31.5.05

Dinosaurios

Frente al célebre y celebrado dinosaurio que convierte a Monterroso en inventor del relato breve, brevísimo, hiperbreve o microrrelato, y se alza como definición esquiva y paradigma mayor del género (de hecho, los microrrelatores colocan junto al ordenador la estatuilla de una hipótesis jurásica), siempre he preferido el «Cuento de horror», de Juan José Arreola, que dice sólo: «La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones». Figura en alguno de sus confabularios personales.

29.5.05

Vendrán

Vendrán por ti, no tengas dudas. Si huyes te alcanzarán, darán contigo si te escondes. Nada puedes hacer. No temas, porque posees la fuerza de la certidumbre: no tienes salvación. Así que ponte tu mejor traje y sal a la plaza: que tus amigos vean que no te inquietan las amenazas del destino, que decidan tus enemigos si cedes a la representación de un fingimiento o si antepones la dignidad a la supervivencia.

28.5.05

Decálogo

(del pequeño comercio, bares, restaurantes, ultramarinos y otras tiendas al por menor, sin necesidad de recurrir a Adam Smith)
Estos diez mandamientos se resumen en dos: 1) Tratarás al cliente nuevo como si fuera habitual, 2) Tratarás al cliente habitual como si fuera nuevo. Sólo así no tendrás culpa de la ruina.

27.5.05

© Baroja

«Ya para mí es igual la calle animada de la gran ciudad que el sendero del monte. Ni de la una ni del otro espero nada. Soy un hombre de pocas necesidades. El invierno, tener un sillón viejo, mirar un fuego que arde; el verano, contemplar algo verde desde la ventana, me basta y me sobra» (Pío Baroja, «Desde la última vuelta del camino», I).

Facilidades lectivas

Me recomiendan una novela que desconozco. «Se lee muy bien», argumentan. ¿Basta que se lea bien, me digo, para que sea conveniente y provechosa su lectura? Como el criterio de la facilidad es sospechoso, e incluso culpable, hago el propósito, sin atenuantes, de no leer la novela en cuestión. Y, para no reflexionar en vano, hago extensiva la condena a lo que bien puede llamarse, como eco de un título lejano y memorable, «facilidades lectivas».

25.5.05

Cultura

Hubo un tiempo, no hace demasiados años, en que, al reclamo de la palabra «cultura», todos acudíamos enfervorizados a cualquier aula, antro o cineclub en que brillara, siempre trémula e intermitente, la lucecita de la sabiduría, y ello, sobre todo, por dos razones: para saciar el furor del conocimiento, tanto tiempo doblegado, y para adscribirnos (para que nos adscribieran, más probablemente) al selecto grupo de personas despiertas y, pese a todo, con inquietudes. Así las cosas, no era raro encontrar en un coloquio sobre la ley del poder judicial a la misma gente que asistiría estupefacta días después a la proyección de «El año pasado en Marienbad», o ver en una lectura poética delicada, delicuescente, ahítos de efervescencia lírica, los mismos rostros que discutieron acaloradamente la semana anterior sobre la verdadera esencia del toreo. Hoy, sin embargo, por fortuna, las circunstancias han cambiado, favorablemente, hacia la normalidad y hacia el hastío. Como si hubiéramos comprendido, al fin, que el ejercicio colectivo de la cultura no es más que una forma de esclavitud, una estrategia de la domesticación (de la convivencia, eufemizan), y como si hubiéramos perdido el miedo a los oficiantes ministeriales, que sin el recurso amenazante del chantaje cultural («tonto el que no sabe», tal su lema) han sido socialmente desarmados, ya nos hemos acostumbrado a ignorar cualquier convocatoria, por lo que, en estos momentos, no es difícil comprobar cómo a los llamados actos culturales, especialmente si no han sabido incorporar ingredientes suplementarios a su propio espectáculo, asisten, no sé si nostálgicas, desocupadas o recalcitrantes, ocho, diez, doce personas, incluyendo a los enviados de la prensa, a menudo únicos destinatarios del acontecimiento y que, sin duda, a juzgar por su tenacidad, atesorarán dosis ingentes de conocimiento y diversión. No creo, sin embargo, que los asalariados de la cultura consigan salir de su letargo profesional y aprendan, definitivamente, que cultura es conciencia personal del bien, de la verdad, de la belleza y del lenguaje. Menos aún, por tanto, que actúen en consecuencia.

