Musical memoria
En algunas de las novelas leídas estos días he encontrado referencias, comentarios, explicaciones musicales que a mí, en mi ignorancia, me parecen de alto nivel y que, sin embargo, no me sirven más allá de su expresión poética o de su propia abstracción verbal. Por ejemplo, el neurocirujano de «Sábado», de Ian McEwan, razona por qué tal ‘opus’ o tal otro es más o menos adecuado para el quirófano según de qué operación se trate, pero también entiende la grandeza artística y puntual de un ‘blues’ tocado por su hijo en una banda incipiente. El personaje de «Mantícora», de Robertson Davies, un abogado en trance psicoanalítico jungiano, desmenuza con la solvencia de un profesional de conservatorio las grandezas o las debilidades de una ópera de Mendelssohn interpretada por adolescentes en un colegio de Canadá. Y, en fin, el camionero de «Kafka en la orilla», de Haruki Murakami, se deleita una y otra vez, con una comprensión natural (insisto: natural) que debe de ser un don divino, el «Trío del archiduque», de Beethoven, y no en cualquier versión, sino en la de Rubinstein, Heifetz y Feuermann. Ésta es la que llevo yo oyendo toda la mañana, con suma atención, con concentración monacal y un punto forzada, pero con la seguridad también de que, sin perspicacia acústica y sin memoria musical alguna, analfabeto en tan grandioso y espiritual lenguaje, llevo a cabo un ejercicio inútil: mañana ya no reconoceré a Beethoven, ni al archiduque, ni menos aún a Rubinstein, Heifetz y Feuermann.
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