29.10.08

Ejercicios de responsabilidad

Unos a otros se piden o se exigen un ejercicio de responsabilidad o se echan en cara no hacer un ejercicio de responsabilidad o declaran con contundencia que hacen lo que hacen en un claro ejercicio de responsabilidad, lo que me lleva a pensar que no estamos ante «responsables en ejercicio», dicho sea en el sentido en que se dice de alguien que ejerce la medicina o la abogacía que es médico o abogado en ejercicio, de profesión, esto es, que no estamos ante responsables profesionales, responsables de oficio, responsables en todo trance y situación, sino ante empecinados postadolescentes, una extraña modalidad de aprendices, al parecer perezosos, que, al modo como los estudiantes hacen ejercicios de traducción y demás actividades académicas, tienen que hacer (pero no hacen) ejercicios de responsabilidad, ejercicios que, como esos eternos opositores que se atrancan en el teórico, en el práctico o en cualquier otro paso del proceso selectivo, no aprueban, nunca aprueban, por más que no haya tribunal que firme el libro escolar ni notario que certifique tamaña negligencia.

19.10.08

Ningunos

Siempre que veo escrito el indefinido «ningunos», en plural, en frases como «estos no ven, digámoslo así, sino la superficie de la tierra por donde pasan; su fausto, los ningunos antecedentes por donde indagar las cosas dignas de conocerse» (Cadalso, ‘Cartas marruecas’, I) o «los tiempos no han creado, ciertamente, o incluso se han guardado bien de hacerlo, ningunas armas nuevas contra el arcaico león, que todavía sigue bien vivo y vigoroso, rugiendo, maguer ser pudorosamente amordazado, desde el oscuro fondo de la cueva de las entrañas de los hijos del presente» (Ferlosio, ‘God & Gun’, § 21), me viene a la cabeza el misterio inagotable de la santísima trinidad, como si, por vía equivalente o paralela al argumento ontológico de san Anselmo («dice el necio en su corazón», etcétera), la pluralidad de la nada, o sea, «ningunos», «ningunos antecedentes», «ningunas armas», fuera no ya sólo el adecuado complemento a la imagen de la perfección de la que se deduce la existencia divina, sino la más clara e inconcusa prueba gramatical de su eterna y misteriosa y tridentina, maguer constantinopolitana, multiplicación.

13.10.08

Preceptiva

Los símbolos son eficaces siempre que no exijan ni impongan una interpretación. Más aún: todo símbolo debe permanecer como tal, asentado e inaccesible en su dimensión simbólica. Desmerece si se rebaja a término real, se devalúa, desvanécese y caduca. Y, en sentido contrario, se ha de considerar bueno e incluso conveniente que la ficción pretenda ir más allá de los hechos y la trama. Malo sería, sin embargo, que surgiera y se manifestara sólo en función de ese previo más allá, frontera del infortunio.

11.10.08

Cinema

Toda recuperación es nostalgia o madurez. En mi caso es «a»: aquellos años de amapolas. Veo, pues, sucesivamente, en los últimos tiempos, ‘À bout de souffle’, ‘Le petit soldat’ («La photo, c'est la vérité, et le cinéma, 24 fois la vérité», rapelle-toi, Argentina), ‘Vivre sa vie’, ‘Bande à part’ (ese récord del Louvre que yo envidio), ‘Pierrot le fou’, ‘Week-end’, ‘Masculin, féminin’, ‘Deux ou trois choses que je sais d’elle’, ‘La chinoise’ […], ‘Nôtre musique’ et, en fin, ‘Histoire(s) du cinema’, en deuvedé (cine de autor, cine de espectador), con la sola y vana, inútil intención, y sin arrogancia alejandrina, de desatar el nudo godardiano.

9.10.08

Salida

Me he quedado un rato preguntándome qué no sé qué especial me ha atrapado en el (digamos) breve y áspero intercambio de palabras que ha llegado a mi oído cuando bajamos en pelotón, a última hora, hartos de clase y de sabiduría, las estrictas escaleras del íes. «¿Qué pasa?». «¡Que tengo prisa, payasa!». No ha sido, por supuesto, la rima, me he dicho enseguida, que es pobre e infantil y ha carecido, además, de voluntad de gracia. Tampoco ha sido la situación, que, sin ser amistosa, no ha llegado a agresiva: tan sólo un empujón fortuito, una protesta retórica y una réplica airada; después cada chica ha seguido su camino y su prisa: la salida es siempre rauda y tumultuosa, es una huida, un sálvese quien pueda. He pensado incluso, por un momento ciego, si no sería un haikú, pero pronto he advertido que no hay 17 sílabas, sino 11, y que no se combinan en 5-7-5 sino en 3-5-3:

—¿Qué pasa?
—¡Que tengo prisa,
payasa!


Hasta que he caído finalmente en la cuenta de la simple solución, de lo que ha quedado resonando en mi oído, del ritmo recurrente: el endecasílabo. No es un endecasílabo precipitante, desde luego, pero no siempre se corresponden acentos y empujones.

Post.- Alguien me sugiere (y no había caído en ello) que desestime el endecasílabo y piense en octosílabos, a la manera de la comedia nueva, tal que así:

ELICIA.-                            ¿Qué pasa?
AREÚSA.- ¡Que tengo prisa, payasa!