23.5.05

Dora Dymant

Tres mujeres destacaron en la vida de Franz Kafka: Felice Bauer, Milena Jesenská y Dora Dymant. De la importancia de las primeras hay amplia constancia en las cartas que Kafka les escribió, «Cartas a Felice» y «Cartas a Milena», y en el infinito laberinto bibliográfico kafkiano. Milena cuenta además con la biografía de Margarete Buber-Neumann, su compañera en el campo de concentración de Ravensbrück. De Dora Dymant sabemos que vivió con Kafka el último año de su vida, que lo cuidó en la enfermedad hasta la muerte y que tal vez lo hizo feliz. Ocupa, sin embargo, un lugar inferior en la jerarquía. La biografía de Kathi Diamant* pretende reparar esa injusticia, aunque se complace en un título injusto: «Kafka’s last love» (anteponiendo con buen criterio la persona a la función, la traducción castellana prefiere el nombre propio, «Dora Diamant», y esconde «El último amor de Kafka» en un subtítulo interior) y, según creo, no consigue sus propósitos. Documenta la peripecia de una mujer extraña que, durante los casi treinta años en que asumió el papel de viuda obsesiva de Kafka, intentó ser actriz en Berlín, se casó con un economista desventurado, tuvo un hija enfermiza, se refugió del nazismo en Rusia, vivió la guerra confinada en Inglaterra, viajó brevemente a Israel y murió finalmente en el hospital de Plaistow en 1952. Pero el halo de misterio y de bondad, de disposición y desparpajo, que le adivinamos en 1923 y 1924 no queda superado ni explicado en estas 400 páginas, pese a sus trampas narrativas y sus concesiones al folletín. La razón es sencilla. Sólo Kafka puede rescatar a Dora Dymant y colocarla a la altura de Felice y Milena y eso sólo ocurrirá si algún día aparecen las 35 cartas que le escribió y que la Gestapo confiscó en bruto en 1933. Habrá entonces unas «Cartas a Dora» y todo estará como debe estar.

* Kathi Diamant, «Dora Diamant», Circe, 2005

22.5.05

Comentario de textos

1. Es más difícil escribir versos claros que versos oscuros.
2. Es más fácil comentar versos oscuros que versos claros.
(Azorín)

21.5.05

Una colomba

«D'altri diluvi una colomba ascolto» es un verso endecasílabo y todo un poema de Giuseppe Ungaretti. Bien sé que «ascolto» significa «oigo». Lo que no sé es por qué lo pienso siempre como «espero» ni a qué diluvios remito esa esperanza.

Aquel árbol del río

En los primeros setenta nos reuníamos aspirantes a poetas en la cafetería Viena para intercambiar versos y prosas, lecturas y recomendaciones. Ideamos incluso una revista que se llamó «Viena, cinco menos cuarto» (la hora perenne que marcaba el reloj averiado de la cafetería). De todo lo que se multicopió, que no fue poco, sólo recuerdo unos versos, no sé si cuatro heptasílabos o dos alejandrinos, que dicen: «Aquel árbol del río tan lleno de follaje, / ¡qué pena!, lo cortaron ayer por inmoral». El nombre y la figura de su autor se han desvanecido por completo, pero los versos siguen ahí. Acuden cuando miro hacia La Isla.

Publicidad editorial

«Una obra que no dejará a nadie indiferente», dice con pertinacia radiofónica la publicidad editorial, no sin ton ni son, sino con más son que ton. Salvo a los que no lean el libro que se anuncia, me permito añadir (moi même, sin ir más lejos: nunca leeré un libro que se apoye en esa trampa). Ergo la publicidad editorial que pretende hacernos creer que favorece un libro concreto va, de hecho, en contra de la lectura en general. «Que venda yo lo que edito: / lo demás me impota un pito», glosaría tal vez Góngora («Ande yo caliente / y ríase la gente», se me ocurre pensar). Lo demás es silencio y, como bien se sabe, los silencios no se editan.

20.5.05

Titular

Cuando me encuentro con un titular de prensa como «El filme [‘La venganza de los Sith’] provoca absentismo laboral en EEUU», sé que no hace falta seguir leyendo: la publicidad se ha disfrazado de noticia. Lo grave, sin embargo, no es que nos den gato por liebre, sino que sólo los gatos sean noticia.

