24.1.07

Tabarra

En la vida de Arístides, tras detallar los procedimientos democráticos del ostracismo (cada ciudadano escribía en una concha el nombre «del que quería que saliese desterrado», se pocedía después al recuento y «aquel cuyo nombre había sido escrito en más conchas era publicado como desterrado por diez años»), cuenta Plutarco cómo «un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha al propio Aristides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese: “Aristides”; y como éste se sorprendiese y le preguntase si le había hecho algún agravio: “Ninguno —respondió—, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el justo”», y cómo «Aristides, oído esto, nada le contestó, y escribiendo su nombre en la concha, se la volvió». Recuerdo a menudo esta historia, no por las reflexiones éticas y políticas que de ella pudieran y aun debieran derivarse, sino porque me solidarizo con ese hombre del campo frente a ciertos nombres que en nada me han agraviado y a los que no conozco, pero de los que no se cansan de cantar elogios prensa, radio, televisión, share y audiencias, especialmente (pero no sólo) deportistas: Sainz, Nadal, Alonso e tutti quanti quanti quanti. ¡Qué fatiga, Señor!