6.6.11

Pintor de calle

En una esquina de la avenida, bajo la plácida sombra de una acacia, tiene estudio ambulante un pintor de calle. No es infrecuente que, en lugares de trasiego urbano y aglomeración ociosa, en plazas, parques, paseos, malecones y alamedas, se acumulen oficiantes de toda condición, agentes de varia mercancía superflua, profesionales del tenderete, al arrimo del tumulto, la ocasión y los embates reflejos de Iván Petróvich Pávlov. La especie incluye también catervas de pintores, destajistas del retrato, virtuosos del pincel, personificación portátil de un fotomatón al carboncillo, que ofrecen al corro de curiosos un caballete, un silla plegable y la muestra artística de algún personaje notorio de la farándula tabloide. Suelen anunciar producto y profesión en breves mensajes neutros e inocentes: «Retratos en diez minutos», por ejemplo, ágil subordinación de la habilidad figurativa al requisito alimenticio. Éste de hoy, sin embargo, ha ideado un reclamo publicitario de primer orden. «Parecido garantizado», puede leerse en un cartel clavado en el tronco de la acacia. Tal reducción a garantía de la propia cualidad artística, mero aval del trazo, resulta ciertamente descorazonadora, estremece el gozo estético del naturalismo fotográfico y esgrime a ciegas la primicia de la degradación. Dirigido sin duda contra la ineptitud de los colegas o contra la torpeza fraudulenta de los competidores, dispuestos en batería, el pregón vuelve su filo irremediable contra el artesano al que enaltece, toda vez que, en la medida en que garantiza la evidencia, contiene en sí su propia negación, el argumento ad scriptum que encierra el principio de contradicción publicitaria. Con toda seguridad, el forastero que, entre incauto y generoso, entre intrigado y solidario, se preste al retrato soportará durante quince minutos de silla plegable la desazón íntima de un final imprevisible. El parecido garantizado sólo garantiza, en realidad, incertidumbre.