11.4.15

Juan Ramón Santos, 'El tesoro de la isla'

I. Habría que empezar celebrando que Juan Ramón Santos haya vuelto a las «palabras mayores». No voy a decir que se haya alejado nunca de ellas (quienes le conocen y le frecuentan saben que su dedicación es amplia e infatigable) ni que sus «palabras menores» sean inferiores en nivel y exigencia. Siempre he defendido que JRS es dueño de varios registros literarios y de diferentes medidas y unidades, que se mueve con la misma soltura en las amplificaciones de la prosa que en los aforismos de la narrativa. Sus relatos, o cortometrajes, nos alegran con sus ráfagas, con sus fogonazos, y Cicerone, del que hablamos aquí no hace tanto, es un ejercicio de poesía madura y, como dije, de certera métrica de la ciudad. Pero los perezosos, que en cuanto perezosos somos lectores ávidos de tramas más extensas, porque preferimos la inercia al esfuerzo de tener que estar empezando a cada instante un nuevo texto, agradecemos los libros que nos permiten zambullirnos en ellos durante largo tiempo y que proponen además un soporte sólido para la memoria, esto es, que a los perezosos nos gustan las novelas y como disfrutamos mucho con Biblia apócrifa de Aracia llevábamos esperando desde 2010 las siguientes «palabras mayores» de JRS. Pues bien, aquí están ya (El tesoro de la isla, de la luna libros, 2015) y podemos decir que contienen una trama amena: un narrador, Santiago Alcón, evocando al cabo de los años el último verano de su adolescencia, aquel en que de participar en expediciones de riesgo con sus amigos (aventurarse en colegios cerrados y ruinosos) pasó a ingresar en la lectura y en la comprensión literaria de la mano de un enigmático personaje, Juan Plata, que había hecho morada en uno de esos colegios en peligro de derrumbe y trance de demolición.

II. Ya antes de empezar a leer, por la inversión del título, en primer lugar, El tesoro de la isla frente a La isla del tesoro (un quiasmo, en retórica), pero también por lo que apunta la contracubierta, que advierte que se trata de un homenaje al clásico de Stevenson, podemos pensar que estamos ante una novela juvenil, una recreación de La isla del tesoro, un homenaje, etcétera. No voy a decir yo que no sea en parte así, aunque, como es de rigor, sólo en parte. De hecho, a la inversión del título (es decir, hay isla y hay tesoro), hay que añadir también los personajes. En el tiempo de la historia el narrador es un muchacho de trece años que se llama Santiago Alcón, como he dicho, y su compañero de reparto es Juan Plata, un individuo pintoresco, culto y esquivo, de estirpe literaria y aventurera, un «pirata de secano» que lleva en el brazo un tatuaje con la palabra «Yoknapatawpha» (una carta de presentación irreprochable, pág. 76), que ante contratiempos administrativos responde «Preferiría no hacerlo» (pág. 176) y que algo, no obstante, debe de saber de derecho de la propiedad dado que utiliza ante el muchacho la palabra «usucapión». Pues bien, este mismo Juan Plata nos aclara en la página 102 el juego de correspondencias: «Tú no eres un halcón, muchacho», dice, «tú eres un halconzuelo. Nada de halcón: halconzuelo. Hawks: Hawkins. Santi Alcón: Jim Hawkins. Juan Plata: John Silver. Yo: John Silver. Tú: Jim Hawkins. […] Es como si los dos nos hubiésemos escapado de un libro: un valiente muchacho y un viejo pirata recién salidos de La isla del tesoro. […] Grumete, a partir de ahora te llamarás Jim. […] A partir de ahora tú y sólo tú podrás llamarme el Largo». Los paralelismos, pues, son evidentes y deliberados: isla, tesoro y personajes. Sin embargo, esto es sólo apariencia, envoltorio afortunado, los ingredientes que permiten el juego intertextual de la escritura. 

