27.4.07

Síntesis

Empeñarse en tener razón a toda costa es una forma de empezar a no tenerla.

25.4.07

Pan

«Defiendo el pan de mis hijos», declara un futbolista con contrato millonario en euros, milmillonario en pesetas. No es culpable de nada, sin embargo. Viene de la pobreza, como Gamoneda, pero, al contrario que el poeta, carece del don de la palabra nueva: usa frases usadas, locuciones gastadas, tópicos (que eran verdades) de jornalero a destajo o de destripaterrones neorrealista. ¡Pero qué propociones tan astronómicas, o tan galácticas, ha alcanzado la humilde sinécdoque de «ganarás el pan con el sudor de tu frente» y de «el pan nuestro de cada día»!

22.4.07

Tierra batida

La inmoralidad de las finales (hablo de competiciones deportivas) es que siempre, fatal, necesariamente, uno de los competidores tiene que perder y que, por tanto, la grandeza del triunfo se fundamenta en la derrota e incluso en la humillación de un enemigo, un rival, un adversario, adversario que, por lo demás, en la misma medida en que aspira aguerridamente al triunfo, también merece la derrota. No se trata, como podría darse en situaciones militares, de un ejército que ataca y otro que se defiende o viceversa, sino de dos profesionales del ataque. Ambos son mercenarios. Ninguno merece la victoria. Tal para cual. Iguales. Deuce.

15.4.07

Ases ilusos Ulises ha

Para Miguel Ángel Lama

Alguna vez imaginé el canto XI de la Odisea («Descensus ad inferos» lo titulan diversas traducciones) como una partida de póker entre Ulises (u Odiseo: «Remero he sido»; de algún modo hay que cruzar el río Leteo) y selectos habitantes del Hades: Tántalo, Sísifo, Agamenón y Aquiles. Sólo Tiresias quedaba excluido del juego, porque a su ceguera oracular ninguna resistencia podrían oponer ni el sigilo profesional de los tahúres ni el secreto boca abajo de los naipes. Pero después pensé que, siendo el Hades el Hades, frente a la experiencia y la sabiduría de la muerte (que es la participación de lo divino) de sus rivales, cualquier mano feliz, baza dichosa, que pudiera tener Ulises sería mera ilusión mortal, espejismo contingente: sus cartas siempre estarían fatalmente marcadas. Además, me dije, no cabe subordinar tal trama a un simple título caprichoso. Quede, pues, a solas, sin sustancia, el palíndromo.

13.4.07

Parágrafo

Cuando aparecen en los telediarios imágenes de atentados suicidas en Irak, algo por otra parte tan común y cotidiano como regido por la oración al padre eterno, ya no pienso en armas de destrucción masiva, ni en tríos de atlántico ciclón, ni en genéricos de dinamita, ni en filosofías geopolíticas, sino en series de televisión norteamericanas, «CSI», «Sin rastro», «Mentes criminales», «Caso abierto», «The Closer», todo un inagotable mercadeo policiaco de prime time, y me pregunto, en lo personal, si me habrá alcanzado ya irremisiblemente a mis años la afección catódica y, en lo general, si las exhibiciones de control que en tales series proliferan con inmediatez de vértigo (exhaustivo control de las llamadas telefónicas de todo sospechoso funcional, seguimiento al detalle del menor movimiento en las tarjetas de crédito, tiques de aparcamiento, multas de tráfico, cámaras de seguridad de hoteles, restaurantes y demás establecimientos, toda la tecnología ofimática y epitelial del universo) no vendrán dadas precisamente por la misma ideología invasora, expansionista y represora, como vacuna de padagogia masiva y como demostración de un poder de doble filo: vigilancia y protección, the big brother and the uncle Sam.

1.4.07

Ut placeat

«Ut placeat Deo et hominibus» (para agradar a Dios y a los hombres) es el lema de una ciudad que encuentra su etimología precisamente en ese «placea»: «Plasencia de Extremadura, ciudad famosa por sus leyendas y por la personalidad fuerte, violenta, de alguno de sus hijos», en palabras de Julio Caro Baroja. Prueba monumental de esa doble voluntad de agrado, a Dios y a los hombres, son, por una parte, las numerosas iglesias, conventos, ermitas, santuarios que, intramuros y extramuros, como perdurable letanía, dan fe de una antigua, efervescente y poderosa vida eclesiástica, y, por otra, los palacios y las numerosas casas señoriales desde las que se ejercía o se servía al poder y a sus banderías beltranejas o isabelinas, comuneras o imperiales.