19.5.05

Generoso

«El vino corría generoso», leo en una novela juvenil (cosas de ESO). No recuerdo ya cuándo advertí por primera vez ese empleo lateral, presuntamente literario, de «generoso», pero lo asocio a la novela negra de los años treinta y a los tragos de whisky que bebían aquellos detectives a los que el pobre Bogart prestó cuerpo y sobriedad gestual en «El halcón maltés» y sus secuelas. Desde entonces me he encontrado con todo tipo de alcoholes servidos en abundancia, o sea, «generosos». Supongo que en los años de la ley seca el adjetivo tenía su explicación y no carecía de fuerza y de sentido, pero su empleo actual, más que frecuente, lo reduce a un triste tópico (falso además, pues hoy no se escatiman cantidades) que no sólo implica pobreza lingüística sino que atenta contra el propio y noble concepto de «generosidad».

18.5.05

Supr

No hay tecla más eficaz.

Concretizacionalidad

Ese «contextualizando» de abajo me hace pensar en el horror creciente a las palabras simples y en la tendencia a superarlo con prefijos y sufijos vacíos. Ejemplo: 1) como lo concreto parece insuficiente, se pasa de concretar a concretizar, 2) una vez que se concretiza, se admite la concretización, 3) si de la pasión surge lo pasional o de la razón lo racional, de la concretización derivará lo concretizacional, 4) y puestos en la carrera de la tortuga, si de lo racional surge la racionalidad, de lo local la localidad y de total la totalidad, ¿por qué no vamos a ir de lo concretizacional a la concretizacionalidad? En ello estamos o estaremos.

17.5.05

Contextualizando

Poco personajes históricos han dejado en herencia un adjetivo: homérico, platónico, dantesco, sádico, masoquista, kafkiano. «La historia y la tragedia de nuestra era empiezan en realidad con [Sade]», escribió Albert Camus en «El hombre rebelde» y añade: «Nuestra época [...] ha mezclado de forma curiosa su sueño de una república universal y su técnica de degradación». Por lo demás, bastará leer alguna biografía, «El marqués de Sade (una vida)», por ejemplo, de Francine du Plessix Gray, para saber que Donatien Alphonse François (1740-1814) padeció años y años de cárcel. En la cárcel escribió o esbozó alguno de sus libros y en la cárcel fue donde, ante quien se interesó por su estado, respondió: «No soy feliz, pero estoy bien».

© Sade

«No soy feliz, pero estoy bien».

16.5.05

Naturalismo

En la última fila de la clase, en el pupitre de la ventana, se sienta una alumna inteligente que no sólo procede del campo sino que tiene espíritu rural. Regordeta, un punto colorada, el pelo rubio oscuro y largo, recogido en coleta, parece una de esas campesinas lozanas que el cine sitúa en comarcas centroeuropeas (o que se intuyen en los relatos de John Berger) y, sin duda, con un sombrero de paja o un pañuelo en la cabeza, podría ocupar un lugar pleno junto a esas presencias. Según dicen, ayuda a sus padres en las tareas agrícolas con vigor, sin que la aspereza de la labor la arredre y sin que la severidad de los trabajos disminuya su esfuerzo. «Como si fuera un muchacho», añaden quienes la conocen. En sus ojos esquivos, de brillo huidizo, se advierte un contagio original, la mezquindad huraña del aislamiento o la desconfianza primitiva de la tierra. Como tiene los pies en el suelo, firmemente asentados en el surco, no le gusta la literatura en general ni la contemporánea en particular, que sólo entiende como extravagancia y floritura, exceso verbal y criptografía, devaneo lingüístico ajeno a la realidad y las personas. Sólo alguna vez ha leído libros que no vengan exigidos por los programas académicos, «novelas románticas o de amor», dice con las mejillas en vergüenza. Se niega a admitir paralelismo alguno entre la saturación del amor rosa de sus lecturas y los excesos suprarreales del lenguaje literario generado en las vanguardias, excedentes ambos, a la postre, de dos actitudes equivalentes: la exaltación del sentimiento y la conciencia estética de las palabras. Para ella, la ficción siempre encuentra asideros en nombres y figuras, mientras que las metáforas abruptas sobrepasan la percepción de todo referente. A la pregunta de qué va a estudiar cuando acabe el bachillerato sólo le cabe una respuesta. «Historia», dice, esto es, hechos reales, testimonios, evidencias, signos concretos de la realidad.

