Cuento (extremeño) de navidad
Se supo en todo momento que el presidente de la junta de Extremadura, a veces solo, a veces acompañado por algunos de sus consejeros (concretamente, los de educación y cultura), mantuvo contactos periódicos y extraños con personajes esotéricos. Según la importancia de la conversación o el orden del día, los encuentros se produjeron en los lugares habituales de la seriedad o la distensión, como la sede de la presidencia, el parador de Guadalupe o el parque de Montfragüe, aunque ha quedado demostrado que para cerrar los puntos de mayor trascendencia se utilizaron despachos de Bruselas y hoteles londinenses reservados por el foreing office. La prensa regional dio cuenta puntual de tales reuniones con objetividad ejemplar, esto es, sin entrar jamás en el contenido de las mismas, limitándose a certificar notarialmente que, en efecto, tal día, a tal hora y en tal sitio, el presidente y algunos consejeros se habían reunido con los señores X, Y o Z. Por eso precisamente, porque tales encuentros no habían sido clandestinos ni secretos, sorprendieron tanto las palabras del presidente en el tradicional mensaje navideño a la región soberana. «A partir del día primero de enero», dijo, «en Extremadura sólo se hablará inglés».
El revuelo que se levantó al día siguiente alcanzó magnitudes de comedia en el ámbito mediático, con los mejores ingredientes del entremés y la zarzuela. La prensa nacional al unísono y los diversos coros de tertulianos en celo sicofante arremetieron contra el autoritarismo del presidente, que, con su habitual falta de tacto y su proverbial pronto exabrupto, exhibía una vez más la faz cazurra y tabernaria de sus procedimientos. El portavoz de presidencia, acosado por las llamadas de todos los periódicos y por las exigencias de numerosas emisoras privadas, tuvo que improvisar para el presidente una agenda apresurada en la que incluso participó la primera televisión pública con un corte de quince segundos. Todos solicitaban desesperadamente rectificaciones o ratificaciones y, en su caso, matizaciones que consolaran al pobre mensajero, pero las matizaciones, sin embargo, aunque las hubo, no apuntaron en la dirección que pretendían los gestores de la información. De hecho, ante la lluvia de acusaciones que se abatió sobre la figura del presidente, éste se atrincheró en la repetición compulsiva de una sola frase. «No se trata de una orden», dijo, «sino de una noticia».
Entonces los yugos y las flechas se dispararon en varias direcciones. Se acusó a la clase política en general y al mandatario autonómico en particular de no saber qué hacer para recabar la atención de los medios, que, como es notorio, se deben a más altos menesteres. Pese a todo, y aun cuando se censuraba agriamente la actitud del presidente de la junta y de sus consejeros, el nombre de Extremadura se mantuvo encendido sobre los fríos extremos de diciembre: editoriales y viñetas, columnas de opinión y cartas al director, ideólogos en nómina y espontáneos al teléfono, glosaron y desglosaron, en serio o en broma, con ingenio o con histeria, las nobles esencias del carácter extremeño, historias épicas de conquistadores y machorros, ásperas intrahistorias de cerdos y bellotas, la calidad sublime y exquisita del jamón ibérico.
Resurgieron por arte de encantamiento numerosas organizaciones gremiales para terciar en el asunto. La oposición mostró su más enérgica repulsa a las declaraciones del presidente. Los profesores de inglés de todos los centros de enseñanza firmaron un manifiesto bilingüe contra el presidente en el que solicitaban su impeachment por interferir de forma tan grotesca en sus tareas pedagógicas. Los profesores de lengua y literatura castellana se soliviantaron igualmente y, tras discutir polícromas ocurrencias corporativas, pidieron dimisiones inmediatas al ritmo consonante de pareados en «ón» o en «ite». Guiados por la mano ciega de dirigentes políticos y sindicales, representantes de los sectores primario, secundario, terciario y cuaternario, contribuyeron a mantener viva la llama de la discordia regional con tales aportaciones de indignación y cólera que el presidente, echando más leña al fuego, según titularon los rotativos regionales en primera y los nacionales en regiones, comentó: «Si sólo por anunciar que los extremeños hablaremos inglés se arma tanto alboroto, ¿qué no ocurrirá cuando realmente lo hablemos?».