Y, sin embargo, una de sus leyendas más célebres cuenta una forma de rebelión contra el «placeat Deo», un desafío a la divinidad. Según dicha leyenda, el maestro Rodrigo Alemán, que talló la sillería del coro de la catedral y fue después preso en una de las torres por arrogancia artística blasfema, tras muchos y precisos cálculos anatómicos, fabricó con plumas de ave unas alas ajustadas a su peso, se lanzó al vacío en temerario vuelo y, al cabo de un cuarto de legua, se estrelló al otro lado del Jerte, en las estribaciones de Santa Bárbara, y se hizo pedazos contra el suelo de la «dehesa de los caballos». Dio cuenta del hecho, a principios del siglo XVII, el jesuita José de la Cerda («huius facti testes oculi Placentinorum», dice: lo vieron muchos placentinos), recogió la crónica Antonio Ponz en el siglo XVIII, lo analizó Caro Baroja en sus vidas por oficio y apenas hace un año lo recogió Pilar Galán en la novela «Ni Dios mismo», que fueron, según parece, las palabras de la rebelión de aquel aprendiz de ángel caído orgulloso de su sillería: que ni Dios mismo podría hacer una obra mejor. De una u otra forma, la identificación del maestro Alemán con Dédalo (por inventor de vuelos y por profesión artesana) y con Ícaro (por el desenlace trágico del intento) ha permanecido en la memoria heroica de la ciudad, pues no es necesario que los hechos ocurran para formar parte de la historia.

Como se sabe, Dédalo construyó el laberinto de Creta y dio con ello su nombre, en las lenguas modernas, a cierta idea del laberinto, del cruce de calles, callejas y callejuelas, y, agotando el paralelismo, al avechucho placentino se le asigna su propio laberinto, la compleja y boscosa figuración de la sillería del coro y las secuelas de sus intérpretes. Sin embargo, al hombre que voló en Plasencia le cabría otra invención y otra variante de Dédalo: la contemplación de una ciudad desde la altura en vuelo rápido. Hay un criterio antiguo según el cual para conocer bien un lugar, un país, una ciudad, no hay término medio: o se vive en ella durante 20 años o, por el contrario, basta con una estancia de 2 días. Tal vez carezca de fundamentos teóricos tan sabio criterio y exagere la simetría dual, pero su aplicación práctica goza hoy de creciente vigencia. Nos hemos acostumbrado al conocimiento profundo de los lugares mediante el recorrido superficial e intenso de los fines de semana, los puentes y los días arrancados al calendario fijo. Sin duda, no es mal procedimiento para conocer Plasencia.

Y basta con volver del revés la huida del maestro tallador. El vuelo de Ícaro se produjo hacia el exterior, puesto que pretendía escapar de la torre en que la ortodoxia diocesana lo mantenía cautivo como a un desventurado Segismundo con conciencia estética, y el viajero de hoy, que opone su conocimiento sabio y exterior al conocimiento histórico interior, emprende su propio vuelo en sentido inverso, hacia adentro, y con su propia conciencia estética. Dada la disposición radial del núcleo urbano, pronto descubre la Plaza Mayor, la conexión de las calles principales con las distintas puertas o postigos de la muralla (Cañón de la Salud, Puerta del Clavero, Postigo de Santa María) y las cadencias naturales de los caminos que desde esas puertas conducen, en amplio alrededor, al Valle del Jerte, La Vera, Las Hurdes, el Valle del Ambroz, las Vegas del Alagón, la Sierra de Gata o el Parque Nacional de Monfragüe.

Pero como el vuelo del moderno Icaro no tiene aliento para tan vasto recorrido, ha de atenerse a lo inmediato y recrearse en la ciudad obligatoria: la comprobación de que efectivamente hay dos catedrales, de que la nueva engulle a la vieja y de que un corte vertical habitado por cigüeñas permite distinguir la austeridad del siglo XIV de la retórica arquitectónica del siglo XVI; el Museo Etnográfico y Textil; la Casa de las Dos Torres, decapitada; el Palacio del Marqués de Mirabel, donde se adivina el pensil cerrado para muchos y abierto para pocos en que aún se conservan restos del coleccionismo renacentista de don Fadrique de Zúñiga, el mismo que hizo labrar en un balcón posterior el engañoso lema de la fugacidad; la iglesia de San Martín, donde dejó su huella el divino Morales; etcétera.

Finalmente, cumplidos los trayectos preceptivos, el moderno Ícaro callejea, recorre al azar, en círculos, lo que, como un tópico del urbanismo medieval, ha dado en llamarse precisamente «dédalo de callejuelas» y repara en los detalles que permanecen, la solitaria y sombría calle de la Encarnación, los arbotantes de la calle de Arenillas, un balcón en la casa del Deán, un escudo de Carlos V en el Palacio Municipal, la Puerta del Sol, los chopos del Jerte, la lentitud del río, el escueto puente de San Lázaro, vestigios de una edad mixta y gremial, idas y venidas en torno a la Plaza Mayor y sus nutridos soportales, donde finalmente, en una terraza, al sol de abril, al margen de las avenencias y desavenencias en las que se balancearon antaño los regidores y el cabildo y ajenos al contenido de archivos, actas, contratos y otras providencias, procesar el trazado urbano que se derivó de aquellos ejercicios del poder y apropiarse, con placentera placidez y espíritu no sólo digital, de las huellas de tanto afán y de tanta labor. Porque sólo quien emplea con provecho los dos días del conocimiento puede considerarse en posesión total, sin pliegues, de la ciudad.

El viajero, 31-03-2007