15.5.05

Estoy escondido

Cuando el niño que juega en el parque dice «Estoy escondido», quiere que lo encuentren, porque eso forma parte del juego (nada tan aburrido como un escondite perfecto), pero también declara la supremacía de la vista sobre el oído en su relación con la realidad. «Estoy escondido» significa, de hecho, «Estoy aquí».

El eterno segundo

Para adquirir el estatuto ontológico de segundo, o eterno segundo, no se requiere tanto haber sido segundo más veces que ningún otro como, habiendo sido segundo de vez en cuando, no haber sido nunca primero. Todo aficionado al ciclismo sabe que el segundo de la bicicleta por excelencia ha sido, es y será por mucho tiempo, tal vez para siempre, Raymond Poulidor, quien, sin embargo, sólo en tres ocasiones acabó el tour de Francia en segunda posición (tras Anquetil en 1964, tras Gimondi en 1965 y tras Merckx en 1974), mientras que Zoetemelk obtuvo el segundo puesto en seis ocasiones (tras Merckx en 1970 y 1971, tras Van Impe en 1976, tras Hinault en 1978, 1979 y 1982). Zoetemelk, sin embargo, fue ganador del tour de 1980, por lo que al menos una vez consiguió su propósito: eso lo convirtió en un gran corredor mediocre. A Poulidor, por su parte, además de no ser nunca primero, le avalan cinco terceros puestos (1962, 1966, 1969, 1972 y 1976), que no lo convierten, sin embargo, en tercero permanente, sino que le abren las puertas para siempre del segundo, del único, eterno y definitivo paradigma del segundo. Esa es su grandeza, el mérito moral de una maldición deportiva.

14.5.05

Objeción de conciencia

Hasta finales de los setenta la objeción de conciencia era exclusivamente militar y tenía un precio: prisión inmediata, juicio y condena (tres años, si no me equivoco). Conocí a más de uno que, por motivos religiosos (no precisamente católico-apostólico-romanos), objetó y sufrió persecución por justicia. Después, a medida que disminuyeron o se cancelaron las penas, la objeción militar se generalizó. Recuerdo un pareado ácrata que lucía su ingenio en los muros de los cuarteles, junto a las garitas: «Mozo, objeta, / pasa de escopeta». Que ahora vengan, pues, un obispo y otro obispo ejerciendo su santo oficio y reclamando objeciones de conciencia, porque son gratuitas, no deja de ser una aberración episcopal. Los alfiles sacrifican siempre a los peones.

Finde

No sé si «fin de semana» será o habrá sido propiamente un calco de «week-end», porque antes sólo había domingos, no había fines de semana ni semana inglesa. De ahí salió «dominguero», el desprecio aristocrático y burgués contra el pobre esclavo imitador del ocio. Ahora los jóvenes, según las perezosas leyes de la economía linguística, tienden al abuso más o menos jocoso del sustantivo «finde» para abarcar la locución «fin de semana». Por mi parte, estoy esperando el paso siguiente, que tal vez sólo llegue cuando los jóvenes creadores del neologismo tengan casa, trabajo, sueldo y responsabilidades familiares. ¿Qué palabra derivada se abatirá sobre el pobre, triste, explotado y globalizado profesional del finde? ¿Qué sufijo o qué prefijo servirá de insignia o sambenito?

13.5.05

Lagunas

Del mismo modo que la superficie de las aguas es más extensa que la superficie de la tierra, así también el conocimiento humano es mínimo en comparación con sus lagunas. En el terreno literario, por ejemplo, la lista (mi lista) de autores no leídos resulta interminable. Las razones son anodinas a menudo, prejuicios remotos. Por eso me ha dado esta tarde por empezar «Germinal»: porque nunca he leído a Zola y porque no hay un porqué claro. Tal vez sea culpa de Vicente Blasco Ibáñez.