La noche vieja empezó con el crepúsculo, al hilo triangular de la tradición: cena, gula y cotillones, champán, turrón y mazapanes. La televisiones transmitieron las campanadas y las uvas, la liturgia ebria de la hora cero del día cero del año en ciernes. Aprovechando el alboroto desencadenado por el presidente de la junta, una televisión privada tuvo la picardía geopolítica de colocar sus cámaras en la plaza de la capital autonómica extremeña. Era evidente que no batiría marcas de audiencia, pero ciertas condescendencias epulonas con las regiones en vías de desarrollo suelen saciar las ansias de sensiblería social con impagables beneficios de imagen. Sin embargo, la transmisión desbordó todos los presagios. El locutor, un comediante extremeño de proyección nacional, explicó con un trabalenguas popular la mecánica de los cuartos y se proclamó eco verbal del reloj del consistorio para indicar con números el orden de ingestión de uvas. Y así cantó la primera campanada: «Una», dijo. Entonó igualmente la segunda: «Dos». Pero en la tercera, seguramente por llevar el reloj algún desajuste con respecto al meridiano, se produjo el advenimiento del año nuevo. El locutor dijo: «Three», con un leve acento californiano. Articuló la cuarta con pulcritud fonética: «Four». Y así siguió, «five», «six», «seven», hasta «twelve».
Los espectadores autonómicos no percibieron ninguna anomalía, pero en el resto del estado español se expandió una sobredosis de sorpresa y de estupor. La mezcla atragantada de alegría y patriotismo, de uvas y cava, bloqueó todas las centralitas del país con insultos a la cadena privada por mancillar el honor extremeño y pisotear el buen nombre de una región tan entrañable. Nada de ello era cierto, sin embargo, porque, en efecto, cuando el reloj de la plaza de la capital autonómica dio la tercera campanada y la gente se atascaba con la uva tercia, los extremeños dejaron de hablar castellano y empezaron a hablar inglés.
Se sucedieron días de agitación regional, nacional e internacional. El prodigio, sólo equiparable al episodio bíblico de la construcción de Babel, alcanzó difusión planetaria. Los periodistas de información informaron, los periodistas de opinión opinaron y los periodistas de investigación investigaron. Pudo verse al presidente extremeño desfilar por todas las televisiones con auricular para la traducción simultánea y a muchos entrevistadores avergonzarse del sonotone inverso. En las pantallas de todos los hogares apareció el presidente de la junta con subtítulos, bailándole en los ojos la alegría triunfante del especialista en karaoke. Los observadores políticos valoraron el acontecimiento como positivo o negativo según adscripción, ideología o sueldo. Y los periodistas de investigación, ayunos de filtraciones, se perdieron en inefables conjeturas. Mientras unos discutían la identidad de los interlocutores presidenciales y el carácter de sus encuentros estivales u otoñales, la conferencia episcopal difundía un comunicado ambiguo sobre los designios de la providencia, las lenguas de fuego, la legendaria fe mariana de la región y la benevolencia milagrosa de la Virgen de Guadalupe, en tanto los cibernautas, por su parte (consúltense páginas web a este respecto), hablaban de encuentros en la quinta fase, de abducciones colectivas, de manipulación filogenética y de la implantación de un gen lingüístico en el ADN autonómico. Unos y otros coincidieron sólo en un dato objetivo, a saber: que, puesto por sus contactos en el trance extraterrestre o celestial de elegir una lengua diferencial para sus paisanos, el presidente olvidó sus afinidades filológicas con el francés, desestimó el anacronismo del castúo, pasó por alto los últimos avances en la reconstrucción artificial de lenguas primitivas autóctonas, como el húrdalo o el sérbolo, y, contra todo pronóstico de la izquierda antiimperialista, eligió el inglés.
