24.3.12

Céroes

Como leí ‘Los reconocimientos’, de William Gaddis, Alfaguara, hará unos quince años, con escaso provecho, me ha dado este fin de semana por consolarme leyendo ‘¡Despidan a esos desgraciados!’, de Jack Green, Alpha Decay (‘Fire the bastards!’ el título de origen), y he aquí que en la página 150, en un interesante epígrafe sobre el común cliché de la compasión en las reseñas, me encuentro con las siguientes palabras: «pensemos en los capítulos finales de las viejas novelas, en los que el céroe y su ceroína “fueron felices y comieron perdices”», así, tal como lo escribo, «céroe» y «ceroína», y como no van marcados con cursiva, ni hay nota a pie de página, ni les pone corchetes un sic de disculpa o sobreaviso, cabe entender que son erratas ambas, por lo demás ambiguas, y hasta singulares, por ser dos, y tan proporcionadas y tan bien avenidas, sin violencia alguna de género (ni lingüística, ni estructural), de modo que me pregunto si no habrá deliberación y derivación por parte del traductor o el impresor, esto es, la voluntad de privar de todo atributo heroico a los «céroes» y «ceroínas» de las viejas novelas y, en consecuencia, como si apenas fueran aspirantes a la aspereza de espíritu, dotarles, como personajes, de un nuevo nombre en los manuales agregando sufijos a la insignificancia y a la nada, o sea, al «cero». Fire the zeroes!

18.3.12

Estampa

Caminito del Rastro
he visto a un pordiosero
leyendo el Evangelio
de Saramago.

8.3.12

Tardes de domingo

Cada año, cuando el aislamiento del frío se despereza y se barruntan asomos de primavera, las tardes de los domingos alcanzan su estatuto natural, la hegemonía del tiempo hueco. La sugestión del crepúsculo se eterniza desde primeras horas, con una luz estéril y extendida, como una foto fija del edén, exhibiendo el anuncio de un ocio extenso que se expande en la atmósfera: el hastío. Pandillas de adolescentes se aburren por los rincones asimétricos del diseño urbanístico y, desde la inercia, conjuran el cultivo de la sumisión genética con ensayos veniales de rebeldía sinvergüenza. Llega la turba gentil del día de campo y sol, bajan rojos y desaliñados de los coches, ahítos de holganza, mientras la radio desgrana, como un rosario infame, las voces variantes y exhaustivas del carrusel. Ciertamente, las tardes de los domingos son la imagen legítima del paraíso y la evidencia más clara de su inutilidad. Porque el hombre no ha nacido para habitar paraíso alguno, ni terrenal ni celestial, incapaz de representar las venturas de una gloria eterna, ha imaginado mandamientos contra los que sublevarse y alegorías de manzanas con que transgredir la prohibición original. Reduce el hombre, pues, apenas, con desolación, los contornos del edén o la frontera a liberación laboral: tarde de domingo interminable. Aunque las magnitudes son incomparables, los destinos del espíritu esgrimen la multiplicación de una hipérbole, la elevación a potencia infinita del breve periodo de tiempo que se concibe y se vive como una pausa, un tránsito del infierno al infierno, que sí es tiempo continuo y tiempo humano, el tiempo permanente de la desidia y el dolor.