9.10.08

Salida

Me he quedado un rato preguntándome qué no sé qué especial me ha atrapado en el (digamos) breve y áspero intercambio de palabras que ha llegado a mi oído cuando bajamos en pelotón, a última hora, hartos de clase y de sabiduría, las estrictas escaleras del íes. «¿Qué pasa?». «¡Que tengo prisa, payasa!». No ha sido, por supuesto, la rima, me he dicho enseguida, que es pobre e infantil y ha carecido, además, de voluntad de gracia. Tampoco ha sido la situación, que, sin ser amistosa, no ha llegado a agresiva: tan sólo un empujón fortuito, una protesta retórica y una réplica airada; después cada chica ha seguido su camino y su prisa: la salida es siempre rauda y tumultuosa, es una huida, un sálvese quien pueda. He pensado incluso, por un momento ciego, si no sería un haikú, pero pronto he advertido que no hay 17 sílabas, sino 11, y que no se combinan en 5-7-5 sino en 3-5-3:

—¿Qué pasa?
—¡Que tengo prisa,
payasa!


Hasta que he caído finalmente en la cuenta de la simple solución, de lo que ha quedado resonando en mi oído, del ritmo recurrente: el endecasílabo. No es un endecasílabo precipitante, desde luego, pero no siempre se corresponden acentos y empujones.

Post.- Alguien me sugiere (y no había caído en ello) que desestime el endecasílabo y piense en octosílabos, a la manera de la comedia nueva, tal que así:

ELICIA.-                            ¿Qué pasa?
AREÚSA.- ¡Que tengo prisa, payasa!