Enseguida los extremeños radicales se pusieron en pie de guerra y reclamaron privilegios, desarrollos estatutarios, soberanía e incluso un referéndum para convertirse en Puerto Rico (la paronomasia brindó un chiste fácil y macabro al enemigo melancólico). «Somos diferentes», argumentaron. Como era previsible, rápidamente llegaron presiones del gobierno central, amenazas de verja y aduana, barreras arancelarias, pero no sólo se encontraron con la oposición firme y solidaria de la plebe electoral, incluso de la plebe adicta, fiel y eurócrata, sino con un severo toque de atención por parte de los máximos dirigentes de USA y UK, quienes, con la sensibilidad belicosa a flor de piel de misil, veían con simpatía y ternura el hecho diferencial aislado de un reducto ibérico expulsado hasta el presente de todos los paraísos y todos los poderes.
En los fríos de enero se celebraron manifestaciones espontáneas en Madrid y otras capitales de provincias, se exhibieron pancartas reivindicativas con mucho «Viva Extremadura» y mucho «Extremadura española», pero el pacto estaba hecho y el presidente estaba dispuesto a cumplir la palabra empeñada. «Pura envidia», dijo el hombre de la calle extremeña, que sólo lamentaba no entender los programas de televisión y tener que condenar al puro infierno de la inapetencia visual las venturas y desventuras de médicos, albañiles, monjas, periodistas, compañeros y amores en ruina. El presidente, por su parte, se enfrentó al gobierno del centro y pronunció una frase enérgica, con sabor a historia. «Los que hablamos la lengua que Shakespeare habló, habremos de ser libres o morir», dijo.
A fecha de hoy, cabe asegurar que fue un acierto político del presidente, cuya clarividencia nebrijana puso de manifiesto que lo que no se consigue como hombre se consigue como hablante y que no basta con pertenecer al género humano, sino que es necesario conocer la gramática del imperio. De hecho, las ventajas del cambio no dejan de percibirse día tras día, en todos los sectores, primario, secundario, terciario y cuaternario, aunque sólo sean las derivadas de haberse constituido en la única sucursal legítimamente anglófona del páramo peninsular. Incluso muchos extremeños aprenden ahora castellano y portugués, por razones de vecindad y porque no dejan de acudir estudiantes de Portugal, Andalucía y las dos Castillas para perfeccionar la lengua universal.
Plasencia, 24 de diciembre de 1998
El revuelo que se levantó al día siguiente alcanzó magnitudes de comedia en el ámbito mediático, con los mejores ingredientes del entremés y la zarzuela. La prensa nacional al unísono y los diversos coros de tertulianos en celo sicofante arremetieron contra el autoritarismo del presidente, que, con su habitual falta de tacto y su proverbial pronto exabrupto, exhibía una vez más la faz cazurra y tabernaria de sus procedimientos. El portavoz de presidencia, acosado por las llamadas de todos los periódicos y por las exigencias de numerosas emisoras privadas, tuvo que improvisar para el presidente una agenda apresurada en la que incluso participó la primera televisión pública con un corte de quince segundos. Todos solicitaban desesperadamente rectificaciones o ratificaciones y, en su caso, matizaciones que consolaran al pobre mensajero, pero las matizaciones, sin embargo, aunque las hubo, no apuntaron en la dirección que pretendían los gestores de la información. De hecho, ante la lluvia de acusaciones que se abatió sobre la figura del presidente, éste se atrincheró en la repetición compulsiva de una sola frase. «No se trata de una orden», dijo, «sino de una noticia».
