8.9.16

Guadalupe

Tal vez tuviera razón Kavafis y de Ítaca sólo quede el camino, sus bondades y sus asechanzas. He vuelto alguna vez después a Guadalupe, pero, sin duda, mi recuerdo más sólido, pese a lo nebuloso, es también el más lejano y evoca el primer viaje, a mediados de los años cincuenta, un viaje confuso y tormentoso, en el blanco y negro de la posguerra, cargado de devoción y costumbrismo. No sé si al resto de viajeros les movía la devoción o el rito, la fe o la costumbre, esos movimientos de grupos que se repiten en los ciclos de las estaciones, pero supongo que a mí, dada mi corta edad (tendría entonces cuatro o cinco años), no me llevaban por motivos religiosos, sino por que conociera la festividad y por ampliar mis horizontes, los rigurosos horizontes de un niño hundido en un pueblo postrero y sin más estímulos que su hondura solitaria. Era, en cualquier caso, una peregrinación de carácter mariano y anual a la que el mundo pobre y rural se sumaba con fervor. Había devotos que hacían el viaje a pie, que cumplían con sacrificio sus promesas, pero a nosotros nos acomodaron en la caja de carga de un camión destartalado y renqueante, sentados en el suelo, amontonados (como sardinas aprensadas, se quejaban las mujeres entre risas, y tardé mucho tiempo en entender la comparación), cada uno junto a sus alforjas (porque cada peregrino llevaba adosado su sustento), como conducidos a un campo de prisioneros, y viajamos por carreteras de tierra, llenas de curvas, de cuestas, de precipicios. Desde entonces adquirieron en mi imaginación cierta cualidad mítica aquellas abruptas carreteras de Los Ibores. Como, por las irregularidades del camino y la incoherencia del vehículo, los peregrinos se mareaban, surgían todas las recomendaciones propias del mareo en ruta (no abrir los ojos, no cerrarlos, mirar al suelo, ponerse de pie, tumbarse, etcétera, remedios inocuos todos ellos y tal vez contraproducentes) y el viaje se antojaba interminable. Siempre que veo ahora en televisión una de esas películas españolas de los años cincuenta o sesenta, o películas que nos llegan de cinematografías secundarias o periféricas (iraníes, por ejemplo, o centroamericanas), en que la gente viaja hacinada en autobuses o en camiones y atraviesa desiertos o cruza cordilleras, evoco aquel viaje inaugural a Guadalupe, tan honda huella y tan hondo desconcierto dejó en mí. No había luego sitio en Guadalupe para hospedarse, tal era la avalancha de peregrinos, de modo que fuimos a parar a una posada (particular, cabría decir, o de ocasión) para dormir sobre las baldosas rojas de una habitación completamente vacía, de cruda austeridad monacal: ni un mueble, ni una silla, ni un cuadro en la pared. Por niño y como tal niño, el único que viajaba en el camión, tuve en la posada un doble privilegio. Para que no durmiera en el suelo, me proporcionaron un saco de paja. Y como teníamos que compartir la escueta estancia con otros varios peregrinos adultos, hombres y mujeres del pueblo de mi madre, y dado el lujo del saco de paja, tuvieron la ocurrencia de colocarme en el centro del cuarto y distribuirse todos ellos a mi alrededor, usando los bordes del saco de paja como almohada, de modo que me rodeaban las cabezas de unos y de otros, como si yo fuera el centro de una circunferencia cuadrada y cada uno de los adultos una suerte de radio hacia el exterior (cual sardinas prensadas en su bota, pienso ahora, en la bota heterodoxa de una ajada mercancía de ultramarinos). Recuerdo también el asombro del monasterio reducido a su propia monumentalidad, pero todo lo demás se ha desvanecido en la memoria. Sé que asistimos a la procesión, que vimos los tesoros de la orden, que nos maravilló el mecanismo de la Virgen, que visitamos a unos familiares lejanos y esquivos, pero nada de eso pertenece a mi memoria, que, como digo, sólo conserva tres o cuatro imágenes dispersas (y no sé hasta qué punto contaminadas por los relatos posteriores de mi madre): la llegada del camión a Valdecañas de Tajo, la carga de los peregrinos, el tortuoso viaje en carretera, el cuarto donde dormimos y la inmensidad infantil de la basílica.

AAVV, Guadalupe. Sentimiento y conciencia, Diputación de Badajoz, 2015