III. Como es también evidente que a este ingrediente literario se añade otro geográfico y casi diría municipal, a saber, el hecho de que aquí tengamos una isla, la Isla, con mayúsculas, lo que, sin duda, colaboró bastante en que a JRS se le fuera creando la historia en la imaginación. Y como aparece la Isla en la historia (hay baños veraniegos, la historia es la trama de un verano con futuro), tenderemos a pensar que se trata de esta precisa ciudad, aunque en la geografía de autor que JRS imaginó hace tiempo (cuando empezó con las palabras mayores), la ciudad se llama Pomares. En realidad, el mismo narrador pretende confundirnos. Tenemos, además de la Isla, ciertos personajes urbanos. Está, por ejemplo, la bibliotecaria, que se llama Marisa, con rima consonante, que empieza siendo «una mujer implacable capaz de poner a raya al usuario más locuaz y osado con una sola mirada fulminante» (pág. 107), pero que cumple luego un generoso y agradecido papel funcional o, si se prefiere, auxiliar. Aparecen otros personajes secundarios: los habitantes del rincón de los Escribanos, alguien que frecuenta la biblioteca o, por ejemplo, el hombre vestido de otoño, que a estas alturas forma más parte de la mitología juanramoniana que de las veladas culturales de la ciudad. Se hace asimismo referencia a la supresión del ferrocarril, por ejemplo, o a cierto episodio de vodevil en el que un concejal reta a duelo al teniente coronel Marcial Guerra por el desmantelamiento, como tal, del cuartel. Todo esto, sin embargo, aun siendo entretenido y convincente y oportuno, es secundario. Ninguna ciudad es nunca la ciudad. «Pomares no es única en absoluto», dice el Largo, que es quien posee la sabiduría del viajero. «De hecho, al contrario que las familias, todas las ciudades de provincia se parecen en su desdicha. […] Todas evocan un pasado glorioso, todas se sienten relegadas, víctimas de una conspiración, todas se creen únicas, elegidas por la Historia, inigualables. […] Lo que tienes que hacer es marcharte de aquí. Te conviene irte lejos, conocer otros lugares, otras gentes, otras costumbres, aprender otras lenguas, y solo después, si lo crees oportuno, regresar para encontrarte de nuevo con la ciudad, que ya será otra ciudad, y si entonces te gusta, solo si te gusta, quedarte» (pág. 169). No voy a extenderme en la consideración que la ciudad, esta ciudad, le merece a JRS en sus escritos, una consideración ya explícita en Cicerone, y sobre la que, sin duda, Álvaro Valverde podría escribir una extensa monografía, pues ambos comparten lo que podríamos llamar el sentimiento y la experiencia de la ciudad.

 IV. Todo esto (la novela de Stevenson, la Isla y la ciudad, sea cual sea la ciudad) es, como digo, el apoyo del centro de la historia, que no es otro (al fin y al cabo es una novela de iniciación, de aprendizaje) que el paso de la lectura adolescente a la lectura adulta, el paso de la sección infantil en la que la bibliotecaria tiene confinado al narrador a la sección adulta de la literatura universal, o si se prefiere el paso de la vida sensorial al placer intelectual. Mientras leía, he recordado a este propósito el ensayo de T. S. Eliot, «Sobre el desarrollo del gusto en materia de poesía», los tres estadios a que el autor de La tierra baldía se refiere, infancia, adolescencia y madurez: «Conjeturo», escribe, «que la mayor parte de los niños, hasta los doce o catorce años, son capaces de cierto goce poético y que, alrededor de la pubertad, la mayor parte no sienten más curiosidad por ella, mientras que un pequeño número se ve poseído por un ansia de poesía que es radicalmente distinta de todo goce anterior». Si sustituimos «poesía» por «literatura» en general, o por «lectura», podemos decir que es precisamente en ese punto de ansia «radicalmente distinta» en el que se sitúa Santiago Alcón, en el trance en que se separa de los hábitos comunes y corrientes de la adolescencia y de sus amigos de aventuras para explorar los caminos de otros placeres y otras satisfacciones. Por eso me parece especialmente significativo un episodio, el capítulo 22, «Cerrado por vacaciones», en el que el Largo y la bibliotecaria quieren proporcionar a Jim lectura de verano suficiente, pues el muchacho tiene que pasar el mes de agosto, el pobre, en Labriegos (otro hito de la geografía de JRS). Es como un reverso «del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo» (cap. VI). Allí, de lo que se trataba era de mandar al corral la mayor parte de los libros que habían perturbado el cerebro del pobre Alonso Quijano. De lo que se trataba en apariencia, añadiría, pues en realidad fueron aquellos libros de caballería los que condujeron al ingenioso hidalgo hacia sí mismo. Condenaban, pues, el cura y el barbero lo que para el lector compulsivo que era Alonso Quijano no había sido sino una bendición, la locura que lo convirtió en personaje, a un tiempo, de destino y de carácter. Pudiera parecer que la peripecia de Santi Alcón es opuesta a la de don Quijote, pero en cierto modo es paralela, si es que no es la misma. Por eso creo que el capítulo 22, en el que el Largo y la bibliotecaria hacen las veces de cura y de barbero (aunque ambos son más curas que barberos), es en cierto modo el centro de la historia, aquel en que se traza con mano firme y mano sabia, aunque también reñida, la línea que traspasa una frontera, el límite entre la pasividad y la ignorancia, de una parte, y la belleza y el conocimiento, de la otra. El catálogo, desde luego, no es comparable. Frente a las secuelas de palmerines y amadises del Quijote aquí tenemos Cien años de soledad, Los papeles del club Pickwick, El guardián entre el centeno, La cartuja de Parma, El gatopardo, El desierto de los tártaros o El barón rampante. Tal vez pudiera pensarse que esta iniciación o este aprendizaje no tienen en principio tanto que ver con la vida como con la literatura, con la lectura o con la actividad intelectual, pero sería una equivocación. Apenas sabemos nada concreto de la vida posterior de Santiago Alcón, pero sí sabemos que esa vida es inseparable de aquel verano, de aquellas lecturas y de lo que aquellas lecturas trajeron consigo. Si a Alonso Quijano los libros le hicieron don Quijote, también a Santiago Alcón los libros le hicieron otro.