Entonces los yugos y las flechas se dispararon en varias direcciones. Se acusó a la clase política en general y al mandatario autonómico en particular de no saber qué hacer para recabar la atención de los medios, que, como es notorio, se deben a más altos menesteres. Pese a todo, y aun cuando se censuraba agriamente la actitud del presidente de la junta y de sus consejeros, el nombre de Extremadura se mantuvo encendido sobre los fríos extremos de diciembre: editoriales y viñetas, columnas de opinión y cartas al director, ideólogos en nómina y espontáneos al teléfono, glosaron y desglosaron, en serio o en broma, con ingenio o con histeria, las nobles esencias del carácter extremeño, historias épicas de conquistadores y machorros, ásperas intrahistorias de cerdos y bellotas, la calidad sublime y exquisita del jamón ibérico.
Resurgieron por arte de encantamiento numerosas organizaciones gremiales para terciar en el asunto. La oposición mostró su más enérgica repulsa a las declaraciones del presidente. Los profesores de inglés de todos los centros de enseñanza firmaron un manifiesto bilingüe contra el presidente en el que solicitaban su impeachment por interferir de forma tan grotesca en sus tareas pedagógicas. Los profesores de lengua y literatura castellana se soliviantaron igualmente y, tras discutir polícromas ocurrencias corporativas, pidieron dimisiones inmediatas al ritmo consonante de pareados en «ón» o en «ite». Guiados por la mano ciega de dirigentes políticos y sindicales, representantes de los sectores primario, secundario, terciario y cuaternario, contribuyeron a mantener viva la llama de la discordia regional con tales aportaciones de indignación y cólera que el presidente, echando más leña al fuego, según titularon los rotativos regionales en primera y los nacionales en regiones, comentó: «Si sólo por anunciar que los extremeños hablaremos inglés se arma tanto alboroto, ¿qué no ocurrirá cuando realmente lo hablemos?».
La noche vieja empezó con el crepúsculo, al hilo triangular de la tradición: cena, gula y cotillones, champán, turrón y mazapanes. La televisiones transmitieron las campanadas y las uvas, la liturgia ebria de la hora cero del día cero del año en ciernes. Aprovechando el alboroto desencadenado por el presidente de la junta, una televisión privada tuvo la picardía geopolítica de colocar sus cámaras en la plaza de la capital autonómica extremeña. Era evidente que no batiría marcas de audiencia, pero ciertas condescendencias epulonas con las regiones en vías de desarrollo suelen saciar las ansias de sensiblería social con impagables beneficios de imagen. Sin embargo, la transmisión desbordó todos los presagios. El locutor, un comediante extremeño de proyección nacional, explicó con un trabalenguas popular la mecánica de los cuartos y se proclamó eco verbal del reloj del consistorio para indicar con números el orden de ingestión de uvas. Y así cantó la primera campanada: «Una», dijo. Entonó igualmente la segunda: «Dos». Pero en la tercera, seguramente por llevar el reloj algún desajuste con respecto al meridiano, se produjo el advenimiento del año nuevo. El locutor dijo: «Three», con un leve acento californiano. Articuló la cuarta con pulcritud fonética: «Four». Y así siguió, «five», «six», «seven», hasta «twelve».
Los espectadores autonómicos no percibieron ninguna anomalía, pero en el resto del estado español se expandió una sobredosis de sorpresa y de estupor. La mezcla atragantada de alegría y patriotismo, de uvas y cava, bloqueó todas las centralitas del país con insultos a la cadena privada por mancillar el honor extremeño y pisotear el buen nombre de una región tan entrañable. Nada de ello era cierto, sin embargo, porque, en efecto, cuando el reloj de la plaza de la capital autonómica dio la tercera campanada y la gente se atascaba con la uva tercia, los extremeños dejaron de hablar castellano y empezaron a hablar inglés.