5.10.08

Monfragüe

El otoño es una estación de humedad ambigua y amenidad vegetal, lo que, sin excluir variantes viajeras de sol urbano y tibio, de recovecos medievales o austeridades románicas, no deja de ser una intensa insinuación de la naturaleza, el brote o el renuevo de un impulso agreste. De ahí la conveniencia e incluso la necesidad de recorrer ciertos parajes naturales y de recrearse en su contemplación, escenarios primordiales como, por ejemplo, en Extremadura, Monfragüe, primorosa concordancia de vegetación plural y abrupta geología.

Situado en la provincia de Cáceres, equidistante de Plasencia, Trujillo y Navalmoral de la Mata, Parque Natural desde 1979, Reserva de la Biosfera desde 2003 y Parque Nacional desde 2007, Monfragüe, que fue en latín “Mons fragorum”, por su densidad vegetal, en árabe “Al-Monfrag”, por su aspereza vertical, y “Monte fragoso” en castellano por mera y llana traducción, se ofrece hoy al viajero como un extenso privilegio, tanto por la quebrada orografía a la que debe el nombre (sierras de cuarcita y pizarra, extensa red hidrográfica) como por la peculiaridad de la fauna que lo puebla, aves rapaces sobre todo.

Hace años, cuando la libertad silvestre carecía de límites, el caminante se movía a capricho por estas espesuras, tomaba posesión de cualquier claro en la maleza y plantaba la tienda de campaña sin mayores precauciones ni más temores que la presencia imprevista de jabalíes, las bucólicas travesuras de los ciervos y las vastas y frondosas y rumorosas soledades de la vegetación. De ahí su atractivo botánico o su querencia cinegética. Ahora, regulada con criterio ecologista su exuberante vastedad, el punto de partida se encuentra en Villarreal de San Carlos, un mínimo poblado de chozos típicos y pocas casas con un centro de visitantes, un centro de interpretación del agua, un centro de interpretación de la naturaleza y suficiente información práctica, mural, audiovisual y sensorial (sonidos, aromas) sobre la diversidad y biodiversidad del parque.

Cumplidos (o desestimados) los trámites informativos, frente al viajero (sobre todo el viajero de espíritu caminante, pero, en caso contrario, toda flaqueza puede sortearse y casi siempre caben los desplazamientos pasivos y la contemplación perezosa) se abren, desde Villarreal de San Carlos, tres rutas o itinerarios, la ruta del Castillo, la ruta del Cerro Gimio y la ruta de La Tajadilla (roja, verde y amarilla, según las indicaciones), de modo que, con la benevolencia del otoño y no demasiado esfuerzo, en un fin de semana pueden recorrerse todos los caminos: llegar hasta el mirador de La Tajadilla, sobre el Tiétar, y contemplar nidos de rapaces; seguir el curso del arroyo Malvecino, sortear pasarelas, puentes de madera o de piedra, y llegar hasta el Cerro Gimio para entregarse a la quietud del paisaje y a la dulcedumbre de la puesta del sol; o, en fin, subir hasta el Castillo.

Si la expedición tiende a la pereza y decide elegir, no cabe mejor recomendación, por su amplitud, que la ruta del Castillo, con hitos como el Puente del Cardenal (ahora transitable, pero a veces cubierto por el cauce del río), la Fuente del Francés, la Casa de los Peones Camineros o el Salto del Gitano (un capricho rocoso atravesado por la carretera y el Tajo), no necesariamente en ese orden, porque los tramos a veces se bifurcan y ofrecen más de una opción. Se trata de un saludable paseo, de, según la agilidad y la fatiga, tres o cuatro horas, que puede no obstante obviarse por procedimientos de motor, subiendo por una carretera estrecha y maliciosa hasta la base misma del Castillo, donde sí se requiere un esfuerzo inexorable: los 139 peldaños de una irregular escalinata.

Es más frecuente, sin embargo, ver a jóvenes con pequeñas mochilas y provisiones justas trepando por los caminos del “terreno sumamente escabroso” que describió Pascual Madoz, a familias que primero suben a la cima y después reponen fuerzas en los merenderos, aficionados al esquematismo prehistórico de las pinturas rupestres, aprendices de naturalista siguiendo con prismáticos, cámaras digitales, vídeos y demás equipaje de observatorio la peripecia aérea o la majestuosa silueta del buitre negro o del buitre leonado, del águila imperial, de la cigüeña negra…

En cualquier caso, una vez en la cumbre, en el vértice de la montaña, mirando a uno y otro lado, contemplando la placidez honda, verde y brillante del Tajo, extendiendo la mirada hasta el límite de las tentaciones y el vario verdor de encinas, jaras, alcornoques, brezos, madroños, alisos y fresnos, bien puede experimentarse la sensación, sublime y sobrehumana, de estar en el centro del mundo. Y al lado del Castillo, junto a la ermita de la Virgen de Monfragüe, comprender qué devoción o qué fervor alimenta las romerías que aún se celebran o de qué promesas se nutren las parejas de novios que, pese a la delicada y solemne indumentaria de la ocasión, afrontan dichosos los 139 escalones para celebrar la boda en la fragosa transparencia de las alturas.

El viajero, 04-10-2008