12.5.05

Entre comillas

«Tontiastutas y autosatisfechas, las comillas se pasan la lengua por los labios», por eso, aparte de para la transcripción de cita, Adorno admite su uso «a lo sumo cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere». Ahora, sin embargo, las comillas se han trasladado al habla. Continuamente se oyen en la conversación esas dos palabras: «Entre comillas», enfatizadas con un gesto de ambas manos (las comillas requieren apertura y cierre), moviendo los dedos índice y anular como orejas de conejo. Sin embargo, este empleo verbal y gestual de las comillas no tiene nada que ver con la tontiastucia y la autosatisfacción que censura Adorno, sino que obedece a un proceso de vaciado creciente de la lengua, al deseo de no usar las palabras en toda su extensión, a la tontiastuta precaución de no morir como el pez. Ha habido épocas en que esta función menguante se expresaba con fórmulas como «de alguna manera» o «digamos», de modo, por ejemplo, que, si recaía sobre alguien alguna sospecha o culpabilidad, ya era «de alguna manera sospechoso» o «(digamos) culpable», donde «de alguna manera» mermaba la totalidad de la sospecha y «digamos» substraía un tanto por ciento de la culpa. La tipografía se ha apoderado ahora de ese filtro de la expresión y, en consecuencia, ese mismo alguien de los ejemplos anteriores sería hoy «entre comillas, sospechoso» o «entre comillas, culpable», o sea, ni sí ni no.

11.5.05

Apurar cielos pretendo

Durante mucho tiempo, dejándome llevar por la cohesión del octosílabo, recordé estas palabras de Segismundo en un sentido incongruente, a saber, «pretendo apurar cielos», con «cielos» como complemento directo de «apurar». Sólo más tarde, cuando la lectura sustituyó a la memoria o cuando aprendí el valor de los signos de puntuación, advertí que «cielos» es vocativo: «apurar, cielos, pretendo / qué delito cometí / contra vosotros naciendo». Pero ya era demasiado tarde. En mi entendimiento conviven las dos versiones y tengo que elegir en cada caso aquello que el sujeto pretende apurar, los cielos o el delito cometido. Sigo prefiriendo, en todo caso, la primera, infantil y remota, que también me parece más poética, más trágica, más heroica.

10.5.05

Ballena

En una evaluación estadística preguntan a los niños madrileños por qué la ballena no es un pez. ¿Despertará esta pregunta la ira episcopal? Recuérdese la Vulgata: «Et praeparavit Dominus piscem grandem, ut deglutiret Ionam; et erat Ionas in ventre piscis tribus diebus et tribus noctibus» (Jonás, 2, 1) y «Sicut enim fuit Ionas in ventre ceti tribus diebus et tribus noctibus, sic erit Filius hominis in corde terrae tribus diebus et tribus noctibus» (Mateo, 12, 40), que la Biblia de Jerusalem traduce, respectivamente, como: «Dispuso Yahveh un gran pez que se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches» y «Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches». Subráyense las palabras «piscis» y «ceti».

8.5.05

Emepetreros

Crece desmesuradamente el número de 'emepetreros': sujetos tecnológicos que caminan, pasean o corren conectados a diminutos auriculares negros. Cada vez que me cruzo con alguno (y casi no hago otra cosa cuando salgo a la calle) me viene a la memoria un texto que Juan Ramón Santos no llegó a incluir en sus «Cortometrajes» (ERE, 2004). Se titula «Tempus fugit» y dice:

«Aparte de muchas virtudes, la tecnología encierra la vocación perversa de hacernos sentir cada vez más viejos. Muestra de ello es cómo a diario, al tiempo que se intenta saciar la voracidad acaparadora de los coleccionistas de música, la perfección metalizada del CD, la enorme capacidad de almacenamiento del DVD y los misterios condensados e insondables del MP3 nos ponen despiadadamente de manifiesto la vertiginosa certidumbre de haber nacido vinilo tempore

«To mu viejo»

Cámara digital en vilo, militantes del turismo interior fin-de-semana contemplan la fachada, hablan de siglos, se preguntan, ríen sus propios comentarios («XIV o XV», dicen, «un siglo menos en Canarias»), se acercan finalmente al panel de los subtítulos históricos. Un pensionista dice (para que lo oiga yo, pero no los forasteros): «To mu viejo». «Siglos» o «mu viejo»: la medida coloquial y comercial del arte.