Se sucedieron días de agitación regional, nacional e internacional. El prodigio, sólo equiparable al episodio bíblico de la construcción de Babel, alcanzó difusión planetaria. Los periodistas de información informaron, los periodistas de opinión opinaron y los periodistas de investigación investigaron. Pudo verse al presidente extremeño desfilar por todas las televisiones con auricular para la traducción simultánea y a muchos entrevistadores avergonzarse del sonotone inverso. En las pantallas de todos los hogares apareció el presidente de la junta con subtítulos, bailándole en los ojos la alegría triunfante del especialista en karaoke. Los observadores políticos valoraron el acontecimiento como positivo o negativo según adscripción, ideología o sueldo. Y los periodistas de investigación, ayunos de filtraciones, se perdieron en inefables conjeturas. Mientras unos discutían la identidad de los interlocutores presidenciales y el carácter de sus encuentros estivales u otoñales, la conferencia episcopal difundía un comunicado ambiguo sobre los designios de la providencia, las lenguas de fuego, la legendaria fe mariana de la región y la benevolencia milagrosa de la Virgen de Guadalupe, en tanto los cibernautas, por su parte (consúltense páginas web a este respecto), hablaban de encuentros en la quinta fase, de abducciones colectivas, de manipulación filogenética y de la implantación de un gen lingüístico en el ADN autonómico. Unos y otros coincidieron sólo en un dato objetivo, a saber: que, puesto por sus contactos en el trance extraterrestre o celestial de elegir una lengua diferencial para sus paisanos, el presidente olvidó sus afinidades filológicas con el francés, desestimó el anacronismo del castúo, pasó por alto los últimos avances en la reconstrucción artificial de lenguas primitivas autóctonas, como el húrdalo o el sérbolo, y, contra todo pronóstico de la izquierda antiimperialista, eligió el inglés.
Enseguida los extremeños radicales se pusieron en pie de guerra y reclamaron privilegios, desarrollos estatutarios, soberanía e incluso un referéndum para convertirse en Puerto Rico (la paronomasia brindó un chiste fácil y macabro al enemigo melancólico). «Somos diferentes», argumentaron. Como era previsible, rápidamente llegaron presiones del gobierno central, amenazas de verja y aduana, barreras arancelarias, pero no sólo se encontraron con la oposición firme y solidaria de la plebe electoral, incluso de la plebe adicta, fiel y eurócrata, sino con un severo toque de atención por parte de los máximos dirigentes de USA y UK, quienes, con la sensibilidad belicosa a flor de piel de misil, veían con simpatía y ternura el hecho diferencial aislado de un reducto ibérico expulsado hasta el presente de todos los paraísos y todos los poderes.
En los fríos de enero se celebraron manifestaciones espontáneas en Madrid y otras capitales de provincias, se exhibieron pancartas reivindicativas con mucho «Viva Extremadura» y mucho «Extremadura española», pero el pacto estaba hecho y el presidente estaba dispuesto a cumplir la palabra empeñada. «Pura envidia», dijo el hombre de la calle extremeña, que sólo lamentaba no entender los programas de televisión y tener que condenar al puro infierno de la inapetencia visual las venturas y desventuras de médicos, albañiles, monjas, periodistas, compañeros y amores en ruina. El presidente, por su parte, se enfrentó al gobierno del centro y pronunció una frase enérgica, con sabor a historia. «Los que hablamos la lengua que Shakespeare habló, habremos de ser libres o morir», dijo.
A fecha de hoy, cabe asegurar que fue un acierto político del presidente, cuya clarividencia nebrijana puso de manifiesto que lo que no se consigue como hombre se consigue como hablante y que no basta con pertenecer al género humano, sino que es necesario conocer la gramática del imperio. De hecho, las ventajas del cambio no dejan de percibirse día tras día, en todos los sectores, primario, secundario, terciario y cuaternario, aunque sólo sean las derivadas de haberse constituido en la única sucursal legítimamente anglófona del páramo peninsular. Incluso muchos extremeños aprenden ahora castellano y portugués, por razones de vecindad y porque no dejan de acudir estudiantes de Portugal, Andalucía y las dos Castillas para perfeccionar la lengua universal.
Plasencia, 24 de diciembre de 1998
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