27.8.14

Importante

Hablan las gramáticas escolares de superlativos léxicos para otorgar categoría propia a ciertos adjetivos que, como maravilloso, magnífico, fantástico, fabuloso, extraordinario, espléndido o alucinante (por seguir un orden alfabético descendente), se han ido alejando de su significación positiva hasta convertirse en mera exaltación entusiasta del sustantivo al que se aplican, sea una persona (dígase «tipo»), una película, un partido de fútbol o una huelga sectorial. Naturalmente, ese ascenso de las palabras en el escalafón de los grados, aunque pueda resultar paradójico, supone una pérdida (definitiva en ocasiones) de la identidad original, como si la promoción jerárquica llevara necesariamente aparejada la degradación semántica, de modo que el cambio de estatus lingüístico se produce sólo en la medida en que «fantástico» se desvincula de «fantasía» y en que «fabuloso» se aleja de «fábula», esto es, en la medida en que tales adjetivos dejan atrás su dignidad etimológica para mezclarse y confundirse, tristes comodines de la unanimidad y epítetos vacíos de exaltación común, en la amalgama informe de un buen o mal tuntún caprichoso y rutinario.

Siempre antes había admitido yo sin rechistar los veredictos académicos, a saber, que tales desviaciones tienen su origen en la pereza intelectual y en la desidia lingüística, razones de peso y de todo punto disculpables, pues (dardos aparte) supone ciertamente un verdadero esfuerzo tener siempre alerta la conciencia lingüística, emplear con exactitud cada palabra y tender de forma unívoca e inequívoca a la precisión verbal. Como mucho, a veces me atrevía a insinuar una objeción menor, porque, a fin de cuentas, me decía, disponer de una amplia gama de superlativos léxicos no deja de ser también una tarea fatigosa, toda vez que, si el hablante puede elegir entre diez, quince, veinte adjetivos para emitir sencillamente un veredicto favorable, una aprobación sin matices o un apoyo incondicional, eso significa que, aunque la elección sea al buen o al mal tuntún, ha de tener al fin y al cabo almacenados en la subcarpeta paradigmática de «su PC» un alto número de registros equivalentes, intercambiables y a la postre idénticos. ¿Para qué conservar en la memoria un surtido tan amplio de superlativos léxicos si incluso uno sería ya excesivo?

Sin embargo, desde hace algún tiempo vengo creyendo que no se trata de desidia, no al menos de desidia lingüística, sino justamente de lo contrario, o sea, de un claro acto de voluntad que busca deliberadamente la indefinición, que, ante la obligación profesional o en la necesidad personal de hablar, se niega a comprometerse con el significado de las palabras y, en consecuencia, con el sentido de lo dicho. Numerosos términos podrían servir de guía, pero, puestos a seguir la pista de uno solo, obsérvese el uso que se hace del adjetivo «importante» y el elevado porcentaje estadístico de ese uso, y se verá cómo una y otra vez se habla de cantidades importantes, de poetas importantes, de películas importantes, de leyes importantes, hasta el punto de que, por lo visto, pero sobre todo por lo oído, todo es importante, a todo le corresponde el grado vacío y recurrente de la importancia.

Suelen iniciar estos usos estériles, como siempre, los personajes públicos, los mismos que han arrastrado el adjetivo «histórico» hasta el florilegio de los superlativos, aquellos que más hablan y más pánico sienten frente a la interpretación que pueda hacerse de sus palabras, esa curiosa conjunción que va de «quien tiene boca se equivoca» a «por la boca muere el pez» y que se traduce en efectos sociológicos inmediatos, de modo que se habla, y se habla, y se habla, pero sin decir, como si se pudiera desvincular lo que se dice de lo dicho, ofuscado el ingenio en el pajar para desentenderse del grano, o como si el oyente tuviera que bucear entre la maleza submarina para encontrar certidumbres implícitas. Pero, una vez que la palabra (seguimos con «importante») se echa a rodar por la pendiente hacia el vacío, la caída no tiene fondo. Y así, por ejemplo, puede llegarse a oír hoy una aplicación extrema como «una democracia importante», expresión no sólo carente de todo sentido, sino, además, un puro disparate, pues quien habla no se anda con metonimias, no dice «democracia» para referirse a un país de larga tradición democrática, sino que evalúa literalmente el grado o nivel de democracia en un país: «En X existe ya una democracia importante».

Le doy vueltas al significado de ese «importante» y son cavilaciones vanas, porque sólo hay una conclusión plausible. El empleo de palabras comodín (que las rutas etimológicas hacen derivar de «cómodo») no es tanto una aplicación más de la ley del mínimo esfuerzo, como un perverso ejercicio de camuflaje. Los comodines léxicos no dicen, ocultan; no significan, niegan todo significado. Si algo puede ser indistintamente maravilloso, magnífico, fantástico, fabuloso, extraordinario, espléndido o alucinante, es porque no es nada o porque da igual qué sea. Y, por lo mismo, «importante» no sólo oculta, niega. De donde resulta que, en buena pragmática, una «democracia importante» no es democracia, una cantidad importante es un gasto bajo sospecha, un poeta importante es un poeta menor y una ley importante es un parche legislativo. Sin embargo, la conclusión más desoladora no es que sólo lo no fabuloso sea fabuloso, que lo más histórico sea ahora el presente o que sólo lo no importante sea importante, sino que, cada vez con mayor énfasis, el lenguaje (el lenguaje público, iba a escribir) traiciona su naturaleza y abandona su finalidad para convertirse en aquello que lo niega: ruido, furia y blablablá, «la desarticulada e ininteligible perorata sin sentido del babuino mayor», como escribió Yarfoz en su testimonio, es decir, la regresión del hombre a los instintos animales de la insignificancia y de la «insignificación».

[Como el mundo gira caprichosamente, vienen a caer ahora en la bandeja de entrada estos «Superlativos» de 2002 que tan olvidados yo tenía. De ahí la incorporación. No es importante, pero, como sigue, sea.]