7.5.05

De Extremadura salió un hidalgo

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo» es frase universalmente conocida, mucho más, desde luego, que esta otra que dice: «No ha muchos años que de un lugar de Extremadura salió un hidalgo, nacido de padres nobles...». En ambas se advierte no sólo la repetición de una fórmula narrativa clásica (enumeración inicial de los elementos de la trama: espacio, tiempo y personaje), sino también el eco de una misma mano o una misma pluma (la indeterminación de «un lugar», la proximidad de los hechos: «no ha mucho tiempo / no ha muchos años» y la inexorable presencia de «un hidalgo»), pluma y mano que han terminado convirtiéndose en máxima representación de la literatura castellana y, por lo mismo, en una suerte de dogma nacional, pero no muchos lectores podrían prolongar en su memoria los puntos suspensivos de la segunda frase, la historia de ese hidalgo que salió de Extremadura, que gastó años y hacienda por tierras de España, de Italia y Flandes, que se embarcó más tarde para Indias, que se enriqueció en el Perú, que volvió a casa viejo y solo, y que se llamaba Filipo de Carrizales, el celoso extremeño. Los celos como tema literario (y todo tema literario obedece a un conflicto social o a un padecimiento humano) debieron de tener notable interés para Cervantes, especialmente el tema de «el setentón que se casa con quince», como prueba que, además de las dos versiones de «El celoso extremeño», escribiera un entremés titulado «El viejo celoso». Como, por otra parte, no era infrecuente en el siglo XVII reducir la función de los personajes a una nota de carácter y llevar hasta los extremos de la exageración la representación de ese carácter, Cervantes, que ya había llevado a la máxima exageración al hidalgo «de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor», determinó recrear por el mismo procedimiento la figura del viejo celoso, al que describe en estos términos: «de su natural condición era el más celoso hombre del mundo, aun sin estar casado, pues con sólo la imaginación de serlo le comenzaban a ofender los celos, a fatigar las sospechas y a sobresaltar las imaginaciones; y esto con tanta eficacia y vehemencia, que de todo en todo propuso de no casarse». Por eso tal vez lo hizo extremeño: por extremado. El resto de la trama responde también a dos principios clásicos, a saber: que el azar vence siempre a los propósitos y que el hombre, con sus desvaríos, termina provocando precisamente aquello que quiere evitar. Para Carrizales, el azar actuó de forma tan abrupta como desatinada apenas vio «a una ventana puesta una doncella, al parecer de edad de trece a catorce años», de modo que, después, en justa consecuencia, todos los empeños del viejo (la casa clausurada, los horarios intempestivos, la desmesurada celosía) no son sino los peldaños que conducen al abismo, al desencanto y a la sepultura. Hay, sin embargo, algo que hace de «El celoso extremeño» una obra particularmente cervantina. Desde la elección del nombre Carrizales (de «carrizo»), que incluye la fragilidad de las plantas (y no es mera casualidad, sino firme determinación: el celoso del entremés se llama Cañizares), hasta la condición social del viejo hidalgo, indiano rico y sin heredero, algo sin duda frecuente a finales del siglo XVI (basta leer, para cerciorarse, las «Cartas privadas de emigrantes a Indias 1540-1616», de Enrique Otte, tan ajustadas a los límites de la biografía de Cervantes), todo indica que al autor le interesa un desarrollo propio de la historia. Así, frente a los procedimientos de sus contemporáneos y a la raigambre de los géneros, esto es, frente la dimensión sublime e impetuosa de un Otelo, que exige la solemnidad de la tragedia, o frente a la tópica ridiculización del viejo «reviejo», «amigo de niñas», que tiende necesariamente a la comedia, Cervantes prefiere la medida del hombre: no en otra cosa consiste lo cervantino que en una comprensión piadosa de la humana realidad. Puede que el viejo Carrizales sea ridículo para los personajes que lo rodean (la dueña, el negro eunuco, el músico tenorio), como es ridículo don Quijote para los engreídos duques, pero ni uno ni otro, ni Carrizales ni don Quijote, son ridículos para el lector, porque Cervantes muestra en ambos casos su condición humana y pone a salvo su entera y compleja dignidad. Ambos son, a la postre, representaciones de un carácter de género a los que Cervantes concede su propia dimensión mortal. «Un bel morir tutta la vita onora» es un afortunado verso de Petrarca que siempre se ha entendido como una forma de hacerse perdonar la vida con la muerte. No hay que caer en la tentación de atribuirlo a los hidalgos cervantinos. Es cierto que ambos, en apariencia, recuperan la razón en el último trance, pero ni uno ha estado rematadamente loco ni el otro (pese al manuscrito Porras de la Cámara) ha perdido el verdadero honor. No necesitan, pues, ninguna redención: les basta asumir su endeble naturaleza. Por eso Cervantes les concede una noble elegía medieval, un final más propio de Manrique que de Petrarca, una forma ejemplar de melancolía.