V. Muchos son, en efecto, los libros que se mencionan en El tesoro de la isla y no quiero exponer aquí el catálogo completo, aunque no puedo dejar de mencionar Moby Dick, que tiene triple presencia (en inglés, en castellano y en cine), y que no es representación del mal absoluto, sino de la apertura de horizontes geográficos, culturales y lingüísticos. Pero algo sí quiero apuntar. A mí me gusta la crítica literaria entusiasta y contagiosa, esto es, aquella que no sólo me permite comprender mejor la obra que critica, sino que me provoca unos enormes deseos de leerla. Y en lo que a esto se refiere confieso que me han dado ganas de releer todos los libros que lee el adolescente Santi Alcón (o casi todos, que algunos son voluminosos). Entre otras cosas, creo, porque las lecturas que hace el muchacho se acomodan a su vida, configuran el paisaje de su experiencia, se proyectan sobre su entorno y circunstancias. Pongo un solo ejemplo. Sobre Mersault, El extranjero, de Camus, escribe el narrador: «Al mismo tiempo, esa apatía, esa radical pasividad del personaje, despertaba en mí un poderoso instinto de rebeldía contra la enfermedad de mi padre, contra la vida arrastrada de mis progenitores, contra el tufo a desesperanza que emanaba de mi pequeño mundo de calles estrechas, concéntricas, dejadas de la mano de Dios, olvidadas por la ciudad y pobladas de seres sin futuros» (pág. 124).

VI. No ha de pensarse, sin embargo, que estamos ante una historia ni árida ni simple. No es una historia árida, porque es una verdadera novela de aventuras, aventuras de secano, ciertamente, cotidianas, y en escenarios comunes, pero aventuras. Y no es una historia simple porque los personajes gozan de suficiente complejidad, no son meros sujetos intercambiables, meras funciones de una trama ad hoc. Hay, por ejemplo, sombras en el carácter (también en la biografía) de Juan Plata y su comportamiento plantea a veces dudas morales en el narrador. Hay un pasado y una condición en la prima Beatriz y el tío Constante, personajes ambos que, en cuanto ajenos a la norma, funcionan como guías de Santi en Labriegos. Y hay sobre todo un personaje absolutamente conmovedor, que es el dueño del bar Pacífico (los nombres son apropiados, recuérdese al teniente coronel Marcial Guerra) y es también el padre de Santi Alcón. Su presencia es escasa, pero lo que el narrador dice de él suple con creces esa escasez. «Era como si no pudiera permitirse el lujo de bajar la guardia para no hundirse del todo en la miseria de aquella ciudadela maldita, como si con su inagotable actividad pudiese quebrar el conjuro y acabar para siempre con el tiempo de las vacas flacas» (pág. 86); «A mí se me venía a la mente la imagen de mi padre, delgado, amarillento, enfermo, sacando vasos del otro lado de la barra, envuelto en la atmósfera viciada de humo del bar, y primero me entraba una enorme ternura por aquel ser débil e indefenso y después, al ver cómo se reían de él, cómo lo insultaban, una rabia que apenas si era capaz de aguantar entre los dientes y que enseguida se me fue escurriendo en forma de unas lágrimas gordas que me iban bajando sin remedio de los ojos» (pág. 96); «En ese momento me invadió una enorme tristeza al verlo allí de pie, tan solo, tan delgado, tan vulnerable, y me sentí extrañamente culpable, como sí, de algún modo, lo hubiera traicionado, dejándolo a su suerte» (183). De esa imagen y de esa vida triste y esclava y resignada es de la que le salvaron al narrador el Largo, la bibliotecaria, las lecturas, los parientes de Labriegos y aquel verano.

Plasencia, 10 de abril de 2015

3.4.15

Anochece

cuando la tarde cae y uno se aburre
(como la furia del turismo es tanta
hay quien se esconde por semana santa
para no ver ni oír cómo transcurre)

cuando ve que el crepúsculo se escurre
que ahí abajo en la calle un tonto canta
que la noche si cae se levanta
lo primero que a uno se le ocurre

es abrir el portátil a lo tonto
navegar por la web cansarse al rato
abrir el word plantearse un leve reto

y enseguida a lo loco a bote pronto
así sin más con soplo literato
incurrir en los ripios de un soneto