31.8.07

Asunto

Pensaba escribir sobre el exhibicionismo de la disidencia (el porqué y el cómo, el qué y el para qué, el cuándo y aun los puntos suspensivos), pero me dice la voz de la pereza que es viernes, que acaba agosto, que con el enunciado sobra.

29.8.07

Trans

29 de agosto de 2007. «Y hoy lo lloramos con la atención especial, algo interesadilla, que merece la muerte de los escritores capaces de hacernos tocar el tiempo.»

13 de septiembre de 2001. «Umbral, un escritor español: “New York es la doncella que iba a florecer sus pechos cuando cayó transida por la ráfaga turbia del Oriente”. El pobre hombre.»

26.8.07

Mail

Érase que recibía un mensaje cuyo asunto decía: «Monterroso», pero no me dio tiempo a ver el nombre del remitente ni a abrir el mensaje, porque se apagó el ordenador con la tormenta. Entonces, mientras volvía la luz y reiniciaba y entraba en el correo, no dejé de darle vueltas, con intriga, al quién y al qué, sobre todo al qué, de ese inesperado Monterroso. Algo entonces, tal vez un trueno, o un relámpago, o el furor del viento (que aquí arriba arrecia en redundancias), me despertó. Al pronto me llevé un disgusto, porque ya nunca podría saber ni el qué ni el quién del mensaje monterroso, cautivo para siempre en el universo (no sé si decir borgiano) de los sueños, donde la hoja del ciprés. Pero después me entró una curiosa preocupación, el temor de que al encender por la mañana el ordenador cayera en la bandeja de entrada un mensaje, no por virtual menos real, con asunto «Monterroso». No ha sido el caso, que los sueños sueños son y sólo sueños y el día es más prosaico y transparente. La prevención con que he entrado en windows mail no ha tenido, pues, otra recompensa ni otro alivio que una dilatada pandilla, en batería, de phishing phishing phishing.

15.8.07

Autógrafo

I. Me pongo a leer en edición de bolsillo un libro divulgativo de conversaciones con científicos y casi me río solo recordando una vieja anécdota, no sé si apócrifa. Contaba un amigo aficionado a la música pop que se encontraba en un aeropuerto, Madrid o Barcelona, cuando reconoció a lo lejos a un ídolo de juventud: Art Garfunkel. Evocó puentes sobre aguas turbulentas, sonidos del silencio, al cóndor de los Andes que pasó, a la señora Robinson, una especie de «Simon & Garfunkel Mix» que le alborotó las neuronas. De modo que, venciendo su timidez e imitando a los jóvenes y a los niños que en los aeropuertos se acercan a sus ídolos deportivos, echó mano de agenda y de bolígrafo y persiguió desesperadamente al esquivo Arthur «Art» Garfunkel. Cuando logró alcanzarlo y cortarle el paso le pidió en mal inglés un autógrafo para su mujer, digamos X. El cantante sonrió, garabateó, devolvió el boli y dijo «thank you». Satisfecho por el atrevimiento y por el éxito, mi amigo leyó el autógrafo: «Para X con afecto. Eduardo Punset».

II. Advierto ahora al recordarlo que la historia se aparece demasiado al «Potemkin» de Walter Benjamin (en su ensayo sobre Kafka): «Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular y durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. “¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?”, preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios. “Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, “confiadme las actas, os lo ruego”. Los consejeros de estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras colocaba un primer acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó la firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio, lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido. Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin, Shuwalkin, Shuwalkin...»

8.8.07

Portorosa

Preocupado y en ascuas me tiene el señor de Portorosa, un hombre ecuánime y sensato sentado en una silla. Una y otra vez entro en su señorío con la esperanza y el temor de averiguar al fin cuál es el camino correcto y doloroso, y qué males le aquejan, y qué tribulaciones. Extraño mundo éste de los afectos virtuales.

3.8.07

Cfr

Como he leído con agrado y aprovechamiento a lo largo de los años algunos libros de Diderot (‘Paradoja del comediante’, verbi gratia) y siento especial predilección por ‘Jacques, el fatalista’ (hay traducción de Azúa, que escribió doctoralmente ‘La paradoja del primitivo’), he ido punteando aquí y allá en las lecturas veraniegas algún que otro contraste. Así, en ‘La música de los números primos’, de Marcus du Sautoy, Acantilado, 2007, leo: «Catalina la Grande tenía como huésped al famoso filósofo Diderot; Diderot tuvo siempre una actitud más bien despreciativa hacia la matemática […]; Catalina se cansó pronto de su huésped […]. Euler fue llamado a la corte para que contribuyera a silenciar a aquel ateo insoportable; por gratitud al mecenazgo de Catalina, Euler aceptó rápidamente y, ante la corte reunida, se dirigió a Diderot en tono solemne: “Señor, (a+bⁿ) / n = x; por tanto, Dios existe: responda”» (pág. 73-74). En cambio, en ‘Encyclopédie’, de Philipp Blom, Anagrama, 2007, leo: «Cuando tenía tiempo, [Diderot] estudiaba griego, latín, inglés e italiano, así como matemáticas (la materia que mejor dominaba), y los escritores de la época» (pág. 51); y también: «En 1773, después de que Catalina la Grande hubiera insistido tanto para que la visitara en San Petersburgo, accedió finalmente a hacer tan largo viaje… […] Su estancia en la corte imperial rusa (durante el invierno de 1773-1774) fue desafortunada; se vio ensombrecida por la plaga de cortesanos celosos de ver a aquel nada elegante ni fino francés que cenaba cada noche con su zarina y que la prendaba simplemente con su conversación y sus ideas» (pág. 381-382). Du Sautoy defiende y elogia a todos los matemáticos que en el mundo han sido y Blom elogia a Diderot en contra de todos los demás (Voltaire, Rousseau, etcétera). En el fondo sólo Catalina la Grande sale bien parada en uno y otro texto. Paradoja de los historiadores.