6.7.11

Lastre

Ante nosotros se despereza, lánguida, una desierta escalinata, de peldaños majestuosos y desigual quebranto, sobre la que vierte el sol, que muere, rescoldos amarillos de luz en fuga. El tiempo ha fustigado con polvorienta lluvia y con ardores secos sobre el muro de piedra, de terroso color, hasta alcanzar, junto a enigmas en grieta, los matices ocres del estío. A la derecha, unas fauces oscuras, de ronco eco y ausente, respiran humedad, áspero aliento, sobre el aljibe de un misterio recóndito. Y, a la izquierda, unos árboles sucios de aburrimiento y muerte dormitan las lentitudes del milenio. Da la impresión de que, en cualquier momento, va a aparecer arriba Antígona y a mirarnos sin vernos, antes de descender solemne hacia nosotros para enunciar desde el centro del mundo los versos circulares de la tragedia humana: «Tú que eres de mi sangre, hermana mía, / ¿sabes de alguna maldición de Edipo / que no nos cumpla Zeus en nuestras vidas?». La tarde se detiene y, en la espera, el silencio del aire modula serenamente un coloquio de endecasílabos y yambos, la memoria incesante de la palabra antigua.