso aunque ello sea indirectamente. De siempre vengo oyendo que la grandeza de Dios se ve en sus obras, en la gran maravilla de la naturaleza, con lo que se pretende imponer la relación suprema entre las causas y los efectos en un solo sentido, a saber, que, dada la grandeza de las cosas que contemplamos, sólo cabe pensar en un ser acorde con dicha grandeza, curiosamente un ser sobrenatural que explique lo natural. Viene todo esto a cuento de haber caído mis ojos hace un rato sobre la ingenua invitación con que el viejo Gabriel y Galán, acogiendo los meollos del tópico, sugiere a los descreídos habitantes de las ciudades que acudan a buscar a Dios al campo, «que se vengan a admirarlo aquí en sus obras, / que se vengan a adorarlo en sus efectos, / en el seno de esta gran naturaleza», escribe, y habérseme ocurrido recurrir después a la sagacidad de Caeiro, guardador de rebaños: «Mas se Deus é as árvores e as flores / E os montes e o luar e o sol, / Para que lhe chamo eu Deus?», que Ángel Campos Pámpano traduce: «Pero si Dios es las flores y los árboles / y los montes y el ‘luar’ y el sol, / ¿por qué llamarle Dios?». Etcétera.