Literatura comparada

1. Canciller Ayala

Sufro, Señor, tristura e penas cada día,
pero, Señor, no sufro tanto como debía;
mas rescelo he, Señor, que por flaqueza mía
non lo pueda sofrir; por eso entendí
pedir a ti, Señor, si tu merced sería
que non fuese la pena más luenga que sofrí.

2. Antonio Machado

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

(Glosa) Usos del vocativo: de la sumisión cristiana a la resignación rebelde y melancólica. Sin embargo, tal vez el «Señor» del Canciller sea religioso, mientras que el de Machado es solamente retórico. Por lo demás, religión y retórica, tal para cual en pos de la eficacia, van de oca a oca.

6.5.05

«Mis asesinos»

«No puedo afirmar que el Gobierno haya estado detrás del plan para liquidarme, sólo sé que alguien les dijo a mis asesinos que los servicios secretos de España estaban detrás», declara Severo Moto, o sea, dice, en presente, y lo dice vivo: «Mis asesinos». Pero, como para ser asesino hay que asesinar, el posesivo «mis» sólo puede determinar al sustantivo «asesinos» de dos formas: o en espectro, como el padre de Hamlet, refiriéndose al pasado, o, hacia el futuro, cuando se tiene la certeza de que los (todavía no) asesinos van a pasar de la potencia al acto y de que hay un plazo al acecho. No parece ser el caso de Moto: sus asesinos no lo asesinaron ni lo asesinarán. Hay, pues, en ese «mis asesinos» una triple perversión: moral, política y lingüística.

Palíndromo

«Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina»

(Glosa) Creo que es el mejor palíndromo que conozco, equiparable, por ejemplo, al hexámetro de Virgilio: «In girum imus nocte et consumimur igni» y mejor que el ingenio relativo de Einstein: «I prefer π». Su autor es José Antonio Millán, que ahora escribe un «Perdón, imposible» sobre los signos de puntuación.

Constatación de la mirada

El espectador se encuentra de frente con las hojas horizontales de dos ventanas tras cuyos cristales, salpicados por la lluvia, discurre una serie narrativa. «Nada queda sin la constatación de su mirada» reza el título, un verso doblemente explícito: porque se ajusta a la imagen y porque incluye una rigurosa definición del arte, del oficio y del afán de Antonio Covarsí: constatar la existencia de la realidad a través de la aplicación singular de su mirada. No se trata, pues, de la aplicación del tópico: que el objetivo de la cámara sea prolongación de los ojos del fotógrafo y que ojos y objetivo sean la suma o la combinación de la técnica y el hombre, porque hace tiempo que quedó sobreseído el atractivo léxico que derivaba del hecho de que precisamente la palabra «objetivo» se convirtiera en el nombre común del «ojo» de la cámara y pusiera así de manifiesto no sólo la oposición radical entre «objetivo» y «subjetivo», sino, sobre todo, la exclusión del hombre (el sujeto) de toda definición neutral de la realidad (el objeto) y su sustitución definitiva por el objetivo de la cámara. «La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla al ojo», escribía Walter Benjamin en 1931; «distinta sobre todo porque, gracias a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la conciencia humana». Pero la fotografía abjuró pronto del espejismo de una naturaleza técnica que la condenaba a ser sólo representación «objetiva» y documental de la realidad y prefirió que el «objetivo» se volviera «subjetivo» y que las imágenes alcanzaran significación poética. El espacio dejó de ser un azar inconsciente y fue el fotógrafo el que advirtió la condición natural de los espacios fotografiables y el que decidió crear las condiciones de la fotografía, la cualidad de los escenarios, la reproductibilidad de los objetos. En este sentido, llevando hasta el extremo tan particular relación de ojos objetivos y subjetivos, Antonio Covarsí ha decidido acotar en sus «Fragmentos» una parcela muy concreta de la realidad, la que se configura en torno a otro tipo de objetivos o de ojos: las puertas y las ventanas, que no son sino las miradas huecas de la arquitectura. Y, elegida la dimensión visual, la cámara de Covarsí se coloca en los dos lados, dentro y fuera, de modo que el espectador que contempla sus fotografías va sucesivamente del interior al exterior, alternando perspectivas que a un tiempo lo sitúan y lo descolocan. Tras las puertas y las ventanas predominan los rostros («Grietas de soledad», «Un roce de miradas con brillos minerales») y los ojos, ojos que miran hacia fuera, que se esconden tras las celosías en multiplicación oculta de la mirada («Quien huye del destino y entierra su mirada»), que tal vez miren al espectador: una representación reflexiva o especular, vemos ojos que nos ven y ojos que nos miran, nos vemos y nos reflejamos. El interior es oscuro y enigmático, una suerte de penumbra difusa y misteriosa, una desolación cautiva e indescifrable. Pero si el espectador entra en la imagen y se sitúa de puntillas junto a los personajes que lo miran, junto a esas muchachas de «Era tu cuerpo lleno, vacío de mentiras» que apenas dejan intuir una brumosa intimidad doméstica, junto al semblante afligido de «Señas de identidad», las ventanas se interponen entre la lluvia y el paisaje, la visión se difumina y el espacio se destiñe. Se adivinan las siluetas de un panorama estático: el muro de enfrente, la curva desleída del camino, el esqueleto invernal del árbol de la avenida, unas flores o una manchas de tierra, gotas de lluvia trazando regueros de tinta sucia en el cristal, esqueletos de mariposas, caprichos informes del azar del agua en los cristales. Se trata, en definitiva, ya sea dentro o fuera, de la interminable hipnosis de la lluvia, el fenómeno siempre igual y siempre renovado de la alteración de la realidad que produce la lluvia. De ahí, sin duda, que Antonio Covarsí la haya elegido como eje, o límite, o frontera, entre la realidad y su mirada, como filtro central de estos «Fragmentos»: de un lado los rostros, los ojos, los paisajes; de otro lado, la multiplicación de cristales y sus peculiares transparencias: puertas o ventanas, objetivo de la cámara, ojo del fotógrafo; en el centro, en fin, último cristal, la lluvia.

5.5.05

Hitleer

Grito de guerra de un alumno führioso, o enführecido, contra la lectura obligatoria: «¡Hitleer!»

Losas

Un amigo mío lee los textos administrativos o periodísticos ignorando la barra de género: «losas ciudadanosas» [por «los/as ciudadanos/as», «losas alumnosas», «losas madrileñosas», etcétera. Pienso entonces si no será que la vieja cortesía de la urbanidad ha cedido el paso a las cortesía gramatical del género y si no serán los que antaño dejaban pasar primero a las señoras o les cedían el asiento en el autobús los mismos que ahora, como supremo gesto de cortesía, se empeñan en usar cada sustantivo sexuado como heterosexual.

© Grimm

«Una huerfanita hilaba, sentada sobre el muro de la ciudad, cuando vio salir a un sapo de una hendidura. Rápidamente, extendió junto a ella su pañuelo de seda azul, que los sapos aman con pasión y sólo a ellos se dirigen. En cuanto el sapo lo vio, dio media vuelta, volvió con una pequeña corona de oro, la colocó sobre el pañuelo y se fue de nuevo. La niña tomó la corona; centelleaba y la formaban los más delicados hilos de oro. Al poco rato, el sapo volvió y, al no ver la corona, se deslizó por el muro y golpeó contra él la cabecita, lleno de dolor, hasta que sus fuerzas se agotaron y cayó muerto. Si la niña no hubiese tocado la corona, el sapo habría sacado más tesoros de la hendidura.»

(Glosa) Kafka avant la lettre: «el sapo [...] se deslizó por el muro y golpeó contra él la cabecita, lleno de dolor, hasta que sus fuerzas se agotaron y cayó muerto».

4.5.05

Poda

La poda es una necesidad vegetal y una virtud textual, pero ha de proceder de las exigencias del árbol y de la perfección de lo escrito (de la verdad literaria, si cabe la expresión), no del espacio de la prensa. Por muy sugestiva y simétrica que sea, la ecuación texto > prensa > papel > vegetal > poda es falsa.

Lectura

Leo para no pensar, dijo (no sé si, ni si, en primera persona) Schopenhauer. A menudo pienso que la frase tiene ahora otra traducción: leemos para no leer.

Transgresión

Contradicción: admitir sólo la transgresión como principio de toda estética, aceptar con matices la transgresión social y rechazar con rotunda retórica la más leve transgresión moral.